lunes, 31 de agosto de 2009

Poder nacional: desarrollo pendiente y potencial disponible

No malgastar nuestro espacio-tiempo histórico

Para muchos observadores de la política continental, la Argentina aparece hoy como un país sin poder significativo, en ninguna de sus manifestaciones: políticas, económicas y sociales; incluso con una falta de densidad cultural, que es la fuente en la cual la verdadera energía del poder se origina, para irradiarse luego a su ámbito geopolítico. Es el resultado, sin duda, de la imagen de una sociedad desarticulada, que malgasta su espacio-tiempo histórico, pleno de grandes recursos que no ha podido desarrollar; representando la paradoja de quienes teniéndolo todo, sufren de contradicciones inexplicables que retrasan su evolución.

Es preciso asumir este problema y reaccionar en consecuencia, superando la simple retórica declamativa o puramente crítica, que no aporta metodologías positivas y a nuestro alcance para superar la situación; máxime cuando disponemos de un extraordinario potencial, cuya ausencia sí sería irreparable. Con la vista en esas inmensas posibilidades, es imperioso reorganizar nuestra comunidad para que, a la combinación de factores negativos que hoy salen a la superficie, le suceda una combinación de factores positivos que yacen en el seno profundo de esa misma realidad.

Una realidad que no sólo tiene que ser analizada e interpretada estáticamente, sino transformada; lo que implica nuestro compromiso para involucrarnos en una participación imprescindible, cualquiera sea el nivel y sector en que nos encontremos. Porque la inacción es el prólogo de la anarquía y ésta de la disolución, con todas las consecuencias que se derivan, desde el más alto plano institucional, hasta el punto más privado de la vida cotidiana.

Tenemos, pues, que movilizarnos, primero mentalmente, para precisar los desafíos que se enfrentan, las necesidades que se sufren y las reivindicaciones que se anhelan; sabiendo, además, que toda crisis por su propia dinámica ofrece los acicates y estímulos correspondientes para actualizar conceptos, cambiar estructuras y aprovechar oportunidades. La amalgama que surja de todas nuestras voluntades pensantes, persuasivas y actuantes, constituirá la fuerza a volcar -desde todos los ángulos- en la reconstrucción del poder nacional.

No hay poder sin organización

El poder requiere justamente la coherencia del pensamiento, la palabra y la acción, porque significa la voluntad concentrada en energía ordenada para lograr efecto; ya que no hay acción concreta sin poder, ni poder sin organización. Con este criterio, se desenvuelve un poder auténtico, no simulado, para canalizar conductas colectivas, resolver situaciones difíciles y alcanzar objetivos definidos. Voluntad política, vale la pena recordarlo, exige autodeterminación, que es la decisión de actuar desde lo propio, y elegir con libertad de acción las alternativas consideradas más correctas.

El poder, en rigor, tiene sus principios y métodos singulares, que hará que quien los desconozca presencie el derrumbe de su efímera construcción; pero en la sociedad democrática, más allá de su teoría y su técnica, a veces implacables, el poder vive una relación inseparable con la ética del bien común. Ésta rechaza la acumulación de poder por el poder mismo, e invalida cualquier pretensión justificatoria ideológica o personal; ya que el sectarismo genera un poder sin destino, y las ideologías impiden el protagonismo del conjunto de la sociedad.

El poder se ejerce, y ésta es su ley más obvia, pero la verdadera autoridad de la que emana, tiene que prevenir la arbitrariedad, los excesos y los abusos de poder. Es una exigencia compleja, pero posible de atender, si se cultiva la base de una educación para la libertad responsable y una cultura política del equilibrio, con límites claros dados por el funcionamiento institucional: porque los hombres “tienen” poder, pero no “son” el poder. Este pertenece, con sus ciclos distintos y cambiantes, al eje de traslación de la comunidad política y social.

Eso sí, según sea el poder así será la sociedad; porque en su fines y medios está inmersa la valoración de su eticidad y racionalidad en modos y grados diferentes; es decir: con estructuras autoritarias, dictatoriales, anárquicas o, en verdad, democráticas. Específicamente, la toma de conciencia sobre la naturaleza del poder, se debe expresar en una voluntad de conducción nacional, con carácter republicano y democrático. Por consiguiente, toda otra forma de poder, además de ilegitima, resulta antipatriótica, como lo testimonia nuestro pasado histórico.

Credibilidad y unidad

Conducir es el arte de hacer posible lo que el pueblo necesita. Ésta es nuestra definición de la política. Como tal, se califica por el proceso colectivo de construir un poder común, equidistante del no-poder del individualismo indiferente y la no-libertad del autoritarismo. La participación voluntaria de los ciudadanos es fundamental, porque los incluye de diversos modos en el sistema de decisión de la comunidad. De esta manera, nadie niega su aporte indelegable, y todos se expresan libremente a partir de su propia personalidad, en el cauce mayor de una pertenencia por lazos de vinculación y solidaridad.

Se agranda así la comprensión de la causa y la finalidad del hecho de participar, por una intervención directa de cada persona en la creación de poder, del que puede ser también participe y protagonista, con capacidad de elegir y ser elegidas. Ocurre lo mismo con la inclusión representativa de los más diversos grupos y sectores; ya que un sistema orgánico de conducción se caracteriza por condensar resultados efectivos, a partir de la actuación complementaria de todos sus integrantes.

La condición más importante para que este sistema de conducción funcione con éxito se llama credibilidad, y se corresponde con el principio de unidad. Sin credibilidad-unidad, la orientación política carece de certeza y la organización civil carece de fuerza; luego sobreviene el fracaso. Por ello, hay que ir al fondo de las cosas para movilizar la voluntad de cambio; y plasmarla con hechos y acciones evidentes, que se expliquen y fundamenten por sí mismas, facilitando un proceso autosostenido e integrador de las voluntades ciudadanas.

Captar la esencia del ser político nacional

Corresponde al don del liderazgo captar la esencia del “ser político” que cada época histórica produce, paralelamente al modo de acción más adecuado a cada etapa, para dar cabida a todas las formas presentes o solicitantes de participación. Junto con ello, y para dar sentido al conjunto incorporado a su orientación, debe descubrir las categorías del pensar filosófico que sirvan para ordenar y relacionar un sistema de grandes ideas posibles de compartir, tanto por los ciudadanos individualmente considerados, como por los cuerpos orgánicos colectivos de naturaleza política y social.

Esta es una forma de depurar inteligentemente el “poder” en el sistema de la democracia, para que éste deje de ser sinónimo de fuerza, violencia y coacción; y siguiendo en cambio la vía de la persuasión y la convicción, se constituya en la energía motivante de las actividades públicas de la comunidad y la administración de país. Se elabora entonces una doctrina de conducción nacional -y no una ideología de dominación sectorial- para promover también la acción propia del gobierno y del Estado.

Decimos “filosofía” en el sentido de un pensar humanista y clásico, alejado de las posiciones extremas -autoritarias y totalitarias- que niegan la amplitud democrática: porque lo clásico parte de la medida para lograr la proporción, y por la proporción concilia el equilibrio que genera armonía. Ideal difícil de alcanzar, pero que debe guiar a los conductores que se precien de serlo al servicio de sus pueblos. Esto exige la confluencia mutuamente beneficiosa de “política” y “estrategia”; o sea: de la determinación y asignación de finalidades y objetivos, con su adecuado correlato en el camino más adecuado para alcanzarlos. Es precisamente éste el valor de la estrategia como desenvolvimiento del poder organizado, acumulado y empleado por la conducción.

En el seno de la comunidad, el mismo ideal presupone diferencias entre “politización” y “cultura política”. Porque politización implica un conocimiento superficial, vulgar y mediatizado de la realidad política; mientras que cultura política abarca un saber más profundo sobre nuestros problemas y la forma efectiva de resolverlos. La politización suele votar sin elegir, ni seleccionar, siguiendo una moda cualquiera; al contrario de la cultura política que exige y produce una participación civil y lo social más estable y consecuente, acorde al largo plazo del proyecto nacional.

sábado, 22 de agosto de 2009

Construcción del liderazgo con formación y organización

Una construcción desde la base

El liderazgo es la coronación de la conducción, que -a nivel superior- significa ejercer el arte de la política con sentido histórico y visión estratégica. Por esta condición, el liderazgo no procede de la mera ambición de protagonizarlo, porque debe prestar un servicio inexcusable para el éxito de las ideas de poder y de las organizaciones que las sostiene. Él significa, justamente, la garantía de la unidad de concepción y de la unidad de acción, en las distintas etapas del desarrollo político.

Por eso el liderazgo auténtico, articulador de todo un sistema generado con trabajo organizativo, es lo contrario del pecado de vanidad y el ansia de figuración; porque resiste los ensayos de montarse sobre cuerpos políticos formados y establecidos por otros conductores, sea por oportunidad en una crisis, o directamente por oportunismo. El liderazgo, para que sea perdurable, aún dentro de lo transitorio de la gloria política, requiere una construcción desde la base, con suficiente tiempo de dedicación y espacio de consolidación y arraigo.

Como reza la doctrina, no se puede organizar lo carente de formación; y no se puede conducir lo ausente de organización: por supuesto, en el buen sentido de las cosas. Formar, recordemos, significa trabajar con valores, principios y criterios que fundamentan, persona por persona, aquello que luego constituye la coherencia de una acción común. Organizar, por su parte, es construir con capacidad de persuasión, el vínculo que aglutina a las fuerzas, dentro de estructuras eficaces para la competencia de relaciones de poder.

Junto con estos elementos, que son los más visibles de una formulación genuina de poder, existe un “sentir” que califica el grado de veracidad y de verdad del liderazgo; y que se expresa en una noción mística que unifica naturalmente la vocación de participar en el movimiento que éste genera; con el auxilio del conjunto de los cuadros fundadores. Así se logra el encuentro y la identificación de la razón de ser del liderazgo, con la razón de ser del movimiento, otorgando un sentido claro a la política; y haciendo que la vida de esta militancia se motive y justifique en la acción.

Es el don de liderar, que -sin perder nunca contacto con la realidad- propaga el idealismo, y lo hace con inspiración, creación y constancia, edificando desde abajo en conexión con los problemas directos de la gente. Acumulando infatigablemente prestigio, más que popularidad, sabiendo que en su tarea lo concreto prima sobre las explicaciones teóricas, y que los buenos resultados desplazan a las justificaciones del fracaso. Para ello, predica el ejemplo de la unidad y del trabajo de equipo, donde cada integrante no sólo sigue con lealtad a la conducción superior, sino que -haciendo uso adecuado de su propia capacitación- lleva la iniciativa personal con decisión en el marco que le corresponde.

La transición a un nuevo ordenamiento político

Obviamente, el liderazgo -que suele culminar en una gran personalidad- no constituye un hecho puramente individual ni grupal, ya que es parte indisoluble de un cuerpo político; y este, a su vez, es fruto de las relaciones sociales de la comunidad en un momento histórico determinando. Momento en el cual -respondiendo a un estado de ánimo colectivo- la necesidad de una acción organizada, que se va haciendo cada vez más evidente para salir de la crisis, va al encuentro de una real voluntad de conducción dispuesta a actuar. En este punto crucial, muere un viejo ordenamiento político y nace otro nuevo y diferente.

La historia suele calificar a estos líderes como carismáticos, porque poseen sin duda una energía y vitalidad especiales que contagian a las multitudes, facilitando la promoción y expansión del movimiento; pero esta cualidad no debe confundirse con los rasgos de los llamados liderazgos mesiánicos, cuya propuesta no es democrática. Por lo demás, ninguna conducción política tiene asegurado un carácter vitalicio, ni los movimientos nacionales tienen que representar copias o remedos de los “partidos únicos” pertenecientes a los esquemas totalitarios de derecha o izquierda.

Es cierto que la libertad de acción de quienes conducen implica una influencia transformadora de hechos y actitudes, y por lo tanto concentra un poder; pero éste se ejerce dentro de márgenes institucionales y parámetros éticos, para merecer el beneficio del sistema constitucional. Caso contrario, estaría fuera de los límites del consenso republicano. De allí que la voluntad de poder que se requiere sea de naturaleza persuasiva, austera y humilde; y no dominante, vana y arrogante.

Estas virtudes rectoras exigen la autocrítica toda vez que se haga necesaria, pero no como discurso, sino como autocorrección: clave de la contención del poder por quienes conducen; que se complementa con el control del poder por los conducidos, mediante los instrumentos y organismos creados legalmente, para efectuarlo dentro de la democracia. Ningún poder es, pues, ilimitado: porque depende de aquellos que conduce; y todo exceso augura una caída o un traspié.

Un liderazgo orgánico necesita un pueblo organizado

Un liderazgo orgánico necesita un pueblo organizado; o al menos, señales vitales de un principio de recomposición política de la comunidad. Un gobierno, además, requiere cientos de buenos asesores; y el movimiento, miles de cuadros políticos y técnicos. Es decir: hay una tarea para todos, porque es imposible funcionar en el vacío, sin un marco de creencias compartidas que articulen aspiraciones comunes; y sin lealtades recíprocas, destruidas por la desconfianza de todos. Hacer pie en este escenario movedizo, donde los argentinos nos ignoramos mutuamente, es muy difícil porque insinúa una crisis continua y permanente.

Hace falta, en consecuencia, una gran presencia de ánimo y un equilibrio interior para manejarse equitativamente en medio de oposiciones irreductibles y controversias exageradas. Es una psicología ciclotímica en una sociología de la desorganización. Una situación en donde fallan no sólo las cosas que se planifican mal, sino también las correctas. Un clima negativo, en fin, que es menester cambiar a partir de la conducta de cada uno de nosotros, para evitar un cuadro de mayor dramatismo como preludio incierto de algo nuevo.

Un cambio basado en la buena conciencia de la evolución, y no en la mala conciencia de la “revolución”, con abuso de rebeldías y revueltas que llenan la historia nacional sin objetivos cumplidos. Lecciones que nos obligan a cuidar la continuidad del orden constitucional, siendo ecuánimes en la creación democrática de poder y sus distintas alternativas, y no en la “conquista” del poder, con maniobras desestabilizadoras y aún violentas. Como se ha dicho; y más allá de la frase hecha: la democracia se corrige con más y mejor democracia. Con más y mejor participación democrática, no con indiferencia política.

Necesitamos una confluencia de los valores de la identidad propia de cada partido, expresados inequívocamente; con la tolerancia del pluralismo que respeta diferencias y críticas, para que el rumbo no lo fije un centralismo excesivo que sólo habite un círculo de influencia, ni lo determine un monopolio mediático jugando al caos de la información. Hay que apelar, entonces, a la inteligencia nunca desmentida de nuestro pueblo, respecto de las ideas de poder actuales, y de los sentimientos que suscitan en la perspectiva del futuro.

La única revolución permanente es la producida por la educación, donde todos tenemos algo que aprender y algo que enseñar; especialmente en cuanto a la vida en comunidad y las buenas relaciones mutuas que nos debemos. La ignorancia política conspira contra ellas, porque fomenta hábitos asociales resistentes al tendido de redes de solidaridad y responsabilidad ciudadanas. Por eso, la falta de inversión de tiempo y medios de los partidos en la tarea formativa es inexplicable; a menos que manifieste el prejuicio de los dirigentes sobre la emergencia de nuevos valores generacionales de recambio.

La glorificación del heroísmo pertenece a nuestros próceres que fundaron la patria. El personalismo y su culto responden a otros momentos de la historia protagonizada por caudillos y líderes de masas. Hoy estamos lejos de esa dimensión de los acontecimientos políticos; y por eso necesitamos una propuesta menos providencial y más previsible y estable; aunque nunca burocrática. Una conducción, como indicamos al comienzo, educadora y organizadora; enaltecida por una vocación de servicio. Un sistema de liderazgo decidido a lograr el desarrollo del enorme potencial del país, para asegurar la paz interna y la presencia regional de una Argentina soberana, fraterna y orientadora.

miércoles, 19 de agosto de 2009

NOTAS SOBRE LA SITUACION ARGENTINA.

1-En el horizonte hay que descubrir el futuro.
2-De la cultura de la queja a la cultura de la acción.
3-Nación : promesa y construcción.
4-Reconstruir la política consentido histórico.
5-privatización de los partidos o participación democrática.
6-Las virtudes civiles definen la cultura política.
7-Política con método estratégico o improvisación permanente.
8-Poder nacional: debilidades y potencial disponible.

1-En el horizonte hay que descubrir el futuro.

El Movimiento Nacional como construcción histórica

El movimiento vive como construcción histórica que hace camino al andar, y se adapta y responde a cada época y circunstancia. Es la corriente nacional del pensamiento y la acción, con su síntesis tumultuosa pero dinámica de sectores sociales que se incluyen mutuamente, con la sola condición de un ideario sencillo y práctico, recreado por la mayoría de la comunidad argentina, cuyas limitaciones y virtudes expresa. Un fenómeno político difícil de etiquetar con las categorías europeas o estadounidenses que clasifican a los partidos; y que a su vez trasciende largamente el límite del populismo, que respetamos como realidad efectiva de otros países hermanos.

Su historia es la narración centrada en los fundamentos espirituales de un pueblo en formación, donde los mitos antiguos anticipan y prefiguran los mitos modernos; y en esa sucesión, el más importante de todos que da nombre y estilo al conjunto. Mito con verdad y con historia, llamado así por su capacidad vital de encarnar un modelo de comportamiento colectivo, ligado a la identidad cultural y la justicia social. Liderazgo orientador de conductas militantes, en la línea histórica de los héroes fundadores de la patria y su proyección continental emancipadora.

No es una imagen perimida, porque perdura, y su evocación dirige nuestras mejores energías; aún a despecho de la imperfección de los dirigentes, en un momento de crisis generalizada de la política dentro y fuera del país. La actitud ante esta situación es una espera activa; porque la voluntad de actuar, de continuar, de recomenzar, surge inexorablemente de las raíces profundas de nuestra conciencia y memoria.


La unidad es la condición de la potencialidad y el poder

Sabemos que la unidad es la condición de la potencialidad y ésta del poder, si queremos que permanezca con el pueblo: clave de la esperanza como fuerza latente para impulsar la acción. Para que así ocurra, el movimiento tiene que volver a sí mismo, sin encerrarse ni refugiarse en una estructura aislada de la sociedad, ni confundirse desaprensivamente con cualquier concepto por ambiciones electorales.

Reconstruir es rescatar partiendo de las esencias permanentes; actualizando las formas de organización y conducción para que los medios logísticos no oculten la perspectiva, sino se subordinen a los fines estratégicos. Es la hora, entonces, de la explicación lúcida, del sentido común, de la pasión transformada en compasión determinada como solidaridad entre iguales: porque los lazos políticos son débiles sin la consideración y el afecto que nos merecemos.

Debemos reunirnos, pues, alrededor de las creencias, valores y sentimientos que constituyen nuestro núcleo fundante, que está vivo porque produce emoción y guía la acción. Sobre esta base, la persuasión une y la unión hace la fuerza. Tan sencillo como saber que no hay militancia leal y consecuente sin convicciones auténticas, porque la “teoría del reparto” es centrípeta, siempre detrás de un mayor oportunismo, causando la división permanente. Por lo demás, la asistencia social, siendo necesaria en la emergencia, no determina plenamente nuestra esencia política, que no es la ideología de la marginalidad y su especulación electoral, sino la cultura del trabajo.

La libertad de pensamiento, de expresión, de reunión es fundamental; pero ella no debe limitarse al simple arbitrio personal, sino tender a la conciliación entre lo individual y lo grupal. Es una participación activa en una totalidad no totalitaria. Un conjunto equilibrado por la relación de cada uno con su comunidad, lo que descarta tanto el individualismo, como el extremo del colectivismo.

Sin la propia convocatoria organizativa y sin una desconcentración y descentralización de las decisiones, no existe el participar con libertad y responsabilidad. Éste se sustituye negativamente con una uniformidad que, por acción y reacción, genera otra uniformidad paralela en la oposición, afectando la racionalidad posible de la política en tanto diálogo. Si somos concientes de este peligro, nunca trabajaremos para polarizar al pueblo en sus diversos afluentes.


La palabra hace hacer

El lenguaje es el primer grado del esfuerzo hacia un consenso necesario y posible, siguiendo no nuestro temperamento, sino los principios; para que la palabra vaya francamente hacia la acción constructiva. Esto no descarta la sana pasión que infunde espíritu a la conducción, ni aplaude la mediocridad que pasa por moderación.

La palabra hace ser, hace saber y hace hacer. Ella puede reunir armónicamente todas las notas de la emoción y de la reflexión: abriendo perspectivas; creando situaciones; nucleando fuerzas y canalizando esfuerzos. Por eso es imprescindible “hablar diciendo”, transmitiendo substancia, advirtiendo la potencia reveladora del lenguaje en la acción política, y su capacidad para captar valores afectivos que surgen naturalmente de la experiencia emocional de las personas que congrega. Esta es una riqueza espiritual que no se debe desconocer ni se puede perder.

La conducción no es ni una casualidad de la ambición individual, ni un sistema cerrado sobre sí por la existencia de círculos: sino un arte de criterio y creación abierto a la mayor amplitud posible. Tampoco es una fabricación artificial o inducida por los medios. La popularidad no es sinónimo de la capacidad y el prestigio necesarios para liderar realmente; porque este liderazgo, además de administrar un poder que es de todos, tiene que infundir sentido de desarrollo y fortalecimiento a la organización política imprescindible.


Sólo el gran pensamiento confiere grandeza a la política

Pertenece al ser de los grandes conductores la facultad de mostrar con claridad sus ideas, y desplegar con ellas la fuerza espiritual que atrae y consolida, empleando gestos y palabras que suscitan sentido y sentimiento de adhesión y compromiso. En este aspecto, hay que reconocer que sólo el gran pensamiento confiere grandeza a la conducción política, para que pueda trascender el ámbito siempre limitado de un partido o sector.

Sin embargo, el lenguaje creador, pleno de carisma y simbolismo, sólo es efectivo sobre quienes son proclives a su aplicación práctica, por poseer sensibilidad social o percepción política suficiente. Ello nos confirma el valor de la educación, la formación y la capacitación para actuar a nivel de cuadros medios y auxiliares, vertebradores de toda fuerza con identidad bien definida; porque ser en esencia un movimiento no justifica ni la falta de organicidad ni la ruptura de la disciplina: lección que todos debemos aprender mediante la autocrítica.

Pero el horizonte está siempre dentro de una perspectiva de acceso al futuro, no como adivinación aleatoria, sino como predicción basada en datos de una realidad que mezcla factores de orden y desorden, de claridad y confusión, de participación salvadora o indiferencia suicida para la democracia. Siempre “algo posible” adviene para la solución de la crisis, si se mira atentamente la escena con mentalidad de corrección y cambio.


Un centro superior emisor de estrategia

No hay fatalismo que prevalezca cuando se reconstruye un poder social organizado para reconducir el destino, no por la politiquería reducida a lo superficial y frívolo, sino por la gran política. Aquella que significa el anhelo de justicia como superación de la arbitrariedad, el capricho y el azar. Y también como protección de la difusión sectaria de los intereses dominantes, con el pretexto de los intereses generales. La política no debe ser lo útil para los más fuertes, porque hay que respetar el entramado solidario de un país que quiere serlo.

Es preciso derrotar al “mal común” con el “bien común”; formulando opiniones sinceras, sabiendo que las falsas antinomias llevan a la falta de verdaderas alternativas. Ellas se encuentran en la razón práctica de las vivencias acumuladas en la trayectoria de un pueblo, que ahora debe apelar a sus mejores expresiones para superar los problemas pendientes. Nadie, ni en una u otra posición, puede alegar una gravitación excluyente. El voto ha distribuido la representación a la espera de un centro superior de emisión de estrategias, con visión de conjunto, como corresponde al estadismo eficaz.

La situación mundial y regional ofrece espacios para avanzar con mayores márgenes de libertad por la crisis actual del hegemonismo; pero esto exige pensar en términos de posibilidad, de oportunidad, de ocasión para aquellos países que decidan madurar y marchar hacia delante. Tenemos cerca el ejemplo de países hermanos con los que estamos asociados estratégicamente, y que en los albores de nuestro movimiento nos contemplaban como referencia de desarrollo autónomo. Ahora podríamos construir una prosperidad y una paz compartidas, dando tiempo y espacio a las generaciones que nos suceden, para evitar el futuro como apatía, amenaza y vacío. La condición política para hacerlo es la autoestima en acción, definida como dignidad.

2-De la cultura de la queja a la cultura de la acción.

El valor del lenguaje simbólico ausente

Hemos vivido un día de la independencia con una carencia de simbolismos patrios que llama la atención e invita a la reflexión; porque los símbolos no son decoraciones de un patriotismo pasado de moda: constituyen, en cambio, núcleos de significación simple y profunda que impulsan, contienen y vinculan a los miembros de una comunidad entre sí. Cuando ellos faltan, o no se activan, para asumir una identidad singular ante el mundo, se facilita la decadencia de la sociedad que parece no tener ni querer objetivos comunes.

Que estos emblemas y representaciones no son cosa del pasado negada por la modernidad, lo prueba el hecho de su actualización constante en los países más desarrollados, porque allí se sabe y se siente que son defensas culturales comunitarias, respecto de una globalización asimétrica que diluye todas las nacionalidades con la especulación financiera y la manipulación mediática. El centro de la cultura, precisamente, es el pueblo que la comparte, desde las raíces que protege y el proyecto de vida que cultiva.

Entre nosotros, lamentablemente, el lenguaje simbólico escasea, sin duda, por la falta de sentido histórico de la política, que se agrava junto a la falta de sentido heroico de la vida, que es su expresión individual e íntima. La sola enunciación de estos principios, suena en el vacío como algo abstracto o demasiado solemne para hacerlo parte de lo cotidiano, sobre todo en las nuevas generaciones. Y sin embargo, están allí en tanto orientación permanente, cuya contraparte nihilista es la desesperanza como rutina y el psicologismo de la transgresión porque sí.

Sucede que las ideas y los sentimientos se influyen y evolucionan mutuamente, lo que convierte la toma de conciencia de la realidad en la fuente de las inquietudes y emociones que hacen a una filosofía de la acción, con rasgos propios. Y a la vez, los sentimientos que de este modo surgen y se manifiestan, dan fuerza a las propuestas que necesitamos para salir de una crisis de anomia y desencuentro.
Preguntas básicas sobre la argentinidad

En fin, la decadencia del presente nos vuelve a las preguntas básicas sobre la nacionalidad argentina; y particularmente sobre el grado sensible de nuestra conciencia nacional, que fuera motivo de estudio y docencia de nuestros grandes pensadores del siglo pasado. Ellos no querían una nación inconclusa, extrañada de sí misma, ignorante de sus orígenes e infiel a la línea natural del despliegue de un gran destino.

Esta lucha por “llegar a ser” una nación substancial, implicaba e implica superar las formas inarticuladas de nuestra sociedad civil; y evitar las sugestiones de los hegemonismos mundiales, para no estructurar un país a medias en función de intereses extraños. Un país donde la democracia efectiva no puede funcionar, porque los poderes dominantes coaligados, de dentro y fuera, mediatizan la libertad ciudadana con un control económico arbitrario.

Se trata entonces de marchar hacia un futuro de país consistente, consolidado en su personalidad; cuya dirigencia sea capaz de ubicar la coyuntura en función de la estrategia y no al revés; para que el tactiquismo, vulnerable al corto plazo, no nos destruya el proyecto nacional. En síntesis, el problema es definir la acción principal, el qué hacer, con sus distintas opciones y la evaluación responsable de sus posibles consecuencias.


La conducción se distingue del dominio

La acción, obviamente, nos remite al arte de conducir sin el cual no existe una actuación orgánica y civilizada. La conducción, por lo demás, se distingue del dominio cuando atiende a una finalidad definida, vinculada al desarrollo social y al perfeccionamiento institucional. Esta es la metodología que se deriva de una filosofía humanista y popular; no de una ideología cerrada que estrecha la visión, desde cualquier ángulo político, y no enriquece la estrategia equilibrada de conjunto.

La arrogancia, tan común en nosotros, debe ceder a la humildad, que es un valor inestimable porque expresa abnegación en el servicio político de los cargos públicos. Estos tienen que considerar los aportes de los distintos sectores, y consultar a los proyectos de excelencia, cuyos núcleos de cuadros políticos y técnicos son la clave de la verdadera organización, impelida a trascender la cantidad con la calidad de la participación, para que no se agote la dinámica de las grandes corrientes nacionales.

La corrupción vive de la ignorancia y la apatía de la base política que la tolera, sin reclamar honestidad a quienes dirigen en los diferentes niveles de la estructura estatal, ni apelar a los órganos de control democrático del poder, ni apoyar con valentía a las conductas dignas que se presentan como alternativas válidas. El voto “en contra de” no alcanza, porque carece de la carga positiva que reconstruye el liderazgo. Esto nos habla de la importancia que reviste la eticidad de las costumbres comunitarias, cuyas falencias en el ser y el parecer degradan la existencia social a límites impensables.

El poder como verbo significa hacer, crear y avanzar. El poder como sustantivo significa mandar, repetir y retrasar, jugando con el fuego de la provocación y el temor a los hechos ingobernables. Es el autoritarismo, ineficaz en todas sus versiones partidarias. En cambio, no hay nada más notable que ver la voluntad de conducción en la energía manifiesta de los cuadros constructores, haciendo la diferencia imprescindible respecto de la mera ambición electoral.

La palabra en acción cubrirá pues esta etapa de transición donde no hay liderazgos definitivos, en ningún lado de la escena nacional, marcando un tiempo útil para reflexionar, planificar y predicar. Necesidad de retomar la iniciativa, reafirmar identidades y recuperar ámbitos de pertenencia; porque luego volverá el turno de la publicidad comercial aplicada a la baja política, y será imposible construir prestigios verdaderos, dando primacía a la gran política del estadismo.


El dictamen histórico y ético

La transmisión de la experiencia de los “históricos”, como se denomina a cierta longevidad política, tiene que actuar como medio de acción en el presente, por los principios y criterios que hay que comprender para actualizarlos en una realidad igual y distinta, según las perspectivas. En otras épocas pudimos disfrutar la sabiduría de los grandes maestros, que hoy parece que faltan en su capacidad de testimonio, consejo y dictámen, tanto en lo político como en lo ético.

Es cierto que el progreso político no es lineal ni fácilmente acumulable. También es verdad que todas las fuerzas políticas del mundo han sufrido y sufren divisiones y luchas internas. Hay asimismo una crisis global que recién empieza. Pero existen oportunidades inéditas que en el marco internacional y regional estamos perdiendo, a causa de una crisis argentina bastante inexplicable a no ser por nuestra psicología destructiva. Por eso es urgente salir de la cultura de la queja y la desconfianza, de todos contra todos, y entrar en la cultura de la acción necesaria, el diálogo razonable y la unión posible.

Falta una arquitectura del pensamiento nacional y sobran maestros de obra que no pasan de la planta baja de una construcción sin diseño ni planos. La improvisación y la urgencia no pueden reemplazar lo importante; mientras los malos intelectuales, que trabajan para el “no se puede” se dedican a escribir la historia crítica de los fracasos, en vez de abrir perspectivas con el deber específico de imaginar el futuro y proponer proyectos: ya que el cinismo es el principio de la impotencia política, y no la culminación de la inteligencia y la razón.


El tiempo de la oportunidad estratégica es breve

El tiempo de la oportunidad estratégica, que con sus obvias diferencias tiene cierta similitud con las décadas del 40 y 50 -ayer por la II Postguerra Mundial y hoy por el fin de la Guerra Fría- no sabemos cuanto durará; en el sentido de una crisis imperial de reacomodamiento y apertura. Es la situación que expresa por ahora Barak Obama[1], dispuesto a convivir con una izquierda latinoamericana no totalitaria, pero que por mucho menos recibe los ataques del ala extrema republicana, jugada a persistir en el militarismo desbordado de la administración anterior.

En principio, el golpe cívico-militar en Honduras, más allá de la complejidad política local, es un mal presagio que sobrevuela el continente; habida cuenta del síndrome, ayer de Vietnam y hoy de Irak, con ejércitos de ocupación en retirada en el hemisferio norte, tentados de impulsar aventuras represivas en el sur, para una suerte de compensación geopolítica. Por eso la rehabilitación de la IV Flota no es casual, si la sabemos analizar en perspectiva, porque las potencias planifican a escala.

De allí la audacia, sin ingenuidad, que es menester aplicar al proceso de unión regional como filtro del colonialismo financiero, que hoy mismo está manipulando la gestión de la crisis para reforzarse. Y de allí también, la iniciativa en la coordinación de una defensa integrada, para proteger nuestros recursos, y que es preciso comenzar a delinear por el núcleo promotor del viejo ABC: un proyecto anticipado por la visión de aquellos conductores inolvidables de una época histórica, cuya vigencia hay que relanzar hacia el futuro inmediato.


[1] Discurso en la Escuela de Economía, Moscú, 7 de julio de 2009.

3-Nación: promesa y construcción.

La política si no es transformadora es politiquería

En un país pendiente de crecimiento y desarrollo, en todos los aspectos de la comunidad, la política que no es transformadora no es política, es politiquería: porque esta transformación imprescindible surge de la orientación de grandes objetivos, compartidos y buscados por todos, y no de la espera pasiva de un progreso espontáneo, ni de un voluntarismo ideológico carente de capacidad creadora y constructora.

Es todo un proceso a ejecutar por algo superior a un partido, e incluso a un gran movimiento; porque requiere trascender el concepto aritmético de la primera minoría, y aún de una mayoría que polarice la situación por mitades excluyentes de oficialismo y oposición, dado que esta polarización irreducible, en América latina, siempre provoca daños. Es decir, cae en los episodios lamentables del enfrentamiento, la inestabilidad y los perjuicios de un freno o declinación de la convivencia social y la actividad productiva; cuando no en las interrupciones constitucionales de los golpes, ayer militares y hoy principalmente civiles en su autoría intelectual.

Los medios masivos, como bien sabemos, cubren el rol represivo de un ejército de acción psicológica y manipulación, que destruye prestigios con facilidad, enjuicia y condena con impunidad, y agrava situaciones difíciles; inventando a la vez falsas antinomias y liderazgos dóciles a los círculos de poder económico. Esto, además, sucede por la falta de formación política y la ausencia de organizaciones de cuadros desplegadas hasta el último lugar: para promover la comprensión y el análisis de la situación, la crítica constructiva con opciones y propuestas, y la participación en la vida ciudadana; todo lo cual es necesario para vencer a la indiferencia, la frivolidad y el derrotismo.

Sin una amplia mayoría, pues, no hay fuerza real para sostener las reformas profundas que hay que implementar, y que requieren un consenso cierto, no cosmético, que sólo puede lograrse cuando los gobiernos concilian o restablecen la confianza más allá de los pequeños grupos que se cierran sobre sí; y entonces sí se abren al involucramiento de todos los dirigentes y militantes necesarios para un proceder coherente y abarcativo. Porque los pequeños grupos y los círculos de convivencia siempre terminan asediados, cercados y quebrados por una masa de problemas que se multiplican sin cesar, y llegan a ocupar todo el ámbito de acción.

Por eso la necesidad, insistimos, de la gran política, convocante natural de los frentes constituidos por los bloques históricos de fuerzas nacionales; a fin de consolidar la democracia, avanzando socialmente de lo homogéneo a lo heterogéneo, con actitud persuasiva, para evitar las tentaciones sectoriales o sectarias tras la idea superior de la unidad. Y por eso también, el carácter imprescindible de la educación, la formación y la capacitación para mejorar el funcionamiento institucional de las diversas corrientes, y la selectividad de sus mejores valores; puesto que si primero falla la selección de los dirigentes que nos representan, la elección posterior es ociosa. Los votos, meramente, no promueven idoneidad para los diferentes cargos en juego.


Momentos fundacionales de la historia

La Argentina nació como una promesa de nación irradiante, lanzada al continente y al mundo por obra de los próceres fundadores, y sus sucesores en las distintas etapas de su desarrollo histórico, aún con sus diferencias, opciones y luchas. Un compromiso que va más allá del ordenamiento formal de una burocracia estatal, porque afirma los valores indeclinables de soberanía, libertad y justicia, arraigados en los modos y formas de una cultura propia. Esto nos exige sintetizar lo mejor de cada etapa, y corregir lo necesario en la continuidad de nuestra condición nacional, ya que de persistir en la división compulsiva y la falta de autocrítica, regresaremos a la condición colonial.

Lo nacional, obviamente, es lo popular, en su acepción mas digna que excluye lo vulgar; dado que hace falta excelencia política y económica para solucionar los graves problemas sociales que son consecuencia de la dependencia y el atraso consentidos por la corrupción. Esto define un marco lógico y ético insoslayable, que no hay que confundir con la moralina, pero que se debe exigir como garantía de eficacia y eficiencia; sabiendo que el corrupto es inconmovible por el dolor y las angustias de la gente. Éste es el presupuesto, precisamente, de su mal proceder.

Los momentos refundacionales de la historia no son fortuitos, responden al menos a tres factores que deben coincidir: una fuerza de gran empuje social; un horizonte de posibilidad internacional; y un sistema estratégico de conducción capaz de aprovechar la oportunidad y realizar el proceso esencial de cambio. La fuerza social, compuesta por sectores productivos con reivindicaciones legítimas, son las que alientan, explícita o tácitamente, el impulso de avance en el desarrollo económico y sus consecuentes reformas estructurales. En la década del 40, por ejemplo, los trabajadores industriales y rurales, y los pequeños y medianos empresarios, representaron un gran contingente proclive a una presencia protagonista en la sociedad civil, y lo lograron.

El horizonte exterior de posibilidades, representa la ocasión para un resurgir del proyecto nacional, dada una neutralización mutua y temporaria de las potencias dominantes, por sus crisis internas o luchas en el nivel mundial. En el mismo ejemplo, son los países europeos embarcados en el enorme esfuerzo bélico de la II Guerra Mundial y una penosa postguerra. En ese entonces, la neutralidad argentina y la tercera posición subsiguiente, facilitaron la aceleración de grandes planes de expansión industrial y comercial, y los primeros acuerdos regionales de alcance continental con Brasil y Chile.

Finalmente, la preparación y presencia de una conducción orgánica, con ideas estratégicas, planes de acción y equipos de dirección y ejecución para el liderazgo integral de esa etapa histórica. También en el 40, se dio este factor capacitado para canalizar toda una dinámica política, económica y social con repercusiones, además, en la política exterior. Hoy, en cambio, tendríamos que preguntarnos por la existencia de este tríptico que debe manifestarse en la escena nacional, con toda evidencia, para volver a marchar con energía hacia un futuro diferente.

Quizás la primera respuesta positiva recaería en el plano internacional, donde la crisis económica y el empantanamiento militar de EE.UU. han instalado como réplica la figura inédita de un presidente afroamericano, representante de una minoría étnica ayer cautiva y hoy movilizada políticamente junto a la juventud de ese país. Paralelamente, se han acortado las distancias con las otras potencias, delineando ya un nuevo mapa de equilibrios regionales que puede moderar lo más riesgoso de las actitudes hegemónicas y unilaterales. Este momento histórico existe y es una oportunidad que aprovechan otros países hermanos, mientras nosotros nos empeñamos en luchas internas tan mediocres como estériles.

De la misma manera, tendríamos que analizar si actuamos correctamente en la cuestión social, promoviendo las ansias de trabajar, estudiar y progresar de nuestros sectores populares y juveniles; o si estamos atrapados en el reclamo permanente, la protesta sin propuesta, el asistencialismo sin destino y la subcultura de la marginalidad. Porque hay algo evidente: la cohesión nacional, que de esto se trata, es imposible sin cohesión social y sin cohesión territorial; lo que implica salir lo más rápidamente posible de la exclusión laboral y educativa y del atraso persistente de zonas y regiones del país


Exigencias metodológicas del diálogo

Esta tarea enorme, como muchos lo han reconocido, desborda el esfuerzo individual y aislado de cualquier corriente política, alianza o acuerdo partidista; y sólo encuentra la posibilidad de canalizarse en los términos de una auténtica concertación. El diálogo civilizado e institucionalizado es el eje fundamental para recorrer este camino, que no es fácil, porque tiene exigencias inexcusables antes, durante y después de las conversaciones políticas y la participación imprescindible de los sectores sociales.

Previo al diálogo hay que tener la voluntad real de hacerlo, con sentido de unión nacional vía la síntesis de posiciones diferentes. Es preciso mostrar disposición a concertar sobre un núcleo común, sin mantener en forma cerril aquellas contradicciones antagónicas, de carga divisiva, que son inaceptables para los otros interlocutores. Es la única forma de dar validez a la imagen del diálogo, antes que éste se falsifique por desavenencias amplificadas mediáticamente. Se dialoga, sin duda, porque todos son conscientes que nadie puede hacerlo sólo y menos con la voluntad contrapuesta activamente del resto.

Luego, en el desarrollo en sí del diálogo, debe exponerse la línea matriz del esquema oficial, la “ingeniería”- digamos así- de la concertación que se busca; no para coartar los aportes de los opositores, sino para evitar los vacíos, las superposiciones y el caos en las deliberaciones. Dialogar no presupone dejar de gobernar, ni aceptar desaires, ni tampoco imponer razones. El ritmo puede ser progresivo, paso a paso, a condición de que sea irreversible; es decir, que lo acordado quede bien establecido y no se esté empezando todo de nuevo.

Por último, la concertación alcanzada debe reflejarse directamente en las políticas de Estado, enriquecidas por nuevos aportes que significan cooperación y colaboración para salir de la emergencia y trascender hacia grandes objetivos y lineamientos comunes. Las políticas así integradas tienen que confluir en un proceso democrático de planificación, lo que exige recuperar para el Estado Nacional la facultad estratégica de planificar – valga reiterarlo- que hoy se reservan las corporaciones transnacionales para sus propios fines particulares de lucro. O sea, sin políticas estatales racionalmente formuladas, y sin planificación insertada en la dinámica de un modelo argentino de país deseable y posible -área por área y acción por acción- el diálogo político no sirve para nada, y desdibuja o irrita los perfiles particulares.

Hay quienes dicen que el problema actual está provocado por “errores propios, operaciones mediáticas e intereses poderosos”; y tal vez esta conjunción sea cierta. En ese caso, es menester empezar por corregir nuestros errores, que es la forma de diminuir las otras presiones. La continuidad democrática es fundamental, para lo cual nadie debe dejarse provocar, confundir, ni dividir. Siempre lo que triunfa, aunque fuere a largo plazo, es la fortaleza de las convicciones, y máxime cuando éstas refieren a la construcción conjunta de la nación prometida.

La conclusión de la tarea nacional aún pendiente exige la reestructuración de un Estado fortalecido –aunque no estatista ni colectivista- para ejercer las funciones indelegables de agente social, promotor del desarrollo económico, industrial y tecnológico y garante de la justa distribución de la riqueza. Un Estado protagonista de un defensa integral, cultural y territorial, en la búsqueda decisiva de identidad de “pueblo continente” por su proyección a la integración regional. En este desafío, ni lo bueno que se hizo puede negarse con una crítica irracional, ni lo malo puede ocultarse tras el silencio y la pelea.

4-Reconstruir la polìtica con sentido histórico.

Superar la crisis con unidad estratégica

Del laberinto de una realidad política fragmentada y decadente, de la que todos somos responsables, sólo se sale con visión y altura, es decir: retomando los grandes objetivos vigentes del pensamiento nacional y popular, para aplicarlos a una nueva estrategia de construcción de poder con verdad y justicia. Porque la condición militante surge de la vocación y la experiencia, y no se improvisa; menos en los tiempos difíciles donde fracasan el clientelismo, el punterismo y el electoralismo vacíos de contenidos substanciales y ausentes de conducción real.

Tampoco sirve el sectarismo, que impide la tolerancia de la amplitud política; ni el amiguismo, que privilegia la falsa colaboración de los oportunistas, en vez de convocar a la lealtad y la excelencia que forman parte de nuestras reservas. De igual modo, la mera sumatoria de otras expresiones declinantes, sin estructuras de arraigo en los distintos sectores de la sociedad, no otorgan fortaleza sino debilidad, porque la conducción orgánica no es un problema de cantidad, sino de calidad, y ésta recusa al desprestigio.

Se forman así una serie aleatoria de polos partidocráticos sin conciencia de conjunto, que niegan la base comunitaria de toda fuerza auténtica; lo cual, trabajando solamente para candidaturas individuales, cansa a la gente, la disgrega y anticipa la derrota. Por eso la única posibilidad de reconstruimos es persuadir, unir y sincerarse; debatiendo francamente acerca de la situación presente y el futuro, con libertad espiritual y política, en forma responsable.

Movimiento o partido, desde ya, es una falsa opción, porque necesitamos la herramienta legal de la soberanía popular, sin la cual no hay democracia sino autoritarismo. Pero renegar del movimiento es frustrar aquello que nos destaca y distingue: ser una corriente inextinguible de participación y justicia social. Luego, queda claro que nunca nos reduciremos a la política-partido porque pertenecemos a lo esencial de la política-nación.

Existe una oportunidad histórica para volver a las grandes fuentes del Movimiento Nacional, ya que fuera de él y su inspiración doctrinaria, se ha puesto en evidencia una incapacidad total para ofrecer alternativas duraderas y sólidas. Por supuesto que la actualización es necesaria y urgente, pero dentro del marco de la soberanía, la independencia y la justicia, que constituyen banderas irrenunciables para lograr la liberación y la realización pendientes.

Reagruparnos, pues, unirnos nuevamente y fortalecernos con el encuentro abierto que presupone dialogar y efectuar la autocrítica, es así una cuestión de vida o muerte. El tiempo que se pierda, por falta de una reacción interna capaz de implementar decisiones compartidas que retomen la iniciativa, repercutirá en un agravamiento de la división y la desmovilización propia; ya que la naturaleza política aborrece el vacío y los argentinos están buscando ahora respuesta y contención.


Respetar las enseñanzas del liderazgo histórico

Antes que nada hay que encarnar y transmitir virtudes cívicas y sociales. Autoconvocarnos y hacernos cargo del problema de organización, encuadramiento y formación; porque nadie lo hará por nosotros; y menos si la situación se complica. Nuestra gran fuerza está en el rescate de la solidaridad que puede aglutinarnos, sabiendo que nadie se realiza en una organización política débil o inexistente.

El núcleo fundante es nuestra identidad cultural, en cuyo marco creativo un liderazgo histórico nació como mito y realidad, formulando un pensamiento estratégico de enorme proyección en el espacio y en el tiempo. Maestría de conducción singular, proyección regional y anticipación geopolítica, que imaginó la posibilidad de un mundo donde el avance tecnológico fuera orientado por la justicia social, y la paz entre los estados estuviera garantizada por los grandes equilibrios de las integraciones continentales.

Pensamiento vivo que hay que conocer y respetar, cuando una posición equidistante de los dogmas dominantes se ha probado eficaz, hoy más que nunca, ante la implosión del comunismo; y el posterior colapso del capitalismo transnacional, que no sabemos cuanto durará, porque se está manipulando la gestión de la crisis global desde la cúpula del poder hegemónico, para trasladar los costos al resto del mundo.

Se aduce la excusa de las crisis cíclicas, que sin embargo dieron oportunidad a presentar ideas propias; sobre las que ahora tenemos que reflexionar para recuperar lo rescatable, pero reconociendo donde quedó trunca la propuesta de lo nacional y popular plenamente posible. Porque fuera de todo dogmatismo, en conducción lo que no es factible es falso. Esto excluye las actitudes y discursos de extrema, que no muestran ejemplos prácticos de éxito en su estéril intelectualismo.

La dinámica de aquel proceso cultural-político es lo que debemos retomar, en nuestra propia etapa, con aplicaciones tácticas actuales y ágiles de aquella estrategia victoriosa, esperando activamente la ocasión oportuna: porque el mejor plan fracasa cuando no están dadas las circunstancias propicias a su implementación. Por tanto, tenemos la obligación preliminar de ir ayudando a crear las condiciones del triunfo, lo que comprende la preparación de cuadros y bases para una nueva iniciativa política.

No sólo en nuestro país, sino en gran parte del mundo, corre una época que inhibe la aparición de líderes y estadistas, aunque algunos confundan carácter con provocación y moderación con mediocridad; porque la verdad suele estar en el centro: “cabeza fría y corazón caliente”. Con este criterio, no sólo tenemos que mantener la esperanza, sino construirla a partir de la fe en nosotros mismos, para captar y ayudar en la génesis del liderazgo como obra del esfuerzo colectivo y orgánico de toda una comunidad.


No sentirnos importantes, sino útiles

Cuando se produce un contraste, no son los rencores ni las envidias las que deben primar, sino los principios teóricos y prácticos de la estrategia; primero, saber por qué se produjo; segundo, discernir las responsabilidades; y tercero, sacar fuerzas desde lo más profundo para salir rápidamente de la crisis. Porque la realidad política es modificable, bastante fácilmente, a condición de elegir las opciones correctas y las formas de llevarlas a cabo con los elementos idóneos.

Necesitamos una buena dosis de realismo, no de disimulo ni de revanchismo, porque no se requiere un ajuste de cuentas, sino poner todas las fuerzas propias en función nacional de consenso y reconstrucción. Aquellas organizaciones o grupos que así lo hagan, con sentido de conjunto y comunidad, también tendrán su premio político en cuanto avance y prestigio; porque continuar con la pelea absurda de los divisionismos permanentes, disgusta a quienes lo señalan como estilo subdesarrollado de hacer política.

La nueva etapa, repetimos, exige la emergencia de nuevas conducciones, con sus equipos políticos y técnicos, con sus planes de acción inmediata para lo urgente y con proyectos de fondo; y con sus líneas organizativas tendidas para articular todas las expresiones participativas actuantes en el territorio nacional. Y particularmente, en la capital, cuyo concurso es imprescindible como centro de enlace y comunicación para el andamiaje del modelo argentino.

Hay que decidirse a expresar, participar y organizar la nueva política, saliendo del estrecho molde de los códigos decadentes; porque reflexionar después de dudar, y corregir el error después de la crítica, es volver a captar la energía imbatible del acto inicial creador de los grandes movimientos argentinos. Ante esa historia, nadie se debe considerar importante, sino útil. Porque ser útil es escuchar a la gente, e interpretarla en sus reclamos y deseos, para servirla mirando al porvenir.

5-Privatización de los partidos o participación democrática.

Los partidos como servicio comunitario.

Según nuestro ordenamiento constitucional, los partidos son organizaciones fundamentales para el funcionamiento del sistema republicano y el ejercicio de la democracia. Con esta finalidad, que significa, en síntesis, un verdadero servicio comunitario, el Estado da forma institucional a los partidos, a los que legaliza, promueve y contribuye a su mantenimiento. La condición, obviamente, es que estas estructuras cumplan lo mejor posible con el propósito de canalizar, con libertad y pluralismo, la participación ciudadana en la vida pública de nuestro país, en los niveles nacional, provincial y municipal.

Cuando estos fines no se cumplen, al menos en lo esencial, todo el sistema se desnaturaliza y corrompe, sea por el sectarismo de sus dirigentes y su actitud de facción e intolerancia; sea por las expectativas de aquellas personas, grupos y sectores que no encuentran cauce de contención y expresión de su voluntad participativa. La disgregación de la opinión, la reducción al individualismo indiferente y la anarquía son los efectos perniciosos de este mal comportamiento.

Tales vicios del funcionamiento democrático van gestando, irónicamente, un clima antidemocrático, proclive a pendular hacia el extremo autoritario en sus diversas manifestaciones. Esto impide la continuidad de la vida institucional normal, que es la única que garantiza, junto a la maduración de la sociedad civil, el crecimiento y desenvolvimiento de nuestro potencial nacional. En fin, que nos damos el lujo de olvidar la experiencia histórica, que señala la inermidad crónica del subdesarrollo respecto de las irrupciones dictatoriales de distinto signo.

La lealtad a lo esencial del ideario político

Por estas razones, es conveniente analizar los factores y tendencias que parecen condenarnos a nuevas frustraciones; empezando por el exceso de pragmatismo- degradado a utilitarismo y oportunismo- con que se ciegan las fuentes primordiales de los grandes partidos, que son los que nacieron defendiendo la libertad política y la justicia social. No se trata de congelar la historia y caer en la nostalgia y el dogmatismo extemporáneo, pero tampoco de olvidar el núcleo del ideario permanente como seguro de una actualización política ponderada.

La lejanía innecesaria y manifiesta, respecto de la clave originaria del movimiento, por citar un ejemplo, a cargo de las sucesivas tendencias llamadas foquistas, neoliberales y progresistas, desbordan el margen de lo tolerable en términos de adecuación y realismo político. En rigor, estas tendencias fueron y son funcionales al régimen de dependencia que decimos combatir; y hacen un daño adicional cuando pretenden convertir lo que podría ser una táctica de sobrevivencia política en una ideología diferente.

Y en la Argentina ya sabemos lo que pasa con las ideologías -casi siempre importadas- que se vuelven cerradas, minoritarias y excluyentes, promoviendo en última instancia nuestra larga serie de enfrentamientos internos. Esto las diferencia de las doctrinas, derivadas de una identidad cultural creadora, que dan orientaciones y criterios aplicables por la estrategia en beneficio del conjunto: porque la verdadera conducción no puede ser nunca sectaria.

Sin ideas propias ni valores; es decir, sin los elementos cualitativos de su accionar, las fuerzas política son dominadas por los elementos cuantitativos – que en forma de dinero, cargos, publicidad y encuestas comerciales- terminan por impregnar toda la estructura partidaria, instrumentada y dirigida por tanto a los negocios y negociados de la corrupción. Es un círculo vicioso que anula toda transmisión de normas y principios democráticos, para ceder su primacía al poder plutocrático: el poder económico y su consecuente despliegue mediático y redes de influencia.


La imposición mediática de ideas vacías

En este marco impera la sofisticación tecnológica del poder de la información y la comunicación actual que, por su propia naturaleza de negocio a gran escala, está asociada o manejada por las corporaciones transnacionales. Lo mediático usurpa con comodidad todos los espacios públicos y domésticos, imponiendo un sistema omnipresente de “ideas vacías”, -un pensamiento sin pensar- de quienes somos objetos de su acción.

Como, por su lado, los partidos no han organizado su propio sistema de enlace y comunicación, para relacionarse por obra de los cuadros articulados con sus bases, dependen totalmente de los medios, con lo que son dirigidos por éstos a nombre de sus mandantes económicos y financieros. Lamentablemente, esta es una práctica que se ha extendido demasiado por el mundo occidental, demostrando que -aún en los países reputados por su continuidad democrática- existe una cúpula encubierta de dirección plutocrática, y un “ejército represivo” de manipulación informativa y acción psicológica.

Más que una ideología transnacional única, con obediencia política debida, existe una dominación mediática que impone un perfil publicitario a las consignas simplificadas de su propuesta, y a las inconsistentes figuras decorativas de su mensaje masificante. Se trata, pues, de no pensar y no participar, sino de “consumir” campañas electorales y noticias ya digeridas, en todo tiempo y lugar. Así se obtiene una insectificación de la opinión pública, siempre vacilante y cambiante, donde cualquiera sigue a cualquiera, por un tiempo provisorio, sin darse a nadie como referencia de conducción trascendente.


La feudalización de lo estatal y lo público

Persiste, en consecuencia, un desconcepto que estuvo ligado a las últimas décadas de historia argentina: los votos anónimos están en el movimiento, pero los protagonistas divulgados están fuera de él y hacen “entrismo” para acceder al gobierno. Es una malformación política que introduce desviaciones de derecha e izquierda -por llamarlas de alguna manera- sin ningún pudor respecto de una militancia perseverante y auténtica, que resulta discriminada de las posiciones importantes.

Tal “selección al revés” se agrava con el deterioro cultural y ético que genera la transgresión moral sin sentido, que con imágenes y contenidos de provocación al sistema, más aparentes que otra cosa, ocluye la realización en si de las reformas estructurales necesarias en el campo político, económico y social. Como dijimos, transgresión unida a consumismo e individualismo exacerbado, hacen la mezcla explosiva que destruye las bases de la comunidad organizada y su proyección vital de destino.

En este marco, ya difícil de comprender y reordenar, ocurre la grave rémora de la regresión a lo peor del caciquismo, en una suerte de retorno al feudalismo político que ha sido estudiado como fenómeno contemporáneo por varios analistas de prestigio. Esta involución se expresa drásticamente en la privatización desmedida de lo estatal y lo público, en su calidad de espacios, funciones y contenidos que son expropiados de una comunidad de soberanía conjunta y compartida.

Así acontece con la privatización en particular de los partidos populares, que surgieron y se desarrollaron como entidades de esfuerzo colectivo, y hoy son copados y apropiados por grupos extraños al eje central de su trayectoria principal. De este modo, hay poco éxito comicial, y lo que se consigue a punta de recursos mal habidos e influencia oficial, se apuesta en pleno a la red de prebendas materiales de un sistema saturado de ambiciones ilimitadas.


De la realidad negativa a la voluntad transformadora

El realismo, sin duda, con que efectuamos esta narración obligada, no implica necesariamente pesimismo para las voluntades decididas a perseverar en su vocación y misión nacional. Para ello, es menester contestar las preguntas: ¿queremos ser?, ¿queremos saber?, ¿queremos hacer? Son interrogantes existenciales que se deben responder desde lo profundo del corazón, si deseamos salir del complejo de inferioridad que ataca a la condición argentina, y que se suele disimular con arrogancia o prepotencia, para esconder el hecho doloroso de ser un “subpaís” que nos hace sentir “subhumanos”, lo que el colonialismo administra e impera.

Luchemos, entonces, por el verdadero rol de los movimientos-partidos, como ecuación integral de participación social y representatividad política, para una democracia real y no un engendro de ociosas formalidades cívicas. Estas no profundizan el estudio de nuestros grandes problemas que son de conducción, de gestión, de planificación y de formación, en un territorio pródigo de recursos naturales e históricos donde todo está por hacerse.

6-Las virtudes civiles definen la cultura política.

Un esfuerzo continuado y conjunto

La relación directa que existe entre las virtudes civiles, sentidas y practicadas como tales, y el nivel de la cultura política de una sociedad, es simple de explicar pero no siempre fácil de realizar. Por el absurdo, en cambio, se perciben claramente sus ambigüedades y falencias; porque la comunidad, carente del principio de unión y solidaridad, se divide, aisla o enfrenta. Así el proceso evolutivo social se interrumpe y retrocede, afectando desde la vida cotidiana, hasta la conciencia colectiva de un destino que no presenta una finalidad común y comprensible.

Si no queremos compartir una nación -como hogar y patria de pertenencia- el “estar” sin “ser” agudiza las contradicciones sociales y políticas de una sociedad a medias; y disminuye las posibilidades de una prosperidad conjunta basada en el trabajo y la producción, porque el divisionismo se manifiesta como especulación e indolencia, a costa de la disciplina voluntaria propia de una comunidad organizada y creadora.

Por consiguiente, la educación o reeducación comunitaria demanda la acción de pensadores y predicadores con convicciones resistentes a toda desilusión; para avanzar, al ritmo posible pero constante, en la formación de mejores niveles de conciencia nacional: allí donde las ideas ideológicas ceden a los saberes culturales y donde el clasismo social se rinde a la categoría superior de pueblo.

Por lo demás, la lucha por la libertad, expresada como emancipación, y requerida para la realización de nuestra potencialidad como país, continúa; porque tiene una atracción irresistible en la sucesión de las generaciones que se renuevan y trasvasan sus contenidos más nobles. Siempre la fuerza de la juventud se impone en un momento de rebeldía que, para no ser efímero, tiene que encontrar sus raíces y su proyección, amalgamándose con las otras etapas históricas en su esfuerzo continuado y conjunto.

La organización política integral

En el mejor sentido de la palabra hablamos de una secuencia finalmente revolucionaria, no por plantear metas extremas acompañadas de violencia, sino por hilvanar las reformas posibles que produzcan cambios ciertos e irreversibles. En vez de violencia, pues, energía y capacitación para transformar los hábitos partidistas caducos, en orden a establecer una organicidad política integral: teórica, técnica y práctica, centrada en la formación de cuadros.

Difícilmente la reforma política vendrá por la legislación de formalidades dirigidas a los actuales rótulos electorales; ya que los supuestos dirigentes, constituidos en “clase política” o corporación profesionalizada para lucrar con los cargos públicos, no se atreverán a someterse a la crítica en serio de sus actitudes y procedimientos. La reforma, por el contrario, surgirá de un cambio de hecho por la aparición de lo nuevo, encarnado en aquellos líderes comunitarios que aspiren a conducir con dignidad y grandeza, y se preparan para hacerlo.

Conducción significa grandes logros obtenidos con grandes esfuerzos; porque los pequeños objetivos y las pequeñas acciones sólo refieren a la mera administración de las cosas, y un pasar sin pena ni gloria, cuando no ser responsables por inercia del agravamiento de la situación. Conducir, entonces, es extender la mirada y la presencia del liderazgo sobre la dimensión del tiempo y del espacio, para elaborar, proponer y sostener los proyectos estratégicos que demanda superar la repetición permanente de la crisis.

La formación de cuadros

Este tipo de proyectos de largo alcance, sostenidos -como dijimos- por organizaciones políticas integrales, y no sólo parcializadas en lo comicial, exigen la formación de cuadros auxiliares y de enlace en cantidad y calidad: cientos por provincia y miles en el país; ya que un trabajo de esta características, intenso y permanente, no puede encararse con simples círculos de confianza o grupos de acompañantes cortesanos.

Hace falta desarrollar inteligencias analíticas y creadoras, aptas para aplicar las líneas generales de acción a cada una de las realidades locales. Y promover un espíritu crítico-constructivo, tan alejado del divisionismo como de la obsecuencia, porque es tan malo interferir constantemente como opinar sólo aquello que se quiere escuchar. La clave es mantenerse en lo posible por encima de las rencillas internas y, sin dejar de ser leales, el udi r el personalismo excesivo y ramplón de los dirigentes improvisados.

El autodominio de la ambición de quien dirige evita que la conducción degrade a dominación. Esta última acaba con los valores civiles cuya naturaleza es conciente y voluntaria. La disciplina es necesaria, pero no a costa de un falso verticalismo que cercena la libertad de pensar, de expresarse y de relacionarse. El gregarismo y el caudillismo, que tuvieron en el pasado su justificación histórica, no pueden ser ahora excusas para el aprovechamiento personal del caos orgánico, cuando es imprescindible disponer de fuerzas bien estructuradas.

Es hora de que lo gregario se eleve a lo orgánico; y que la conducción deje de ser un hecho individual de intrigas y secretos, para constituir un sistema articulado y transparente, en todos los niveles que hacen falta, para orientar y contener a cuadros y bases. Todo esto se une en la concepción y en la ejecución, cuando se manifiesta la excelencia, y reina el prestigio, y no únicamente la popularidad, junto a los principios de identidad y pertenencia.


Ningún pueblo se realiza sin virtudes ni valores

Hay quienes dicen, con cierta razón, que los argentinos tenemos más cultura política que fuerzas políticas bien conducidas y organizadas. Prefiero completar el concepto con la afirmación que la cultura requiere conferir sentido a todo el ámbito que nos rodea; y esto se evidencia en un determinado lenguaje, estilo emocional e instituciones vigentes. En este aspecto hay mucho por hacer, dado los mensajes incoherentes, las pasiones desbordadas y los intereses sectoriales que se abalanzan sobre la comunidad y sus normas.

Estoy de acuerdo con que predicar virtudes en medio de la anomia puede parecer ingenuo o sospechoso, pero la conclusión es concreta: ningún pueblo se realizó sin valores. Al contrario, el apogeo de los países respondió al cumplimiento de sus grandes principios, en cada época histórica; y su caída obedeció a su extravío. Ninguno se realizó sin trabajo, sin unión, sin conducta y sin proyecto.

Recordemos que los centros dominantes, al inculcar la idea de su “modelo”, impuesto como el único válido, privilegian el poder económico y desdeñan la política como algo superfluo. Para ellos, los partidos son empresas precarias de administradores de gobierno a su disposición estratégica, porque postulan que -también en la acción política- la producción social debe apropiarse de modo individual. Para nosotros, sin embargo, ubicados en el ángulo opuesto de esta determinación, el poder político es el centro orientador indispensable, cuando pertenece al pueblo por medio de un verdadero liderazgo, que le da sentido, significación y utilidad en beneficio de las grandes mayorías.

En consecuencia, no hay que eludir el compromiso con la realidad y sí luchar para que las personas singulares que componen “el nosotros social”, no desaparezcan en el anonimato de una masa pasiva; porque la uniformidad desprovista de carácter no es unidad. Y lo que en realidad corresponde, es un hacer político relacionado siempre al seno de la sociedad, como ámbito de rescate y valorización del trabajo acumulado por todos quienes la integran, con voluntad de participar y vínculo de identificación cultural.

7-Política con método estratégico o improvisación permanente.

Hay otra historia, válida para una estrategia diferente

En el corazón de la alta política late la estrategia, que -proviniendo históricamente del arte militar clásico- se adopta, recrea y aplica en el arte civil. Por esta razón básica, tratar de dirigir y gobernar sin el auxilio de la estrategia como método de conducción, expone a una improvisación riesgosa, que signa etapas de poder vacilante y efímero. Un poder sin sucesión en un proyecto nacional que, por su largo aliento, debe armonizarse en la continuidad del tiempo.

Entre nosotros, un gran liderazgo creó esta fusión muy sólida entre política y estrategia, que -válida sin duda a nivel universal- tenía que identificarse necesariamente con nuestro pueblo y territorio; ya que representa criterio y destrezas que se manifiestan según sea el campo específico de acción. A diferencia de los sistemas “ideológicos”, la estrategia adapta exactamente sus principios y procedimientos a un determinado escenario o teatro de operaciones, para aspirar al éxito.

Los que tuvimos la oportunidad de recibir este mensaje como discípulos, dedicamos la vida a predicar la conducción política y social, con centro en la técnica especial de la estrategia; tanto en la formación de cuadros -que llamamos “cuadros integrales”- como en las organizaciones de base e intermedias. Lo hicimos constituyendo proyectos generacionales, equidistante de las vías extremas del 70, y de las ingerencias de los centros dominantes. Fueron proyectos de lucha ardorosa, pero no por la violencia, sino por los valores e ideales de una juventud agradecida y leal.

Pero la historia no sólo es el camino recorrido por los hechos concretos, sino una determinada narración de ellos, que muchas veces se amolda a las modas, circunstancia e intereses de los años siguientes. Luego: hay otra historia; que en nuestro caso debe relatarse en cada lugar y momento oportuno, a requerimiento de quienes buscan la verdad. Así, dar respuesta a esa inquietud puede contribuir a un juicio ecuánime del pasado, para facilitar la recomposición del presente, el diseño inteligente de una nueva estrategia para la construcción del porvenir.

La teoría hecha práctica, crítica y técnica

La estrategia, en la acepción apropiada a la sociedad civil, se refiere a la conducción superior de grandes organizaciones. Ella traza el camino más adecuado para aproximarse al objetivo principal, y llegar a la situación decisiva en las mejores condiciones posibles. En ese momento le cede el mando a la táctica, para su ejecución en el terreno.

Como proceso intelectual la estrategia se recicla en forma permanente: parte de la práctica y, vía la crítica, llega a ajustar su teoría, resumida en ciertos principios fundamentales. Desde la teoría, a su vez vuelve a la práctica, por la vía de la técnica. Se destaca, en consecuencia, por su naturaleza pragmática, que se expresa en el espíritu crítico por la comparación constante de resultados hasta lograr la victoria; y también por la solvencia técnica con que exige sustentar sus procedimientos de detalle.

La estrategia requiere penetrar los hechos en su esencia; relacionarlos entre sí en una síntesis operativa; y percibir las principales tendencias en curso. De este modo, pueden preverse las oportunidades de avance y retroceso, sin perder coherencia en la continuidad de las operaciones y en la profundidad del dispositivo. Nacida, pues, de la meditación y el cálculo, la idea estratégica no se aparta nunca de la realidad, y despliega una gran energía para disponer todas las fuerzas y medios necesarios al plan imaginado que impulsa.

La alternativa regional de sobrevivencia y proyección

Por consiguiente, debemos volver al pensar y al decir estratégico, para reconstruir la política que esta en crisis en el teórico, en lo práctico y en lo organizativo. Esta crisis, claramente, es mundial, como lo evidenció primero la implosión soviética y después la gran crisis de capitalismo trasnacional cuyos efectos perversos se exportaran a los países dependientes; situación que por esta causa inédita, ofrece acicates geopolíticos más amplios y flexibles para avanzar con estrategias propias como alternativas de sobrevivencia y proyección.

Una serie de países grandes y medianos, que son conocidos por todos, están aprovechando ese punto de ruptura y apertura respecto de la etapa anterior,

-que transitó entre el poder bipolar y el poder unilateral-, rescatando con diferentes matices las doctrinas nacionales. Allí es preciso discernir: los nacionalistas expansivos de dominación; y los nacionalismos populares de emancipación. Ambos, sin embargo, afectan el rol del hegemonismo porque avanzan con propuestas de cooperación e integración.

En América del Sur, donde es menester recobrar una legitima influencia, hay países hermanos que están aprovechando estas condiciones propicias, cuyo planteo es atractivo en tanto supone una asociación estratégica que trasciende el juego menor de las relaciones exteriores de una diplomacia burocrática y anticuada. Pero esta asociación, para tener garantías, requiere el peso de un poder nacional que no desarrollamos por nuestras controversias internas; lo que es suicida dada la relación directa que hoy, más que nunca, existe entre la realidad de cada país y el ámbito regional y mundial.

Cuando nos referimos a la unión regional abarcamos algo más que la mera concepción economicista, que termina en la mesa de negociación del intercambio comercial. Este tipo de acuerdos no tiene destino si no va enmarcado en un concepto integral de política de integración y de defensa cooperativa; para que la fuerza y la vinculación dadas a partir de estas áreas, dinamicen la creación de grandes espacios de soberanía mancomunadas, con real impacto global.

Unir a las generaciones argentinas

Este desafío externo es el que nos exige, repetimos encontrar los términos de la unidad argentina según su propio modelo, que incluye salir de la mediocridad y alcanzar la excelencia. Dicho de otro modo, y aunque respetemos las tendencias llamadas “populistas” en otras latitudes, debemos trascender a lo realmente popular; que es una evolución política que implica concertar proyectos, formular doctrinas, formar cuadros y descentralizar tácticamente la conducción como sistema orgánico y no estructura discrecional. Porque la historia sanciona al líder populista que no supera su etapa inicial, masivamente justificada, y va gastando su capital político hasta el asilamiento.

Vivimos la transición entre épocas distintas y quizás opuestas. Es un tramo histórico difícil por el nihilismo de los intelectuales, la anomia de la gente y la codicia de los dirigentes: sea en el plano económico, político o social. Todo, en fin, facilita la corrupción, no solamente como actitud inmoral o anti ética de individuos, grupos y sectores, sino como descomposición organizativa general de las fuerzas políticas. Por lo demás ha desaparecido, al menos por ahora, la estirpe de los grandes conductores que -a partir del prestigio personal y el respeto que imponían- vigilaban las burocracias ambiciosas de sus propias partidas.

La juventud tampoco es hoy un factor dinamizador del proceso político, que otras veces cuestionó y desafió en demasía. Aquí el péndulo pasó de un extremo a otro, lo cual no resulta un buen presagio. La falta de interés juvenil en la política -que puede tener su justificación en el rechazo a la actual dirigencia- es, si se prolonga mucho, contra producente; porque inhibe la captación de la realidad a toda una nueva generación, y la aparta de su compromiso de participación en la comunidad de pertenencia.

La crisis es angustiosa de por sí, pero si además se la vive aisladamente, sin apoyo ni ayuda ni consejo, puede llegar a ser más destructiva. Por eso hay que reunir a las generaciones argentinas. Hoy, en el desorden total, el vínculo entre ellas es, quizás, por el lado malo: cinismo, burocracia y oportunismo. Mañana, puede primar el lado bueno: sabiduría, capacidad de gestión y mística.