sábado, 27 de agosto de 2011

LA ACCIÓN EFECTIVA DEL INTERÉS SOCIAL COMPARTIDO

La decisión de tener un destino

Se suele llamar destino a la trayectoria que une existencia y significado; porque define el transcurrir de una vida intensa, con una razón que la fundamenta y una causa que la justifica. Una manera concreta de adquirir este significado es la participación social en la vida comunitaria, a condición de no incurrir en las malas prácticas de la baja política; porque sólo la vocación sincera por grandes ideales da sentido cierto a la militancia solidaria.

Participar con la categoría verdadera de ser militante requiere tener libertad de iniciativa e impulso para incluir, con humildad y decisión, la propia posición en el futuro histórico de la comunidad, que se define en un complejo cruzamiento ideológico de perspectivas personales y grupales. Para ello, hay que partir de los arquetipos fundadores de la nacionalidad, a fin de sentir la influencia nutriente de nuestras raíces; sin perjuicio de redimir aquellos aspectos del pasado que enjuiciamos negativamente, convirtiendo así el presente en el inicio compartido de una trayectoria superadora.

Los hechos históricos se actualizan y perduran confluyendo con las innovaciones de la actualidad. Por eso, no se debe perder nunca la fe en el progreso social y, con ese espíritu, trabajar por la renovación ética y política que es imprescindible para retomar una historia común, con esperanza y entusiasmo. Es una resolución de un instante, de un momento de decisión, pero que está conectado con los ciclos prolongados de las grandes causas, por lo cual luego constituye un compromiso que demanda continuidad y constancia.

Para que la vida continúe con la energía moral que requiere afirmarla e intensificarla, y no sólo sobrevivir sin destino, es necesario descartar la debilidad que impone el nihilismo: porque él significa la pérdida de toda valoración de la existencia, y el extravío de toda guía orientadora en el mundo que nos rodea. Es la alternativa negada de la actitud pasiva o depresiva de aquellos seres indolentes respecto de la construcción moral y material del país, o indiferentes a causa de la corrupción e ineptitud de algunos dirigentes.

En la evidencia interior que funda la toma de conciencia, hay que saber reconocer y respetar los valores que siempre están detrás de los razonamientos y las explicaciones; porque ellos surgen directamente de exigencias imperativas para preservar la vida del individuo y de la sociedad. La comprensión de estos valores, que devienen principios y reglas para la realización personal y colectiva, lleva naturalmente a sentir la obligación de actuar y de hacer; y también a la necesidad de integrar una fuerza orgánica capaz de contener y sostener las expectativas que genera.

Expectativas de justicia, no de venganza, porque la venganza continúa el círculo vicioso de la injusticia. Expectativas de apertura, porque el absolutismo ciega. Expectativas de igualdad, porque nada ni nadie debe estar por encima de la ley. Expectativas de progreso, porque es absurdo y cruel mantener los mecanismo de una economía restringida que acumula riquezas en una minoría especulativa y excluyente.

La participación en actitud protagónica

Ser parte de una sociedad exige inscribirse en el juego múltiple de relaciones entre las personas que en ella se agrupan. Implica el entramado de articulaciones de todo tipo, que van desde el recorrido más o menos anónimo de espacios comunes, hasta vinculaciones definidas por motivos laborales, vecinales, culturales y aún los propios de la esfera pública. La participación, precisamente, implica una actitud protagónica, que da mayor profundidad al sentido y sentimiento de la vida, de modo inverso al despilfarro de posibilidades que determina el aislamiento y la apatía.

Por consiguiente, la simple agregación de quienes habitan una geografía particular no crea una sociedad. Ella se conforma gradualmente en el tiempo, al adquirir los caracteres progresivos de su identidad cultural, y al elaborar los rasgos normativos de una unidad sólida e integradora. Así se establecen las formas institucionales que tienden a encausar las tensiones que siempre aparecen por el logro de la supremacía entre sus distintos sectores, porque es insoslayable consolidar un ordenamiento coherente para evitar la división y la anarquía.

La realidad de la condición humana se manifiesta, como hecho probado en todas las épocas, en la persistencia de sus conflictos de organización y de poder, lo cual lejos de disimularse o exagerarse, con visiones ingenuas o perversas que niegan por igual su categoría histórica, enfatiza la necesidad de la conducción prudente y persuasiva. Ella descarta el fatalismo de la confrontación total y permanente, por la búsqueda de coincidencias básicas tras objetivos y metas específicas de bien común.

Resumimos así una serie de postulaciones indispensables para evolucionar como sociedad civil moderna y organización estatal soberana. El derecho a la libertad, con el deber de sostenerla por la participación responsable y la tolerancia. El derecho a la normalidad institucional, con la defensa de la unión nacional y el orden constitucional. El derecho a la paz interna, por el ejercicio del diálogo y el logro de niveles crecientes de concertación política, económica y social.

La organización social con eficacia

La razón se constituye por la voluntad de saber, aplicando nuestra capacidad inteligente a la búsqueda y comprensión de la verdad. Es la autoconciencia del “darse cuenta” con que logramos conocimientos fundamentales para la vida en comunidad. Sin pretender la verdad absoluta que propugna el dogmatismo y el fundamentalismo, hay un camino práctico para aportar “nuestra verdad”: no querer engañarse, no querer engañar y no querer ser engañado, luchando simultáneamente contra el conformismo, la manipulación y la ingenuidad.

En la acción social la verdad se vincula directamente a la realidad. El axioma “la única verdad es la realidad” recusa la retórica artificiosa y la falsa apariencia que inducen la involución cultural de la sociedad. Pero la realidad no es estática, sino que se transforma con las acciones que se realizan para modificarla; situación que define “la realidad efectiva”, que es la definición que destaca la producción y la acumulación de efectos de cambio sobre la sociedad.

La dimensión del esfuerzo exigido para obtener resultados reales en el campo de la solidaridad, lleva racionalmente a considerar la insuficiencia de la participación como hecho individual y, por ende, a la necesidad de la participación como hecho colectivo, configurando la parte correspondiente del “nosotros social”. Aparece aquí el concepto de organización, cuya importancia en el aspecto teórico y técnico del pensamiento social le confiere categoría filosófica, al condenar la improvisación de procedimientos con la excusa del pragmatismo.

La construcción que responde al “arte de organizar” otorga permanencia y eficiencia al agrupamiento interactivo de quienes están juntos para hacer una tarea en común. Una tarea que se basa en el desarrollo integral del principio de unión y de unidad, ordenando y potenciando todas sus formas y modos de acción (sindicalismo, cooperativismo, mutualismo, etc).

La comunidad solidaria

La solidaridad se verifica con la ejecución práctica en el terreno, donde la sociedad, en sus diversas manifestaciones, puede postular y desplegar sus potencialidades de acción. En lo concreto, la participación surge inicialmente de grupos homogéneos respecto a su ubicación social, laboral o territorial, donde es más fácil identificarse en un “espíritu de cuerpo” para llevar a cabo un trabajo de equipo. De esta manera, el idealismo de la lucha por la dignidad y la autodeterminación, se conjuga con el realismo de los propósitos perseguidos legítimamente por cada sector.

Ahora, la construcción amplia de la comunidad demanda avanzar hacia un nivel más incluyente, donde lo homogéneo debe servir a lo heterogéneo y lo corporativo tiene que abrirse al conjunto como resolución dinámica de toda tendencia purista o sectaria. Por consiguiente, las diferencias son incorporadas desde esta perspectiva abarcadora, como matices enriquecedores del eje principal de la actividad orgánica, sumando nuevos contingentes con sus propias ideas y metodologías, sin debilitar la convergencia que es clave para el éxito.

En línea con este objetivo superior, es natural imaginar la posibilidad de un modelo de confluencia de todas las iniciativas y movimientos sociales. Este modelo, en principio, parte del valor supremo de la libertad, pero no en el sentido del liberalismo que consagra el individualismo absoluto a expensas de la equidad. De igual modo, del valor de la vida colectiva, pero no al precio del totalitarismo que deshumaniza y masifica. El equilibrio, entonces, entre los extremos del individualismo y el colectivismo es la comunidad organizada solidariamente, para la vigencia armónica de la libertad responsable y la justicia social.

Amalgamar idealismo y realismo

La comunidad, conviene precisarlo, es una forma definida de la organización del pueblo que, por su intensa “acción reciproca”, supera de algún modo el concepto más laxo de sociedad civil. Presupone una mayor intercomunicación e integración de conjunto para alcanzar fines trascendentes, aprendiendo a compartir sin dividir por la generación de compartimentos rígidos. Como tal, requiere un alto espíritu de colaboración y supervisión social para aumentar proporcionalmente la producción y la distribución de bienes culturales y materiales.

Asimismo, la noción de solidaridad agrega la exigencia de “coherencia interna” e interdependencia, que afecta y compromete por igual a cada integrante de la comunidad por el total de sus avances y retrocesos. Significa que no se actúa allí por generosidad como virtud moral individual, sino por la motivación del interés compartido entre todos como virtud social. En consecuencia, la comunidad solidaria, al amalgamar la vocación de corregir las carencias sociales, con el realismo del beneficio mutuo, supera el mero “voluntarismo” que trata de apoyar a los sectores excluidos, pero sin una acción transformadora. Y también, se distingue del “progresismo”, en tanto éste se limita a una pose intelectual sin fuerza orgánica para revertir los casos precisos de injusticia social.

Para finalizar, digamos que así como no hay desarrollo social sin organización social, no hay organización social sin liderazgo solidario. Es decir, sin un sistema de conducción extendido a miles de cuadros con verdadera capacidad y arraigo. Ellos tienen la función ineludible de garantizar los lineamientos éticos y la eficacia ejecutiva de los programas aplicados en la base, para lograr con la convicción y colaboración de sus equipos, una construcción comunitaria válida y permanente.

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