10/2015
EL DEBER SER DEL ESTADO
Pensar en concertar
políticas públicas, como signo principal de la próxima etapa, supone la
definición de un Estado suficiente, capaz de expresar una identidad propia
nacionalmente conformada. Es decir, un nivel de conocimiento y reconocimiento
con categorías comunes, que permitan formular objetivos y trazar los
lineamientos para lograrlos. No significa una opción obligatoria sino
preferencial, equidistante del estatismo extremo, y de la reducción neoliberal
del sistema institucional para el predominio de las corporaciones.
En esta concepción,
el Estado se asienta en un entramado previo de relaciones recíprocas de sentido
y lazos afectivos, y en un conjunto de formas culturales sin las cuales no
valdrían sus acciones políticas. Porque resumir sus funciones a brindar ciertos
servicios y a guardar policialmente el orden, lo condenaría a un rol
reaccionario, desconociendo la importancia de la promoción económica y la
inclusión social.
Hay, en
consecuencia, una dimensión moral de la actividad pública, al no declinar las
metas vitales de la comunidad y exigir a todos una rectitud ética. Decir esto
no es pecar de ingenuidad, porque la corrupción es la causa fundamental del
fracaso de innumerables gobiernos, planes y programas, desviando recursos y
desgastando la confianza del pueblo en el régimen democrático.
El Estado tiene,
así, una razón de ser y un deber ser. La “razón de ser”, probada en la
historia, muestra que las sociedades que subsistieron lo hicieron porque se
organizaron en alguna modalidad de Estado como entidad jurídica. Y el “deber
ser”, indica que esas distintas formas pudieron evolucionar cuando consiguieron
coordinar los intereses de sus sectores internos, y contaron con un cuerpo
articulado de funcionarios idóneos. Por el contrario, cuando el bien común
desapareció, por la codicia y la impunidad de sus dirigentes, esas sociedades
también sucumbieron.
En las cuestiones
de Estado, la ley moral no actúa si meramente se declama, porque recién opera
incorporada a la práctica. Allí sí, mediante la transparencia pública y el respeto
a los cauces naturales de la participación popular, es posible renovar el
“pacto de soberanía” implícito en la representación y la representatividad
política del ordenamiento institucional.
La evolución
correlativa de los procedimientos de conducción y del derecho, especialmente el
derecho social y sus actualizaciones, exige agilidad en los criterios de
comunicación. En ellos gravitará la carga simbólica que es atributo del
ejercicio del poder, y la buena sintonía entre la matriz de emisión de los gobernantes
y la matriz de recepción de los gobernados. En su defecto, éstos irán abriendo
vías propias de información y difusión política, con medios primarios o
sofisticados. Pero la comunicación siempre será un factor clave.
Es necesario pues
un clima de persuasión sobre la posibilidad del consenso, dados algunos
principios y valores innegables; especialmente en períodos tensos por
eventuales modificaciones y cambios relevantes. La tarea consiste en desarmar
las “falsas antinomias”, y en cuanto a las verdaderas, evitar que se conviertan
en antagónicas al precio de manifestaciones de lucha violenta.
En última
instancia, toda autoridad, no sólo legal sino legítima, surge de un acto de
credibilidad que se mantiene por el contacto con la sociedad en su conjunto. Si
esta conexión se pierde, aparece la tentación de la coerción económica o social
que, paradójicamente, es lo opuesto de la fortaleza política. Al tiempo que la
sociedad, dividida para retroceder en la defensiva, se va uniendo para avanzar
en la participación.
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