viernes, 23 de abril de 2010

Bicentenario: reflexiones sobre la participación civil


Las horas emocionales y las horas reflexivas

Se aproxima las fecha celebratoria del bicentenario que preferimos no considerar en el simple expediente del tiempo transcurrido desde el 25 de mayo de 1810, con un criterio simplemente cuantitativo de “años cumplidos”. Resulta más sugerente hacerlo volviendo la mirada al “día del nacimiento” patrio; porque esta perspectiva de análisis nos permite considerar sus causas y motivaciones fundacionales, y comprender las esperanzas proyectadas en un destino imaginado de libertad y grandeza.

De este modo, sin menoscabo de nuestra identidad nacional, podremos repensar críticamente los factores de frustración o desencuentro que nos demoraron en sendas sinuosas o desvíos, respecto a los grandes objetivos postulados por nuestros próceres. Ocurrió que perdida la meta, perdimos también el camino, lo cual exige ahora volver a orientarse para retomar la dirección de avance. El rumbo está señalado, sin duda, por los mismos principios y valores del alumbramiento de hace dos siglos, cuyo significado en el contexto histórico es irrevocable.

Debemos hacerlo, sin abandonar nuestras tendencias políticas, pero por encima de las ideologías y los partidos; o mejor dicho: amalgamando los elementos más positivos de nuestro haz de líneas de pensamiento y acción existentes en una realidad que nos incumbe a todos por igual. En tal instancia, lo único imperdonable es la falta de participación y compromiso en el quehacer ciudadano, que siempre nos afecta y determina, aunque algunos pretendan aislarse y demostrar indiferencia.

En la trama social de las agrupaciones humanas, la decadencia se manifiesta acompañada de una subcultura del pesimismo y el individualismo, porque esta mentalidad se permite negar el optimismo de la acción para no involucrarse en la tarea de transformación pendiente. Por esta razón, la peor crítica política es la de aquellos que no hacen nada; mientras que, en cambio, la mejor crítica es la de aquellos que piensan libremente y hacen lo que deben, y por lo tanto merecen ser escuchados en sus opiniones y reclamos.

La libertad como derecho y como deber

La condición del hombre es el pensar; la condición del pensar es la libertad; y la condición de la libertad es la búsqueda de la verdad. De allí la sentencia bíblica: “sólo la verdad os hará libres”, porque la mentira somete y esclaviza; y ella suele hacerlo con el mecanismo de presentar como un bien general aquello que es meramente el interés particular de los grupos de especulación y dominio.

Hoy las malas artes de la sofística, ya develadas por la prédica de los filósofos clásicos de la antigüedad, se manifiestan en los modernos monopolios mediáticos controlados finalmente por los círculos de poder económico y financiero. Ellos “fabrican” supuestos liderazgos, funcionales a sus objetivos de influencia y presión, mientras difaman o ignoran a los dirigentes honestos que los enfrentan. Surgen así los falsos líderes que terminan desmintiendo sus promesas sociales y por ello, tarde o temprano, reciben el rechazo y la resistencia democrática del pueblo.

En la acción política, superar esta situación exige recuperar niveles significativos de participación civil, para “saber de que se trata” y generar fuerza de impulso tras las alternativas y propuestas correctas. Por definición, esta gravitación participativa no es un hecho individual sino una acción referida al sector donde legítimamente coincidimos, lo que ímplica evolucionar del individualismo inoperante a formas articuladas de organización en la base comunitaria.

Entramos así en el tema de la capacidad de convocatoria de los referentes comunitarios, como modo de reencontrar la credibilidad y la confiabilidad de la polis, que han extraviado las burocracias partidistas encerradas en su propia opacidad. Es un acto reinaugural de la república y de la democracia, que renacen al retomar su voz la opinión genuina de la gente, que se expresa en la palabra persuasiva, se sostiene en el diálogo abierto, y se perfecciona en el debate sincero y constructivo que nunca hay que clausurar.

Gobernar con el pueblo

La democracia ha sido definida como el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo; sin embargo está en crisis de representación y representatividad a causa de una intermediación política poco transparente y nada eficaz. Ante estas circunstancias que día a día se agravan, cuotas de poder, en la práctica social cotidiana, revierten al seno de la sociedad, pero en los términos caóticos de transgresiones y desbordes por la ausencia evidente de espíritu de convivencia y control democrático.

La gente advierte preocupada esta anomalía institucional y paulatinamente se siente agraviada por una anarquía que no favorece a nadie. ¿Cómo se hace entonces para aprovechar la percepción de un poder propio, que tiene que utilizarse para bien, reformando el sistema a favor de todos? La respuesta es precisamente una mayor participación civil que califique a la democracia por su capacidad de gobernar con el pueblo atendiendo sus opiniones, reclamos e iniciativas de la manera más directa posible.

Es una operación al principio minoritaria, de grupos y sectores más conscientes del potencial objetivo que entraña el saber participar, pero luego se convierte en un cambio de actitud a escala social. Este cambio es imposible de realizar sin el surgimiento paralelo, en cantidad y calidad, de líderes comunitarios integrados en la lógica propia de un movimiento que propague con contundencia las manifestaciones de la base. Por ello estos líderes naturales tienen, antes que nada, que inspirar confianza y adquirir prestigio para lograr el desarrollo de su acción, al margen de las pequeñas disputas de partido y de la frivolidad mediática.

Una verdadera militancia de participación requiere “tomar parte” en la realidad tal como se da, sin excesivas añoranzas nostálgicas de “tiempos que fueron mejores”, ni pronósticos apocalípticos que atemorizan y paralizan toda actividad. Se trata, no sólo de neutralizar las corrientes negativas y desmoralizantes que nos agobian, sino de conducir a franjas crecientes de la sociedad civil desde miles de posiciones activas de liderazgo comunitario; y ayudando a vencer la decadencia democrática con la incorporación de fuerzas nuevas, creativas y de reserva.

Asumir la iniciativa

Por lo demás, el concepto de “poder” se vacía de contenido ético cuando no se afianza en una autoridad legítima y eficaz, en cada jurisdicción del país y en cada institución del estado de derecho: ya que en la verdadera acción política se juegan principios morales porque están en conflicto cuestiones vitales de la condición humana. Por eso, volcar la situación sobre el molde de un plexo de valores y buenos ejemplos, produce la consiguiente extensión del radio de contención de los nuevos líderes, dando no sólo más número sino más fuerza al movimiento social, porque éste acumula la energía que se produce cuando se trabaja seriamente en organización y conducción.

Un movimiento es acción multiplicada por el método de su realización en un escenario social determinado. Es fuerza activa que construye poder, o no es un movimiento. Éste es el sentido político de la militancia de participación, al margen del carácter cerrado y fragmentario de supuestas “vanguardias” burocráticas. La clave organizativa no es compleja, porque la propia problemática que se vive, al madurar la crisis, va proponiendo naturalmente objetivos y acciones a quienes están resueltos a asumir la iniciativa.

El ciclo histórico dicta así sus tendencias apropiadas a los nuevos componentes políticos, que las deben asimilar y asumir sus consecuencias. Este aprendizaje sobre la marcha de los acontecimientos, tiene que reflejarse simultáneamente en la ampliación del frente de acción, descartando la rémora del sectarismo que agotó, precisamente, a la etapa anterior. Por esta vía, y cuando ya exista una masa crítica de cuadros, se operará el recambio, pero no impulsado por la mera ambición de cargos y prebendas, sino con conciencia de aporte a la reanudación del proyecto nacional, que es lo que colectivamente importa y queda en la historia.

La cooperación mutua de las distintas generaciones

Liderar es dar vida a las formas orgánicas de la actividad política o social, por obra de la presencia decisiva de aquellos que tienen la fuerza espiritual y el talento necesario para evitar la rutina y la mediocridad de las estructuras inertes. Esta fuerza, que algunos llaman “carismática”, comienza a gestarse en un núcleo de creencias y convicciones, íntimas y poderosas, que se irradian a los demás como prolongación inconfundible del alma de la conducción.

Sin embargo, expresar “lo nuevo” y tener la vocación de consagrarlo en una reforma profunda de la actitud comunitaria, nunca es obra de un “partido de la juventud”, porque supone un proceso largo que exige constancia para persistir en el tiempo. Luego, la clave está en la organización, y en el enlace de las distintas generaciones, sumando las virtudes y neutralizando los defectos inherentes a cada una de ellas. De la generación juvenil su empuje y entrega pero evitando la intemperancia; de la generación intermedia su capacidad organizativa pero evitando las tendencias burocráticas; y de la generación veterana su experiencia y prudencia pero evitando el escepticismo.

Los pueblos constructores de grandes naciones, lo hicieron así, por encima de todas sus penurias y contrastes, porque siempre creyeron que lo mejor de su historia era lo que estaba por venir. Sin esta expectativa creadora hubieran percibido el futuro como una fusión de obstáculos y amenazas, y habrían perdido la virtud cardinal de la esperanza, que tiene el don de aligerar el camino con entusiasmo y fe.

jueves, 22 de abril de 2010

Bicentenario: reconstrucción de la comunidad


Lograr una unidad orientada por la conciencia histórica

Una sociedad irreconciliable es una sociedad dividida, y como tal está en estado de indefensión e incluso de desintegración. En consecuencia, reconciliar a nuestra comunidad es unirla en sus organizaciones propias y libres, e insertarla sinceramente en la articulación de un Estado confiable y eficaz. Aunque la reconciliación nace en el corazón de las personas, trasciende lo individual, lo grupal y lo sectorial, por constituir el ejemplo de unión y pertenencia nacional requerido como prueba de identidad y fortaleza en el concierto mundial.

Es una unidad que, sin desconocer el pasado ni desatender el presente, se dirige al Proyecto Nacional como destino histórico común aún pendiente. Sin embargo, esta proyección nacional y regional tan necesaria no puede hacerse en un marco de ocultamiento, impunidad y olvido; por lo cual hay que observar y ejercer íntegramente el derecho a la verdad, la justicia y la memoria.

Así como en el desarrollo del pensamiento moderno se incorporaron los derechos personales del sujeto, su privacidad e intimidad y el respeto a la otredad; así también se cubrió de contenidos la idea de “conciencia histórica”. Es un concepto paralelo y complementario de los derechos individuales, para evitar que la exacerbación del aislamiento y el individualismo sin sensibilidad social, desemboque en egocentrismo, decadencia y nihilismo por desconocer los sentimientos y creencias fundantes de la comunidad: porque nadie puede realizarse plenamente en un contexto vivencial de frustración.


Derecho universal a la verdad, la justicia y la memoria

El derecho a la verdad es irrenunciable y solidario con los principios y valores que emanan de la libertad, base a su vez de la soberanía popular y del imperio de la ley. Por ello, el recurso a la indagación histórica es una antecedente fundamental de la investigación y sanción judicial. Por otra parte, el conocimiento que adquieren el ciudadano y la comunidad de la historia de su opresión, por fuerzas externas o internas, integra su patrimonio cultural e identidad singular; y brinda la oportunidad moral de la catarsis psicosocial que facilita la reflexión y la autocrítica institucional y personal, preparatorias de un posterior ciclo de reunificación nacional.

El derecho a la justicia es clave en la lucha contra la impunidad amparada en la estructura del Estado y perpetrada en el marco del autoritarismo político y los golpes y dictaduras de todo tipo. La investigación y sanción de la violación de los derechos humanos, surge así con una jurisprudencia de amplio consenso, capaz de establecer una instancia universal basada en declaraciones, tratados, asambleas y cortes penales, de gran resonancia mundial.

Se trata de una parte nueva y muy actual del Derecho Internacional -comenzada quizás con el Derecho Internacional Humanitario que rige en los conflictos bélicos [Convenciones de Ginebra y La Haya]- pero que ahora, para este tema específico, no se reduce al protagonismo de los Estados en litigio, sino que gira alrededor del sujeto de derecho constituido por la persona individual, en su dignidad innata y prerrogativas imprescriptibles.

El derecho a la memoria, completa el ámbito ético y jurídico de los otros dos enunciados, en tanto actúa educativamente para prevenir la repetición de modelos de violencia e intimidación masiva, que tienen a la humanidad en su conjunto como víctima, por efecto recíproco. Para ello, debe conocer los testimonios de los periodos superados, crear espacios comunes de recordación y trasmitir las enseñanzas dolorosas de la historia, frente a las reacciones negadoras de estos hechos, o aún reivindicativas de los métodos violatorios de la condición humana.

Restauración ética del Estado y la sociedad

Es sobre esta base que las responsabilidades individuales no pueden ser excusadas con el principio de obediencia debida, considerada como disciplina ciega respecto a órdenes ilegales que no se deben impartir, ni cumplir, ni permitir. Por eso también, y en última instancia, son los cuadros profesionales del sistema de defensa, los que en el aquí y ahora de la acción, deben garantizar la justicia de sus actos a partir de una sólida formación humanista, un profundo sentido del honor y un exacto conocimiento de sus deberes y obligaciones en la dosificación controlada de la fuerza confiada a su mando.

Reconciliar presupone restaurar la condición ética y moral del Estado, y reimpulsar la participación democrática de la sociedad; porque –en la correcta acepción de los términos- sin ética no hay política, sin política no hay democracia, y sin democracia no hay derecho. Sobreviene allí un ciclo pendular entre autoritarismo y caos, donde el empleo de la violencia revierte desde el Estado a los particulares organizados en círculos de poder, grupos de acción directa o bandas delictivas.

El servicio de justicia, con su misión reparadora en lo espiritual y material, facilitará en el tiempo la reconciliación nacional, potenciada por una nueva etapa política que, ya cumplidos los fines de la actual, sepa sumar a los principios y valores fundamentales de nuestra comunidad, la voluntad estratégica de reconstruir un sistema de defensa actualizado, creíble y suficiente, lo cual incluye asignar los recursos presupuestarios compatibles. Este objetivo servirá a la consolidación democrática, vía el perfeccionamiento factible de la relación civil-militar, y la integración de nuestros esfuerzos confluyentes en una defensa cooperativa regional, a fin de mantener los beneficios permanentes de la paz como recurso estratégico para el desarrollo.

Fortalecimiento de la integración regional

La unión continental de Nuestra América, que estuvo presente como ideal desde la gesta de nuestra independencia, tiene hoy la posibilidad cierta de su realización. Una serie de fenómenos políticos y estratégicos marcan esta evolución posible, al descartar por obsoleto el orden mundial basado excluyentemente en un hegemonismo unipolar. Por consiguiente, la actual etapa geopolítica trata de establecer nuevos equilibrios multipolares que, con adecuadas prácticas diplomáticas multilaterales, sean capaces de lograr una paz internacional bajo el principio de cooperación y no de dominación.

La contribución argentina, que ya en la década de 1950 fue precursora en la posición de ubicar a la región como clave de un proyecto de desarrollo y defensa mancomunado con los países suramericanos, implica sustentar la teoría y la praxis del continentalismo. En el aspecto geoeconómico, esta actitud presupone percibir la ventaja de un vasto espacio articulado en lo productivo, pero sin los límites excluyentes de la especulación ultracapitalista, que suele afectar la cohesión territorial y social de los pueblos, dañando además el medio ambiente y el equilibrio ecológico, y despilfarrando recursos naturales vitales para un desarrollo autosustentable.

En el aspecto cultural e institucional, la integración incluye el esfuerzo paulatino y sostenido de construir una ciudadanía regional, definida por valores, principios y criterios similares y afines, con sentido de identidad y pertenencia continental. Para ello, es preciso recuperar el rol del Estado, negado por las ambiciones y presiones transnacionales, y fomentar una educación dirigida a una convivencia responsable para una asociación estratégica fecunda y perdurable.

La región, integrada en un sistema moderno, eficaz y productivo, libre de las trabas explícitas o encubiertas de los intereses de las grandes corporaciones monopólicas, es la herramienta poderosa que hoy se destaca en el horizonte mundial, para asegurar la prosperidad y la pacificación internacional. Sin ella, no hay ninguna posibilidad de alcanzar, en forma separada y aislada, los objetivos trascendentes del Proyecto Nacional de cada país en su expresión más amplia.

Coordinación de la defensa regional

La Unión de Naciones Suramericanas – UNASUR- en un paso inédito, ha tomado la iniciativa de crear el Consejo Suramericano de Defensa para consulta, cooperación y coordinación de sus Estados Miembros en este ámbito especifico, y con la finalidad superior de consolidar a nuestra región como zona de paz. Con tal propósito, promueve la solución pacífica de las controversias y fomenta las medidas de confianza mutua y transparencia que fortalecen la estabilidad y previenen conflictos.

En el ordenamiento interno de los participantes, se afirma el pleno reconocimiento de las instituciones encargadas de la Defensa Nacional, que están consagradas en sus respectivas Constituciones; al par que destaca la subordinación de éstas a la autoridad civil legalmente establecida. De igual modo, señala la responsabilidad y participación ciudadana en los temas de defensa, en cuanto la define como bien público que atañe al conjunto de la sociedad, lo que equivale a considerarla insoslayablemente un deber y un derecho comunitario.

La Defensa Regional parte del respeto irrestricto a la soberanía, integridad e inviolabilidad territorial de los Estados; la no intervención en sus asuntos internos y la autodeterminación de los pueblos. En esta índole de principios fundamentales, rechaza la presencia o acción de grupos armados al margen de la ley, que ejerzan o propicien la violencia cualquiera sea su origen.

Con esta orientación, que debe difundirse, perfeccionarse y consolidarse en una nueva entidad e identidad defensiva de alcance regional, será posible generar los consensos necesarios para la cooperación en el marco de las políticas de Estado destinadas a coordinar esos esfuerzos en forma progresiva y flexible. En el mismo tono, es necesario fortalecer y apoyar a los Ministerios de Defensa como organismos idóneos de conducción superior; integrar una red de institutos de formación y capacitación conjunta y combinada; y vincular los distintos centros de investigación científico- tecnológica y los emprendimientos de producción para el sector.

Es una decisión impostergable dejar la situación de dependencia científico-tecnológica y de indefensión industrial y logística que implica ser importadores netos de equipos y materiales para la defensa. Tomar este camino abrirá un gran horizonte de iniciativas bilaterales y multilaterales para alcanzar niveles de industrialización, no sólo imprescindibles para la seguridad estratégica, sino para su articulación y aporte a la producción civil.

Compromiso y participación de la sociedad

Lo importante en la definición del Proyecto Nacional son los impulsos vitales que se autoafirman, basados en arquetipos históricos y culturales generadores de nuestra singularidad como país. Su guía insoslayable, le otorga aliento y vocación de sentido trascendente al proceso cíclico de nuestra trayectoria en el concierto mundial. Es conveniente rescatar la dimensión de la gran política, aplicable a las categorías propias de la planificación estratégica, única forma de movilizar todo nuestro potencial humano y de recursos naturales disponibles. Una visión deseable de país a realizar, con perspectiva de acceso inteligente al futuro; una resolución general de nuestra problemática, traducida a una serie coherente de ideas-fuerza como vectores bien orientados del pensamiento nacional en todas las áreas de actividad.

Es una necesaria arquitectura vertebral del cúmulo de políticas de Estado consensuadas, que debe llevarnos a un porvenir de mayor desarrollo político, económico, social y cultural, con la participación de las grandes mayorías populares. Esfuerzo integrador, progresivo y de largo plazo, que tiende a reconfigurar históricamente la personalidad del país, mas allá de la alternancia gubernamental y de los matices ideológicos que califican la pluralidad democrática.

No es un proceso abstracto ni mecánico sino orgánico, por la estructuración natural, no forzada, de todas las fuerzas representativas y la ciudadanía en general. Con este propósito, hay que crear espacios de reflexión e intercambio de análisis, experiencias y propuestas. Recordemos que no hay sociedad sin conflicto, pero tampoco democracia sin diálogo; por eso, plantear un debate sincero y constructivo no es una ingenuidad. Representa la única posibilidad de moderar, integrar y sintetizar una multiplicidad de objetivos y procedimientos, que pueden y deben ser compatibilizados: es la alternativa positiva a los riesgos provocados por la intolerancia reiterada, la división agresiva y la violencia latente.

Construir una voluntad de sentido histórico y de convivencia comunitaria exige una Defensa Nacional de carácter integral, como ya la hemos definido, incluyendo su necesaria proyección regional dentro de la tendencia geopolítica continental y mundial. Esta tendencia muestra también que las crisis irresueltas de identidad nacional, al agravarse, atraen el peligro de vacío institucional y fragmentación territorial. El pensamiento estratégico, en este orden, debe preservar la unidad y la integridad nacional, no únicamente con la acción del gobierno y las instancias del Estado, sino con la franca participación de la sociedad en su conjunto, sus organizaciones e instituciones. Obviamente, aceptando los problemas que enfrentamos, que no deben ni negarse ni exagerarse, para asumir con entusiasmo los compromisos actuales de nuestra comunidad de pertenencia.

miércoles, 21 de abril de 2010

Bicentenario: reflexiones sobre la defensa.


Superar el subdesarrollo estructural e institucional


Vivimos tiempos de bicentenario en todos los países hispanoamericanos, con pequeñas diferencias cronológicas que son apenas pocas líneas en el denso registro de una historia común. No podría ser de otra manera porque, a despecho de visiones aisladas y estrechas, somos parte por igual de la fragmentación del imperio español en estas tierras de pueblos originarios presididos por grandes culturas autóctonas. Somos también producto de las condiciones creadas por otras potencias europeas, que deseaban suceder a la antigua metrópoli con sus propias influencias hegemónicas.


Objetivamente, no podemos desconocer ni la derrota de civilizaciones asombrosas, pero distintas en sus ciclos tecnológicos y por lo tanto inermes frente a la invasión de ultramar; ni tampoco obviar las injusticias de todo imperio territorial y virreinal volcado a la extracción de riquezas y recursos; ni ignorar los nuevos métodos neocoloniales que se impusieron basados en la explotación económica y financiera. Sin embargo, nuestra virtud esencial fue entonces la decisión de emanciparnos y la vocación espontánea de hacerlo unidos y solidarios, según el testimonio irrebatible de las grandes campañas libertadoras.


Pero, ni la opción por la independencia fue integral, porque desconoció el valor de la autodeterminación económica; ni la libertad incluyó la justicia social y el desenvolvimiento de una verdadera democracia. Así, por la ley de hierro del subdesarrollo crónico, se expresó la violencia estructural en la forma de golpes, represiones, revoluciones, contrarrevoluciones y guerras fratricidas de frontera. Por eso el hito de los 200 años de una trayectoria aún truncada, es propicio para reflexionar sobre nuestro destino, empezando por desentrañar el fatalismo de la violencia y su secuela de anarquía, dictadura y autoritarismo que le resultan políticamente consanguíneos.

No decimos “violencia” en el sentido restringido a los enfrentamientos cruentos, porque pensamos que toda imposición de fuerza, incluso la encubierta en los manejos venales de las democracias a medias, también violenta las vidas individuales y la existencia conjunta de la comunidad. Por ello, hay que revisar la “constitución real” de nuestras sociedades en sus hábitos cotidianos de relacionamiento colectivo, y compararla con la “constitución legal” de nuestros Estados que tantas veces se ignora o incumple. De este debate surgirá que el primer mérito de un futuro diferente, deberá ser nuestro desarrollo estructural e institucional, para encarnar definitivamente el bien común en acción.


Dicho de otro modo, es conveniente iniciar una serie de reflexiones sobre el bicentenario con el tema primordial del perfeccionamiento de la relación civil-militar, dentro de un enfoque democrático moderno y constructivo: porque esta relación estuvo en el principio de nuestra fundación como estados independientes. Y porque ella, con sus aciertos y errores, ha seguido prácticamente hasta hoy todas las vicisitudes de nuestro devenir político e institucional. En consecuencia, y aunque ahora aparecen otros problemas determinantes en lo económico y social, consolidar una defensa republicana y democrática será la clave de la estabilidad y la viabilidad que requiere la solución de toda crisis estructural contemporánea.



El Estado de Derecho como logro de la evolución cultural


El Estado de Derecho, como convicción y disposición de toda una comunidad a vivir bajo el imperio de la ley y de las normas regulatorias del conjunto nacional en lo político, económico y social, comienza sin duda en la elección democrática del gobierno, como expresión de la libertad y soberanía del pueblo. De esta manera, se acota el acceso al poder legítimo y se limita racionalmente su ejercicio de acuerdo al ordenamiento constitucional y jurídico-legal vigente.

Por consiguiente, el procedimiento democrático por excelencia es la celebración de elecciones periódicas, libres y basadas en el sufragio universal y secreto de las autoridades ejecutivas y legislativas en el plano nacional, provincial y municipal. En cuanto a la gestión del gobierno así elegido, debe responder al orden normativo antedicho; la acción de los organismos institucionales de control democrático del poder; y la propia iniciativa de petición y reclamo de los ciudadanos, de manera individual o grupal, para perfeccionar las vías de participación.


En este marco, adquieren su valor singular los Derechos Humanos, por el reconocimiento de la existencia innata de determinados atributos de la persona que deben ser inviolables por el poder público, al margen de interpretaciones ideológicas sesgadas. Estos derechos protegidos, al ser parte destacada del bien general, no se reducen a un área, sino que todo el aparato gubernamental tiene que asegurar su vigencia, sea por la vía de los derechos civiles y políticos, sea por la vía de los derechos sociales y culturales, para una vida digna y trascendente.


Para vigilar el cumplimiento de estos derechos, sancionar su violación, restablecer su vigencia y reparar sus daños, es fundamental la garantía que brindan el principio de legalidad; la separación e independencia de los poderes -especialmente el poder judicial- y la responsabilidad individualizada en el desempeño de funciones públicas. Esto último implica que los funcionarios respondan y asuman las consecuencias penales del uso indebido o excesivo del poder, sin ampararse en códigos políticos, profesionales o corporativos.



Recoger la experiencia histórica fortaleciendo el orden constitucional


Obviamente, el atentado más grave que se puede cometer contra la democracia, como forma evolutiva de la convivencia humana, es la ruptura o alteración del orden constitucional. La experiencia señala que los modos más habituales de intervenciones antidemocráticas han sido, lamentablemente, las dictaduras militares o cívico-militares, cuya pauta repetitiva es el desconocimiento de la soberanía popular, la negación del Estado de Derecho y la violación de los Derechos Humanos en un tríptico potenciador de una continua escalada represiva.


En estos casos, el poder es tomado ilegalmente por una minoría autoritaria, para servir sus propios intereses sectoriales, militarizando crecientemente al Estado y aún a la sociedad; y utilizando a las fuerzas armadas, fuera de su función legítima, como “partido militar” y fuerza de ocupación de su propio país. Aunque de ninguna manera son argumentaciones aceptables, los golpes de Estado han invocado algunas motivaciones para interrumpir, provisoria o permanentemente, la normalidad institucional; estas son: el autoritarismo, la corrupción, la anarquía y la violencia facciosa como modo de acción política.


Desde el punto de vista ético-político, es necesario recoger esta experiencia histórica, fortaleciendo a las instituciones de la democracia, y en particular observando su plexo de deberes y derechos básicos. El autoritarismo, por ejemplo, es contrario a la metodología democrática que, no sólo exige ciertos procedimientos consensuados y compartidos de decisión, sino todo un procedimiento de codeterminación del pueblo y sus representantes: la minoría respetando los derechos de la mayoría y viceversa. La negación o anulación de alguno de estos dos términos interactuantes – oficialismo y oposición- degrada al sistema en su conjunto y lo expone a riesgos innecesarios.


De igual modo, la corrupción, y sobre todo la corrupción administrativa impune, afecta la confianza de la ciudadanía en el gobierno y el Estado, promoviendo paralelamente la indiferencia, la indolencia, el desánimo y hasta graves niveles de caos social. Esta situación, sumada a eventuales crisis de representatividad política y atomización partidaria, puede aumentar la percepción de inseguridad general, motivando cuadros de maltrato e irritabilidad urbana, como caldo de cultivo de actitudes antidemocráticas.



El principio estratégico de unidad de conducción y acción


En la jurisprudencia de todos los países organizados del mundo, el Estado es el depositario de la fuerza, debiendo ejercer legal y adecuadamente el monopolio de la capacidad de coerción, con claros fines de bien común. Esto significa que la sociedad renuncia a la violencia y la delega en las autoridades, dentro del orden constitucional y legal establecido, para superar los esquemas primarios de la “justicia por mano propia”, el revanchismo y el permanente “ajuste de cuentas” entre particulares, ya que el derecho es lo contrario a la venganza. Esto vale también para enfrentar decididamente, en el ámbito que corresponda, la ola creciente de criminalidad y delincuencia que ha degradado nuestra calidad de vida, con la complicidad de una excesiva tolerancia.


Con esta exigencia de justicia interna y externa, que en el campo internacional requiere soberanía e integridad, se organizan las fuerzas policiales, las fuerzas de seguridad y las fuerzas militares. Este despliegue se conduce centralizadamente a partir de la Presidencia de la Nación, como Jefatura del Estado y Comandancia en Jefe de las Fuerzas Armadas. La concentración de la autoridad suprema, según la evolución de la práctica histórica, garantiza el imprescindible principio estratégico de unidad de conducción y de acción, asegurando la verticalidad en la cadena de mando de los funcionarios designados expresamente a este fin.


Desde siempre ha sido motivo de análisis, discusiones y tensiones la aparente paradoja existente entre el carácter democrático del “todo” a proteger -el Estado organizado bajo un régimen republicano y democrático- y la “parte” asignada a su defensa, estructurada bajo una cadena de mando y disciplina rígida de carácter castrense. Esta situación, especialmente compleja en los momentos de emergencia o periodos de crisis, es la que obliga a profundizar los estudios institucionales, a la luz de los cambios de la realidad mundial y en el derecho nacional e internacional, producidos después de las dos grandes guerras del siglo XX, el proceso de descolonización territorial, y últimamente con la conclusión de la llamada Guerra Fría y la aparición de nuevas formas de conflicto armado.



Eliminar la arbitrariedad del poder


De acuerdo a la modernización jurídica específica, la relación fundamental entre el régimen democrático y el sistema de defensa tiene que regularse por un ordenamiento actualizado, que aún en situaciones extremas, como la declaración oficial de “estado de sitio”, elimine la arbitrariedad absoluta del poder, y descarte la utilización de mecanismos improcedentes tal como la aplicación de la llamada “ley marcial”. Para ello, se requiere la existencia de un sistema judicial con independencia, honestidad y fuerza para encarar los procesos que se deriven de la interpretación puntual de estas situaciones estrictas de excepción.


Otros elementos coadyuvantes a la mitigación en el empleo de la fuerza y la violencia institucionalizada es la división clara y estricta entre defensa exterior y seguridad interna; que en el caso argentino está consagrada en la legislación vigente, con el fin de evitar la policialización de las fuerzas armadas. Otros países hermanos, ante la gravedad de cuestiones criminales como el narcotráfico, están apelando al recurso de la fuerza militar, con el inconveniente de que ella no es idónea ni está capacitada para este tipo de lucha; incluyendo el riesgo de exponerse a denuncias por violación de los derechos propios de una sociedad sin guerra convencional.


En este orden también es correcto superar el viejo fuero castrense y delimitar un nuevo Código de Justicia Militar dirigido exclusivamente a las faltas disciplinarias específicas de la profesión y la actividad castrense; y encuadrar el tratamiento de los delitos de orden general en la jurisdicción igualitaria del Código Penal. Por consiguiente, es en el conjunto de la sociedad argentina donde deben operarse estos cambios necesarios, y no aisladamente en el componente defensivo y militar. De esta manera, se consolidará la conducción político–institucional de origen civil del sistema de defensa; y se lo dirigirá con auténticas políticas de Estado sin desviaciones sectoriales ni partidistas.


Con el logro de un profesionalismo estable y de excelencia, se manifestará el apego de estas instituciones -imprescindibles para la defensa integral y constitucional- al régimen republicano y democrático y al Estado de Derecho que lo expresa. Es decir, un nivel evolucionado de la conciencia nacional y comunitaria que garantice para todos, incluyendo por supuesto a los ciudadanos militares, el principio de judicialidad concretado en el juzgamiento por los jueces de la Constitución en debido y razonable proceso, eliminando cualquier forma de discriminación en el marco de un orden social más equitativo y justo.


No podemos dejar de decir que el ángulo opuesto a la arbitrariedad del poder por el autoritarismo, es la anomia y la desarticulación ciudadana. Se unen así dos antivalores nefastos: la falta de sentido comunitario de la política, y la falta de sentido cívico de la vida. Luego, la política se desentiende de la historia, y la existencia personal se hace trivial y efímera. Es la decadencia prematura de una sociedad sin fines trascendentes, que no se identifica a sí misma y deja las preguntas existenciales sin respuesta. La recuperación del protagonismo del pueblo está, por dicha causa, en el intento reflexivo de asumir esos interrogantes, antes de la disolución pasiva en el anonimato del silencio.

martes, 20 de abril de 2010

Argentina y Perú; hermandad histórica y asociación estratégica.


La deuda de honor de un desagravio institucional

En una fórmula ajustada al vínculo y tratamiento de las relaciones entre Estados soberanos, la presidenta argentina Cristina Fernández realizó una visita oficial al Perú, que calificó de “desagravio institucional y reparación histórica”; agregando - en el marco de un homenaje al pie del monumento al General San Martín, prócer de la independencia de ambas naciones- quién su presencia testimoniaba la superación de “enojosos episodios”, refiriéndose sin necesidad de explicitarlo a la venta de armas a Quito durante el conflicto de 1995 en la Cordillera del Cóndor, un sector litigioso de la extensa frontera entre dos países de la hermandad latinoamericana.

El hecho alcanzó la repercusión compatible a la condición diplomática de la Argentina como uno de los 4 países garantes del Protocolo de Río de Janeiro que, en 1942, puso fin a la guerra, lo cual no sólo imponía la neutralidad militar argentina, sino el trabajo político de ayudar a solucionar las diferencias por medios pacíficos. Ocurrió que, en tiempo de paz, nuestra empresa Fabricaciones Militares, por su capacidad tecnológica, mantenía relaciones comerciales y de intercambio con las empresas equivalentes de los dos países, pero el problema consistió en que la venta de armas continuó después de iniciadas las hostilidades limítrofes, lo cual fue percibido en Perú como una vía de intervención injusta y desequilibrante, que afectaba las relaciones históricas con la patria del Libertador.

En realidad, y como se supo después y lo reconocimos todos, esta venta fue ilegal, con documentación fraguada, configurando una operación de contrabando de una asociación ilícita con determinados culpables individuales; y de ningún modo era parte de la posición oficial ni de la política exterior argentina. Aunque no es motivo de esta nota entrar en detalles de este asunto lamentable, hay datos confirmados que develan la actuación de terceras organizaciones de otras potencias, como el hecho relevante de que el transporte aéreo fue realizado por una aerolínea perteneciente a la CIA , con pilotos estadounidenses y formularios de compra-venta vencidos correspondientes a las operaciones de apoyo a los “contra” de la revolución sandinista en Nicaragua.


Un gesto apreciado por su valor y coraje

Saldar la “deuda de honor” de este “desagravio institucional” fue destacado por el canciller del Perú, quien resaltó que éste ha sido un “gesto de valor y de coraje” que permitirá restablecer plenamente las relaciones bilaterales entre países hermanos. Asimismo pidió voltear la página de esta historia, ya que “siempre sostuvimos que durante esta lamentable época de corrupción hubieron responsables conocidos”.García Belaúnde garantizó que ahora, libres de algunos desencuentros; las relaciones avanzan en un buen momento, señalando el carácter atlántico de la Argentina que, mediante tratados políticos y comerciales, “brindará muchos beneficios económicos y sociales a los peruanos”. En tal contexto, reiteró la posición permanente del Perú a favor de la soberanía argentina en las Islas Malvinas “porque se trata del último enclave colonial en nuestra región”.

Cristina Fernández también ubicó a la gesta de 1982 en el centro de su conversación con el presidente Alan García, al destacar el conflicto de Malvinas, cuando “en un gesto único en la América del Sur pusieron aviones, pilotos y misiles para la causa argentina”.


La asociación estratégica

Para resumir la significación de esta visita de Estado, es conveniente enfatizar algunos conceptos vertidos por ambos mandatarios en la ceremonia de condecoración con la orden “El Sol del Perú” creada por el Gran Capitán de los Andes en 1821. Alan García recordó que históricamente esta condecoración había sido otorgada a “grandes mujeres que lucharon por la libertad de Nuestra América como Rosita Campuzano y Manuelita Sáenz”, precisamente durante el Protectorado sanmartiniano.

A su vez, Cristina Fernández, al considerar la distinción “como un honor inmerecido” anticipó que en el bicentenario de la Revolución de Mayo de 1810, se inaugurará en la Casa Rosada el Salón de los Patriotas Latinoamericanos. En él figurarán el precursor Túpac Amaru y Víctor Raúl Haya de la Torre , fundador en 1924 del APRA (Alianza Popular Revolucionaria Americana) como primer movimiento de masas con un ideario de integración continental.

Bajo estos auspicios que trascienden lo meramente protocolar, Argentina y Perú por medio de sus más altos representantes políticos y de diplomáticos, acordaron relanzar las relaciones bilaterales en el plano superior de una asociación estratégica. Es el tipo de vinculación estrecha e integral imprescindible para fortalecer el proceso de unidad regional que, desde una geopolítica y una economía responda con eficacia a las transformaciones actuales del orden mundial.

Los 13 acuerdos y convenios suscriptos en la oportunidad y el posterior recibimiento, discurso y distinción por el Congreso Nacional del Perú, concluyó por dar forma institucional a la presencia presidencial, como un verdadero acto de Estado concebido por encima de todo partidismo. En la perspectiva del tiempo, y después de una demora de más de 15 años, llega este mensaje imprescindible que marca un antes y un después de las relaciones entre Buenos Aires y Lima. Los argentinos que solemos hacer gala de un análisis muy crítico de la política, tenemos aquí la ocasión de una valoración objetiva e innegable; porque en casos como éstos lo que corresponde, precisamente, es no sólo volver a la relación anterior al incidente, sino aprovechar el reencuentro para proyectarla con vocación de futuro.


Un testimonio personal

El tema admite un testimonio personal, ya que las circunstancias me llevaron a cierta participación para cumplir con lo que entendí era una obligación ética y política. En efecto, tuve el honor de ser Embajador en el Perú. Este alto cargo diplomático vino a culminar una larga trayectoria de conocimiento y afecto por el país hermano, iniciada con las lecturas juveniles de la campaña sanmartiniana; luego los viajes a Lima como cadete abanderado del Colegio Militar (1960) y becado con la Escuela Naval (1962). Lima fue también mi primer destino diplomático como Cónsul General (1975) y después el comienzo de mi exilio durante la última dictadura.

Fueron muchos años de vivir intensamente y recorrer toda esa realidad distinta y complementaria de la nuestra, creando lazos de amistad y compañerismo; y conociendo a personalidades políticas como Haya de la Torre y su discípulo Alan García; todo lo cual se potenció años después en una gestión fructífera como Embajador (1989-1993). De ahí que, al producirse el contrabando de armas, llevé adelante una fuerte acción para reparar el daño, identificando a los culpables materiales y exigiendo apartar de la administración a los funcionarios responsables, sea por omisión o tolerancia con esos graves hechos. Esta actitud repercutió significativamente en la prensa argentina y peruana de entonces y posteriormente originó mi condecoración en Lima con las Palmas Sanmartinianas, que se sumaron a las generosas distinciones que recibí de este país hermano.