martes, 27 de octubre de 2015

SEGUNDA VUELTA ELECTORAL (Nota I)




NECESIDAD DE CONCERTAR FINES Y VALORES 

Una crisis histórica debe cumplir su finalidad, marcando el fin de una época y el principio de otra. Requiere una gran visión para transformar el continuo: concepción-organización-método-resultado en la dinámica de una sociedad, logrando una nueva síntesis creadora que abra perspectivas para todos. Luego, no se resuelve con discursos retóricos, ni se agota en un electoralismo excesivo que multiplica comicios y candidaturas hasta la confusión, afectando la funcionalidad y credibilidad del sistema democrático.

La pérdida de identidad de los partidos tradicionales, disueltos en varios “espacios” de oportunidad y oportunismo, acusa la ausencia de autenticidad y compromiso que puede presagiar una contención efímera; lo cual se suma al voluntarismo de los nuevos partidos, sin mayor asentamiento todavía en el territorio donde se aventuran. Aunque es bueno postular la coherencia lógica y ética en el ejercicio del poder, si se confirma con el ejemplo de una trayectoria.

Como conclusión, todos siguieron a varios buscando la definición política, pero sin consolidar aún a ninguno, por la falta de nitidez del perfil necesario para ser conductor y estadista. En este sentido, la crisis del milenio no está saldada, a pesar de los años de crecimiento económico, ya frenado. Porque el problema argentino es el subdesarrollo institucional, premeditado o consentido, para facilitar el clientelismo, el feudalismo, y la corrupción. 

Las elecciones previas de nivel provincial alentaron suspicacias sobre encuestas “erradas” o mal intencionadas; trampas comiciales; operaciones fraudulentas; violencia política con delincuencia común, represión con policía feudalizada; y el “todo vale” en el aferramiento extremo a cargos públicos transitorios. Anomalías que redujeron el proceso de “elección” a un esquema de “opción”. 

Con esta condición de sospecha se concurrió a la primera vuelta, luego de una campaña larga, tediosa y sin fervor visible. Hay que rescatar, sin embargo, este comicio atípico, interpretando que al plasmar el deber y el derecho de votar, afirmó la democracia y defendió la república, destacando los principios de nuestro poder constituyente nacional, y sancionando el autoritarismo. 

Para completar la serie de problemas, antes de vislumbrar las soluciones, digamos que la situación fue descentrada por el protagonismo extemporáneo de autoridades salientes que no encarnaban candidaturas, pero pretendían endosar votos a sus “sucesores” con el peso administrativo y comunicacional del aparato estatal. La contienda se libró así a medias, por los prejuicios y divisiones internas de los sectores, entre un semi-oficialismo y una semi-oposición, determinando una semi-elección que hay que completar ahora.

Como, de un modo u otro, el proceso “electivo” está planteado, la vía para dirimirlo es un proceso “selectivo”, proponiendo un gobierno de unión nacional proclive al diálogo, el consenso y la persuasión. Una convocatoria amplia del mérito y la idoneidad para realizar políticas de estado con hombres de estado y no políticas facciosas con referentes mediocres. Porque resulta totalmente impensable construir un marco adecuado de estabilidad y gobernabilidad, sin concertar en lo político y social las grandes reformas pendientes.

Cabe agregar dos factores que acotarían aún más el radio de acción de un  gobierno sin  estrategias compartidas. Es el agotamiento de la paciencia social, ante los dirigentes profesionales que no saben que hacer con “la política”, y la confunden con el relato ideológico, la exhortación tecnológica o la homilía “buenista”. Es el caso dramático de viejos países, de vasta cultura partidista, cegada por la hipocresía y la venalidad, hoy asediados por erupciones racistas, anárquicas y secesionistas.

El otro factor es la reticencia del llamado “populismo” regional, para entregar el mando naturalmente, al ritmo de la alternancia democrática. Manifestación elocuente de una codicia de poder como pecado capital de quienes sobreestiman su rol individual, creyéndose eternamente dueños de la cima. Con arrogancia declinan las virtudes que sólo consagra la humildad. Es la desesperación existencial del “omnipotente” que descubre su “impotencia”, por decadencia física o política, y se refugia en la ira que es mala consejera; lo que rechaza la comunidad, porque en ella y para ella: todos somos necesarios pero nadie imprescindible [27.10.15]

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