miércoles, 3 de marzo de 2010

Hacia la organización de Estados de nuestra América.

La autonomía factible en un mundo contemporáneo en transición

La Cumbre de la Unidad realizada por lo más altos representantes de nuestros países en la Riviera Maya , México, parece apuntar decididamente a construir un espacio común para el desarrollo sostenible de América Latina y el Caribe por nosotros mismos, sin tutelas ineficaces respecto al propósito de la integración. La Declaración de Cancún del 23 de febrero de 2010 así lo define claramente, más allá de la reiteración de múltiples expresiones de deseo y promesas de hermandad, que son propias de estos tediosos documentos diplomáticos. Pero ésta no fue simplemente una reunión más.

Han trascendido, además, algunas de las posiciones y discusiones contrastantes, tanto aquellas de la retórica grandilocuente, como alguna otra de un mandatario que, por sus compromisos demasiado visibles con el hegemonismo, concurrió al final de la reunión con fines divisionistas para frustrar el acuerdo. Pero éste prevaleció, sin duda, ante la persistencia de la evidente ineficacia de la OEA , creada en 1947 en una situación geopolítica totalmente distinta, como la calificó hace poco tiempo el presidente del Brasil.

Por lo tanto, se hace dificultoso continuar con la escenificación de un organismo obsoleto, de obediencia a un poder de otro origen cultural y visión geopolítica, que no tiene intereses de transformación y desarrollo para nosotros, sino sólo estrategias estáticas de retaguardia de seguridad y reserva territorial. Una forma, lamentablemente, de perpetuar la consigna real para el “patio trasero” de la Doctrina Monroe : América para los norteamericanos.

Allí está sin embargo la América del Sur, que se encuentra asimilando la larga frustración de las políticas nacionales locales, aisladas y desintegradas, en forma inversa a la tendencia geopolítica universal. Ésta, luego de la creación de las nacionalidades modernas, se dirigió a la articulación de los estados continentales, como único camino para superar las desigualdades internas y producir un desarrollo industrial y tecnológico competitivo.

Este proceso de cambio, hoy notoriamente demorado en nuestro continente, debe partir de un pensamiento estratégico situado, desde nuestra propia perspectiva, apuntada a los objetivos regionales, que contienen los verdaderos objetivos nacionales, Pensamiento que ofrece el agregado invalorable de superar lo meramente declamativo e indicar la vía y metodología de acción, con una masa crítica de esfuerzo suficiente para poner a rendir al máximo nuestros recursos y posibilidades. Esto es la llamada “Segunda Independencia”, porque implica asumir los desafíos y los riesgos de la autonomía posible en un mundo contemporáneo en transición, con su respectiva incertidumbre estratégica.

La integración como proceso amplio y progresivo, pero irreversible

La integración gradual, pero firme y progresiva, se inscribe en el pasaje de una globalización asimétrica, a la meta de un universalismo ecuánime, como proyecto irrenunciable de una política exterior digna, sin sumisión ni soberbia. Porque hoy los poderes dominantes, en su expansión ilimitada, pueden controlar por mucho tiempo cada vez mayores espacios económicos y territoriales, basados en los medios tecnológicos a su disposición, lo que hace inocuas las reacciones individuales y aisladas de los países dependientes, incluso en los foros y asambleas “tercermundistas”.

En fin, no hay otra alternativa de sobrevivencia que involucrarse, con unidad y fuerza, en la reconfiguración geográfica de la producción, el transporte y el comercio en su despliegue mundial. Una decisión autodeterminante y mancomunada que significa entrar a funcionar paulatinamente en un “nuevo sistema de poderes regionales”, con determinadas equivalencias de participación, capaces de equilibrar y dinamizar nuestra presencia en el espacio unificado de interacción económica y política.

Siempre ha sido y será que, en las tensiones internacionales y transnacionales, el grado de soberanía real -no nominal- es un resultado cambiante, ligado a la evolución histórica de los países protagonistas y a la influencia de los centros de dominio, tal como se manifiesta en las relaciones integrales de poder [político, económico, social, cultural y militar]. Ello enfatiza la integración más amplia de la red de los sistemas democráticos y de participación comunitaria, la percepción de la identidad continental y hasta la defensa cooperativa regional, como factor de paz y estabilidad por su mayor peso disuasivo.

La unión que cuenta, pues, no es la del discurso ni la ideología, es la de la práctica de una conducción superior armónica, donde el gradualismo está permitido, a condición del carácter definido, constructivo e irreversible de las decisiones acordadas. Un método que combina el idealismo de las voluntades convocantes, con el realismo en la adecuación de fines y medios, guiado por la prioridad de los problemas y el sentido común de las resoluciones. La armonía será fundamental porque, sin desconocer la importancia de algunos países, el equilibrio regional imprescindible rechaza toda prevalencia o prepotencia.

Nadie vendrá de afuera a hacer el trabajo que nos corresponde sólo a nosotros. Esto explica ciertos comentarios sobre la “decepción” por la oportunidad perdida con el actual presidente estadounidense. Él tiene incluso limitaciones para apoyar su propio plan de reformas, ante la presión del Wall Street y del Pentágono y la resistencia de ambos aparatos partidarios. Quien conoce el comportamiento del poder financiero, sabe que la presidencia de aquel país es una agencia importante del gobierno del sistema, pero no la definitoria. Por eso, entre otras cosas, no hay aún reforma bancaria, ni sistema público de salud, ni paz en Irak y Afganistán, ni verdadera democracia en Honduras.

Razón entonces, no para desconocer el realismo implacable del hegemonismo, demostrado, por ejemplo, en el manejo de la gran crisis económica “mundial”, que sólo pagan los pueblos; sino para tratar todas las cuestiones desde una posición de mayor definición y fortaleza. Puede ser que así se revierta nuestro subdesarrollo crónico, nuestra propensión al golpismo cívico-militar de viejo y nuevo cuño y las absurdas amenazas de conflictos de frontera; al par que se modere el péndulo permanente entre posiciones intolerantes y extremas. Por lo demás, la Doctrina Monroe no ha solucionado estos problemas, sino que los ha aprovechado, permitido o agravado, basada en una estrategia de múltiples relaciones “bilaterales” que, por asimétricas, encarnan la práctica negativa del “divide y reina”.

La actualización del continentalismo como teoría geopolítica

No es ocioso incorporar aquí algunas reflexiones teóricas. Es indudable que el acelerado avance tecnológico -aplicado principalmente al transporte, las comunicaciones y la info rmática- ha “acortado” las distancias relativas del globo, facilitando la tendencia histórica a unificar los espacios geográficos con fines económicos y estratégicos. Esta realidad insoslayable ha cambiado la perspectiva de la clásica relación espacio-poder, a favor de una concepción continental de los territorios afines, según determinadas concepciones del desarrollo de grandes comunidades humanas.

Este determinismo geopolítico, digamos así, se cumple y se cumplirá por vías distintas, según la preponderancia de cada concepción cultural y metodología de acción, pero siempre en el sentido de una conexión y unificación espacio-temporal en relación de fuerzas y tensiones concretas: porque ellas no encontrarán ninguna contención, por parte de actitudes declamativas o voluntaristas. Una forma de este sistema de expansión es el hegemonismo, que en nuestro caso asumió el nombre de “panamericanismo” y hoy de “política hemisférica”, en ambos casos tutelada por EE.UU; mientras que la otra manera de hacerlo tiene el signo de la articulación de nacionalidades, mediante la integración regional propia de los países geográfica e históricamente confluyentes sobre objetivos comunes de magnitud.

Hay demasiados indicios de que el hegemonismo ha optado por persistir en nuestra exclusión económica y estratégica, sin resolverse a encabezar un nuevo sistema más equitativo, según un tipo parecido o comparable en sus fines al Commonwealth británico. Y, por otro lado, ha perdido la “justificación” ideológica de su centralidad dominante, luego de la Guerra Fría y el fracaso del Consenso de Washington. La propia sociedad norteamericana, desde la retirada de Vietnam, y mayoritariamente ahora con las guerras “preventivas” y “opcionales” de los círculos de poder en Irak y Afganistán, han quitado su apoyo a un esquema bélico que, aislado del contacto histórico-social democrático, se ha vuelto crecientemente militarista.

Por consiguiente, sus propuestas para la región tienen el mayor nivel de inconsistencia de una larga y infructuosa trayectoria. La estrategia económica, reducida a capturar enclaves separados entre sí, mediante “tratados de libre comercio”, es incompatible a mediano plazo por la dinámica general de un mundo que tiende a la regionalización, como fenómeno potenciado, aunque no querido, por la globalización transnacional. Y en cuanto a la estrategia militar, bajo la égida indiscriminada de la “guerra contra el terrorismo”, es inviable en muchos países que, unidos por lazos culturales, étnicos y religiosos, rechazan las expediciones bélicas punitivas, que no pueden disimular sus fines de conquista: sea de recursos vitales o de posiciones geopolíticas. En consecuencia, muchos países en desarrollo, del viejo esquema centro-dominante y periferia-dependiente, tienen hoy la posibilidad de transformarse en potencias medianas y grandes, con grados suficientes de autonomía internacional [Brasil - Sudáfrica].

Estas potencias de proyección regional, que emergen y se relacionan entre sí y con el mundo, en la medida que les es posible, han cambiado el cuadro de situación del planeta, donde cada vez hay más actores que quieren participar de las decisiones que los encuadran y afectan. Esta no es una visión idealista ni fatalista, por que requiere comprensión y conducción geopolítica. Es una posición funcional a una nueva era histórica, que se enfoca en intereses comunes y compartidos por los Estados de una región en marcha. Intereses y objetivos, valga la pena reiterarlo, que están más allá de la ideologías y los partidos políticos, lo cual los vuelve permanentes e inel udi bles.

Obviamente, no hay política sin historia, ni historia sin geografía, factores que se sintetizan en la calibración geopolítica de cada época. La actual, exige organizarse con dimensión continental, bajo el principio de cooperación equitativa de las conducciones nacionales de cada región específica, concertadas en vastos compactos territoriales y grandes agrupamientos de masas demográficas. Un potencial propio que debe orientarse con planificación estratégica indicativa, y dirigirse mediante un equilibrio operativo imprescindible para contener al conjunto. Si este equilibrio faltase como ya lo han advertido muchos pensadores, la estructura a crear no sólo ofrecería deformaciones y resistencias internas, sino proclividad a las intromisiones indirectas de potencias extraregionales, en nuevos juegos de dominación bipolar o tripolar [con la incorporación de China].

Si, en cambio, las premisas positivas se cumplen, nos acercaremos a la hora de nuestro continente, y estaremos mejor preparados para resistir las crisis asimétricas en el tablero mundial y la incitación recurrente, en la lógica perversa del subdesarrollo económico, al autoritarismo y el golpismo. Incluso, podremos enfrentar con éxito hasta los embates de la naturaleza que exigen solidaridad automática y efectiva a gran escala, actuando juntos en la emergencia y en la reconstrucción [ Haití-Chile].

Buenos Aires, 3 de marzo de 2010.

Emb. Julián Licastro -Dra. Ana Pelizza

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