viernes, 26 de marzo de 2010

Las coincidencias básicas del ejercicio democrático.


Ser y estar en la política


La acción política exige una batalla de presencia; presupone la vocación de “ser político” y de “estar en la política” como decisión militante y consecuente con un compromiso real de proximidad y contacto con la base social que la sustenta. El alejamiento de esta base, configurando una corporación concebida como “clase política”, es lo contrario exactamente del arte de conducir; porque el conjunto de la comunidad funciona como una entidad vital y orgánica, y no por estamentos estáticos y mecánicos de obediencia partidista. Este compromiso, entonces, es imposible de evitar, so pena de un rechazo total que tarde o temprano se manifestará.

El “ser político” de acuerdo a esta definición primordial implica autenticidad y entrega, donde el hacer es dar y darse; y no un juego de simulación para servirse personalmente de puestos y prebendas. Cuando esto ocurre, hay una relación de agresión, que denota falta de sensibilidad y prepotencia; porque no puede haber respeto de posiciones y jerarquías partidarias, si no se cumple la misión ni las funciones que el ciudadano delega en el sistema republicano de representación.


El “estar en la política”, a su vez, significa saber captar y vivir en el contexto de una realidad que alimenta los contenidos de la acción, confiriendo sentido y dignidad al código político de los dirigentes. En consecuencia, ese “estar” cuando resulta mal planteado o mal llevado por desinterés o ambiciones desmedidas, sofoca el “ser” y lo degrada en algo sin substancia. Así la cultura política no existe, pues se rebaja a la mera ostentación de cargos y aparatos, que son objetos y no sujetos del quehacer democrático; vía por la cual, paralelamente, se pierde toda objetividad y razonabilidad en las relaciones y discusiones que requieren trascender en el plano institucional .

Tales relaciones, que naturalmente parten de perspectivas diferentes, no pueden sin embargo ocupar y mantener el espacio constitucional si no encuentran puntos básicos o mínimos de conciliación de opuestos. Porque en la experiencia histórica, las tendencias beligerantes, si lo hacen de forma absoluta y crónica, van girando de la política propia de los medios pacíficos a su continuación por la violencia, en las palabras y los hechos, bajo los términos lamentables de una confrontación civil de pronóstico incierto.



El valor de la persuasión sin arrogancia


Para obtener una apreciación coherente de la realidad, lo que se debe conocer son los fenómenos políticos, o sea: las manifestaciones de los distintos factores y hechos tal cual se dan, con todas sus contradicciones. Tratar de que sea esta misma realidad la que conteste, dentro de una lógica sin artificios ni mañas, las principales preguntas que nos hacemos: es decir, explorar y desentrañar la situación y sus diferentes alternativas con un criterio analítico, y no en una tesitura personal que afecta al pensar más objetivo y calmo.


Así, por la comprensión y el entendimiento político, podremos reunir, resumir y sintetizar aquellos ejes y elementos esenciales de información que nos lleven a razonamientos coherentes y, por lo tanto, pasibles de transmitir y compartir. Esta es la aproximación a la razón en la facultad de las ideas políticas, que va descartando en lo posible las actitudes irracionales. No nos referimos, por supuesto, al núcleo de creencias, valores y anhelos que subyacen legítimamente en el trasfondo de los movimientos y fuerzas políticas, porque ello constituye la parte más humana de cada organización.


Lo que tenemos que desterrar no es esto, sino la falta de ponderación y de prudencia, y el exceso de sectarismo y animadversión, que se expresan hoy mediante resentimientos, difamaciones y contragolpes. También en política, recordemos, la razón práctica se determina por la persuasión, el buen trato y la disposición espiritual para trabajar según el principio de unidad en los grandes objetivos nacionales.


Ningún proyecto, plan o tendencia tiene en política un progreso lineal e indetenible; y todo avance admite detenciones, retrocesos y crisis. Si no sabemos manejarnos en esos momentos difíciles, perderemos la acumulación de efecto que caracteriza a una buena estrategia; porque ella debe asumir por igual sus victorias y derrotas; y discernir lo que podemos hacer solos, de aquello que necesariamente tenemos que construir acompañados.



Combinar audacia y prudencia


Como enseñan los clásicos, el campo operativo de la acción se crea, para lo cual parte de un pensamiento de poder determinado por nuestras convicciones y posibilidades más propias. Pero la factibilidad de esta estrategia, y la probabilidad de llevarla al éxito, depende paso a paso del cálculo de posibilidades en el complejo táctico de fortalezas, oportunidades, debilidades y amenazas.


El discurso político es insuficiente. La acción mediática es insuficiente. La búsqueda de amigos y aliados también. Pero la dosificación adecuada de éstas y otras actividades y propuestas, nos acerca con perseverancia al logro del triunfo en tiempo y espacio. Es una combinación equilibrada de audacia y prudencia, donde el exceso de un término de esta ecuación directriz, acarrea el fracaso seguro, por encima de la terquedad y la ira que así resultan malas consejeras.


No queda otro camino que interpretar la realidad, y construir un sistema articulado para avanzar en ella. Y mantener una vigilancia especial ante todos los hechos nuevos de carácter desencadenante de cambios en las relaciones de poder. Por otra parte, la acción política prefiere la flexibilidad a la rigidez, y en esto casi siempre se distingue de otras formas de conducción, como la militar, porque el liderazgo político se sostiene en el acierto y no en la disciplina.


El sectarismo es el primer enemigo de la conducción, porque el horizonte político se eleva únicamente con grandes objetivos, y éstos: o se construyen y alcanzan colectivamente o se frustran. De ahí, la amplitud a imprimir a las estructuras de participación, y la necesidad de formar suficientes cuadros de enlace y contención, para generar la organización imprescindible que al final vence al tiempo. Por lo demás, el propio juzgamiento de los hechos del pasado – que requiere no sólo memoria, verdad y justicia – debe realizarse desde la perspectiva constructiva del futuro, porque siempre, como enseña la filosofía: “lo útil mira al porvenir”.



Serás lo que debes ser


Formar un líder es crear un creador. Una personalidad especial, sin miedo a sus propios pensamientos, y que confía en sí mismo. En la partida, hay también muchos “héroes a la fuerza” que las circunstancias ponen y sacan del escenario principal sin mayor esfuerzo ni trascendencia; porque –como dice el refrán- “quien no cree en sí mismo miente siempre y traiciona”. De allí el axioma también conocido: “serás lo que debes ser o no serás nada”.

Toda gran política quiere algo más que política: quiere historia. Y el verdadero militante debe estar atento y preparado para realizarla cuando llegan los momentos propicios de los ciclos transformadores. Pero la historia tiene un precio, y quien no esté dispuesto a pagarlo, demuestra que no la merece. Esta es una cuestión estratégica, ética y moral, que vincula al oficio de conducir con las dudas existenciales de quienes deben optar: entre la espiritualidad de una concepción política humanista o sus propias ambiciones materiales.


Valga esta reflexión para reiterar que sólo las actitudes y conductas políticas abnegadas y creadoras, son capaces de sostener y fortalecer el desarrollo de una auténtica democracia con justicia social. Es una idea compatible con el análisis riguroso de las situaciones peligrosas, porque en circunstancias culminantes el futuro puede leerse anticipadamente en los datos y noticias del presente.


Ser conducción de verdad incluye la resolución y la capacidad de evitar el caos, que significa una negación total de la libertad. Prevenirlo con la elocuencia de la claridad, es una tarea directa e irrenunciable de todos los dirigentes y partidos políticos. En cuanto a los militantes de cualquier signo y nivel, creo que lo que realmente importa es la intensidad y seriedad con que abrazamos nuestros ideales y nos comprometemos con ellos en una participación activa y constante.

Política y antipolítica en un escenario de fragmentación social.


Los múltiples polos de la decadencia.


La verdadera política es el ejercicio legítimo del liderazgo y su aplicación constructiva al logro de las aspiraciones de la comunidad. La fuente de su creatividad es la exigencia de solucionar los problemas cotidianos de la gente, sin perder el rumbo del destino nacional en las vicisitudes del presente, que es la amalgama histórica de su pasado y futuro. Antipolítica, por su parte, es lo contrario de esta definición dinámica, porque significa obstruir el camino con la combinación de incapacidad y deshonestidad.

La condición política, sea del oficialismo o de la oposición, no se improvisa y menos en períodos de crisis, amenazados por la disolución de la identidad de pertenencia en un escenario de fragmentación. Allí naufraga el partidismo, el punterismo, el clientelismo y la especulación electoral, aunque éstos sean los métodos que dieron resultado hasta ayer. Y tampoco sirve el amiguismo y el reparto de medios e influencias, con que se suele sustituir la convocatoria amplia e inteligente a la honestidad y la excelencia.


Las meras alianzas entre distintas expresiones del naufragio que flotan todavía sobre las circunstancias de la superficie política, son igualmente frágiles y aleatorias, ya que carecen de estructuras reales de contención civil y participación. Ellos no garantizan fortaleza institucional sino debilidad, porque la conducción no es un problema de cantidad sino de calidad, y ésta no existe cuando reinan la ambigüedad, el descrédito y a veces el ridículo. Se forman así múltiples polos de partidocracia decadente que, con sus súbitos cambios y permanentes divisiones, erosionan la democracia que tanto nos costó recuperar. Se arriesga entonces el juicio despectivo del ciudadano a todos los políticos, y aún a toda la política, como si la mala praxis de los dirigentes justificase el retorno al autoritarismo y la represión de tiempos que parecen superados.


Tendremos que averiguar cómo llegamos a esta situación que parece increíble, por la saturación de lo mediocre, la reiteración de las astucias efímeras, y la audacia de las ambiciones desmedidas. Porque la Argentina no es el último lugar de África, Asia o América Latina. Es un país de ingentes recursos naturales y humanos, productor de una singularidad cultural reconocida en el mundo, y protagonista de una historia irradiante en sus contrastes y victorias. Merece pues la continuación de su proyecto nacional y la consolidación de su inserción regional.



El plano inclinado de la anomia


Ni el simple discurso político sirve ya para distinguir a los dirigentes de las distintas parcialidades y sectores, a quienes es más fácil reconocer por los intereses personales que concitan y animan sus reuniones, en círculos cerrados y distantes por igual del pueblo. Muchos olvidan, además, que en el sistema republicano y democrático, el principio de elección debe ir de la mano de un criterio de selección y eficacia; porque el voto confiere sin duda la legitimidad de origen, pero ésta se diluye con las gestiones y acciones incorrectas.


Sin embargo, los criticados dirigentes no emergen por generación espontánea. En última instancia, somos todos nosotros, como pueblo, los responsables de esta situación que, sin soluciones a la vista, puede seguir largamente en el plano inclinado de la anomia. Y ella sí pondría en duda la propia voluntad del ser argentino. ¿Queremos ser argentinos? Nuestro individualismo acérrimo parece negarlo. ¿Tenemos fe nacional? Es la pregunta que nos debemos hacer con sinceridad, porque contestarla positivamente comprende la decisión individual y colectiva de realizarnos a la vez como personas y como sociedad.


Las naciones como los hombres, en los momentos cruciales de su vida, vuelven a las imágenes recurrentes de sus buenos y malos sueños infantiles y juveniles. Es una especie de pecado original político, que llama a la consideración de los pueblos desde su propio mito fundacional, recordándoles sus temores ancestrales, sus frustraciones angustiosas y los desafíos aún pendientes. Es necesario comprender este proceso doloroso de la conciencia colectiva para poderlo superar, evitando el pesimismo sistemático que nos cree condenados al fracaso definitivo.


Es una cuestión existencial nuestra: debemos reconocerla y hacernos cargo de ella, sin desconocer las presiones y las especulaciones de quienes medran con nuestra indecisión. Estos problemas irresueltos, estas categorías agónicas de la argentinidad dividida y enfrentada, se repitieron y repiten en todas las crisis políticas y económicas que afectaron y afectan a nuestra trayectoria institucional. Por consiguiente, hay que reflexionar en todas las cuestiones, de forma y de fondo, donde las crisis cíclicas se consumaron sin debatir y consensuar las propuestas fundamentales de cada época. El diálogo quizás habría legitimado y consolidado aún más el concepto de lo nacional y popular, exponiéndolo a la prueba de lo conveniente y lo posible: en política, economía, justicia social, cultura y defensa nacional. Porque en el trance de conducir; “lo que no es posible es falso”.


No se trata de incurrir en la soberbia de pretender originalidad, porque el arte es extraer meras lecciones de la sabiduría y la prudencia; y aprender de los ensayos y los fracasos que, bien analizados, se constituyen en fuente de experiencia, comparación y rectificación. La tarea es elaborar un pensamiento político estratégico, despersonalizado e institucionalizado, para que sea patrimonio común; y culmine en la síntesis de un lenguaje simbólico que se incorpore y funcione normalmente en nuestra realidad cotidiana.



Un cambio de mentalidad y cultura política


Quienes ejercen la conducción superior, no en forma nominal sino real, encarnan durante el tiempo de su acción trascendental el dinamismo integral de su comunidad. Este carácter integral es de naturaleza cultural, porque abarca de manera amplia todas las actividades políticas, económicas y sociales de la personalidad plena del país. Y además, porque las sintetiza de modo operativo en una estructura codificada de lenguaje, ideas, instituciones y procedimientos como un todo comprensible y efectivo de acción. Estos son los conductores que conducen, y no se dejan conducir por los acontecimientos.


Los grandes sucesos renovadores de la historia política no han sido “puristas” ni excluyentes, y supieron engarzar a viejos y nuevos protagonistas e incorporar a distintos sectores sociales. Lo nuevo, en rigor, estuvo en el impulso con que se aceptó el desafío de actualizar propuestas y proyectos. Reto del destino que hay que volver a encarar con coraje civil, asumiendo las responsabilidades que implica, y arrostrando los sacrificios que impone; es decir: saliendo del refugio del oportunismo y de la protección de la burocracia.


La provocación de los extremos, disfrazados de mayor coherencia ideológica, con la anuencia o no de círculos de poder internacionales o transnacionales, fomenta un enfrentamiento civil por la fragmentación social en la Argentina. Lo conciben como el “empujón” que falta, ante una situación inestable de empate, para decidir uno u otro rumbo en nuestra inserción continental y mundial. Y esto hace que, en medio de la crisis de representatividad y de representación, endémica en América Latina, se arriesguen aventuras corporativas sobre zonas económicas y de recursos naturales funcionales a intereses geopolíticos extraños (Malvinas).


El campo está siendo preparado, con la recurrente crisis institucional y el repudio ingenuo y frontal a toda la política, sin discernir lo bueno de lo malo, lo que anticipa el horizonte de posibles colapsos. A esto se agrega la política con un “gobierno de los jueces” que es inaceptable, al igual que confundir con los arrestos de una “democracia parlamentaria”, aquella que es la tradición legal argentina del presidencialismo, aunque esta tradición no justifique la arbitrariedad.


Tres poderes independientes pero no autárquicos


Los tres poderes de una república son independientes pero no autárquicos. Su equilibrio lo es por el acatamiento a sus distintos roles y funciones específicas. Es impensable que se pueda funcionar dentro del marco de deberes, derechos y garantías constitucionales, con la cooptación de un poder por otro, o con el aislamiento y la pugna permanente entre ellos, hecho que paraliza al país sin beneficio para nadie.


El sistema funciona en una dinámica integradora, apoyándose mutuamente como un todo sin perjuicio de disparidades puntuales, por asuntos específicos; y no como “partidos por encima de los partidos” con propósitos de prevalencia o avasallamiento. Son poderes culminantes pero no autosuficientes, lo cual no sólo consulta fundamentos éticos y normativos, sino criterios simples y directos de sentido común. En tal aspecto, debemos salir rápidamente de la discusión abstracta y capciosa, que ya aburre al ciudadano común, base insoslayable de toda democracia, y encarar las cosas pendientes concretas y eficaces.


“Ser” una fuerza política y un factor de decisión nacional, resulta algo distinto a especular en la política como profesión liberal e improductiva. Porque la política en esencia no se limita a la faz cuantitativa como el aparato, la caja, la encuesta y el proselitismo numérico. Es necesaria también una faz expresiva con contenidos conceptuales y simbólicos de ideas, sentimientos y valores para comunicar y construir un compromiso de participación. Sólo así la democracia se hace presente y efectiva, purgando progresivamente la práctica engañosa de la apariencia y el ilusionismo político. Significa, por supuesto, una tarea a largo plazo de educación ciudadana y comunitaria, que es lo único que asegura la unidad en la libertad y la diversidad.


Por lo demás, la verdadera crítica política no es la de la palabra, sino la de los nuevos hechos cargados de valores. Tal la acción que puede recuperar el prestigio perdido para dirigir por persuasión y no por combinaciones dudosas de cúpulas beneficiaras. Hay que proponerse, pues, objetivos y tareas; y no sólo artificios retóricos y mediáticos que no otorgan sentido ni dignidad a los partidos que no siguen una línea histórica determinada.



A la unidad por la razón y el diálogo


En el quehacer político la razón profunda, no el mero intelecto sin sabiduría, busca la unidad; pero no cualquier unidad sino aquella en que percibe la verdad. Este principio elemental de filosofía de la vida es válido totalmente para estadistas y conductores, ya que la reflexión y el diálogo de la gran política busca siempre esclarecer el ser nacional y brindarle su prédica y su acción para que éste prevalezca y salga fortalecido de la crisis.


La opción entonces no es “política o antipolítica” como nociones teóricas o académicas, sino como prácticas buenas o malas de la necesidad de representar y gobernar a una comunidad. La deshonestidad de la que hablamos aquí no se circunscribe a su aspecto doloso y material, sino a la ausencia espiritual y ética del Proyecto Nacional; porque sin él es imposible consensuar un entramado suficiente con las principales Políticas de Estado, no de partido o de grupo. Y sin el alma de este proyecto vertebral, todo el cuerpo orgánico de un país se frustra y se corrompe.


Por eso las preguntas existenciales que nos hacíamos antes, no son de orden literario sino práctico, porque el nuevo impulso presupone afirmar valores y no escudarse en la indiferencia o el anonimato. Tampoco hay que hablar porque sí, sin comprometerse en una participación imprescindible. En la espera activa de las cosas nuevas, sorpresivas y creativas que siempre actualizan la militancia política, la alternativa es construir formas de expresión y de acción que liberen de injustas ataduras el potencial extraordinario de nuestro destino compartido.

lunes, 15 de marzo de 2010

Chile: Tragedia, solidaridad y enseñanza para todos.

Recuperar la importancia del rol del Estado

La tragedia del vecino país de Chile que sufrió, en intensidad sísmica y extensión territorial, uno de los terremotos seguidos de maremoto más importantes de su historia, es antes que nada la ocasión para expresar nuestra solidaridad y apoyo a un pueblo hermano que, como siempre, sabrá resurgir del cruento embate de la naturaleza. Chile, más allá del sacrificio y el valor de sus ciudadanos, que sin duda harán el esfuerzo principal de reconstrucción, tiene el derecho de recibir la ayuda humanitaria que merece; y todos los países del continente, con los que se encuentra en proceso de integración mediante la UNASUR , tienen el deber de ofrecerla. No puede haber exceso de orgullo, en ningún lado, para aliviar el sufrimiento de la gente, en especial durante el período de emergencia.

Pero esta catástrofe natural, transmitida al detalle y en tiempo real por la globalización mediática, y por lo tanto particularmente vívida para cualquier espectador en todo el mundo, constituye también la oportunidad para hacer una serie de reflexiones de carácter preventivo. Así podremos extraer valiosas conclusiones que van desde lo técnico a lo social y desde lo político a lo estratégico, y que son válidas para todos.

En principio, digamos que un evento de esta magnitud pone en la máxima evidencia la importancia del Estado como organización fundamental de la comunidad, y estructura prácticamente única para actuar en la crisis humanitaria consiguiente. Como se advirtió, no fueron las empresas, ni los bancos, ni los partidos, ni los sindicatos, ni ninguna de las llamadas organizaciones no gubernamentales, las que estuvieron directamente en la primera línea de socorro y asistencia. Esto, que parece una obviedad, debe sin embargo remarcarse, ante el sostenido ataque del neoliberalismo -del tipo Consenso de Washington- a la propia concepción del Estado Nacional, con la finalidad poco disimulada de profundizar la penetración de las grandes corporaciones económicas y financieras.

Por supuesto que nos referimos a un Estado eficaz, con las inversiones necesarias para la prevención de mayores daños en catástrofes naturales y desastres causados por el hombre; y con una gestión ágil que elimine las trabas burocráticas para poder disponer oportunamente de los equipos y medios imprescindibles. No fue lamentablemente lo ocurrido el 27 de febrero, donde la prensa chilena info rmó que, por falta de equipos y especialistas, la conducción del país quedó “casi a ciegas” para evaluar la magnitud y extensión del sismo, retrasando así la toma de decisiones elementales, como decretar la zona de catástrofe y ordenar la inmediata movilización de las fuerzas armadas.

Profundizar el desarrollo tecnológico propio

Un aspecto crucial fue el colapso inicial de las comunicaciones, incluyendo los modernos equipos operados por militares. Esta mala actuación no debe sorprender demasiado, por la decepción que suele causar la muy costosa compra de material transnacional de sofisticada tecnología, que resulta después poco adaptable a su utilización concreta en el terreno en determinadas condiciones territoriales. Razón suficiente para otorgar también la prioridad correspondiente al desarrollo científico y tecnológico propio, ya sea nacional, o el que se pueda proyectar con los países hermanos que comparten una misma asociación estratégica, o aquél que pueda lograrse por una transferencia tecnológica plena [tipo Brasil- Francia].

Por lo demás, el equipamiento material por sí no sustituye la capacidad técnica y operativa de los recursos humanos asignados al funcionamiento del sistema. Una reflexión que nos lleva a destacar el valor de la formación y la capacitación, a partir de una mayor toma de conciencia y sensibilidad sobre cuestiones que ponen en riesgo la sobrevivencia de cientos de personas y el mantenimiento de los servicios vitales. La UNASUR tiene que ser útil a este objetivo de preparación general para emergencias de todo tipo, e intercambio de experiencias y métodos de formación de cuadros aptos para intervenir en ellas. Tampoco aquí habrá posibilidades de éxito obrando en tanto países individuales y aislados, en contra de una unión imperiosa y factible.

De igual modo, la centralización excesiva de sistemas y servicios, recomendada por criterios exclusivamente economicistas, resulta contraproducente en una catástrofe, porque una sóla falla puede colapsar toda la red. En consecuencia, hay que equiparar estos criterios de mayor rentabilidad con la perspectiva estratégica de una mejor administración de la crisis, diseñando las zonas convenientes de descentralización y las acciones y medios de alternativa y reserva.

La misión subsidiaria de las fuerzas armadas

Otro aspecto clave es el análisis de la oportunidad y forma en que se decidió y ejecutó la participación de las fuerzas armadas. Éstas tienen claramente asignadas, aquí y en todos los países del mundo, la importante misión subsidiaria de actuar en situaciones de catástrofe y desastre protegiendo y asistiendo a la población afectada. En estos casos, hay que desplegar con rapidez medios para alertar, socorrer y proveer logísticamente a grandes contingentes humanos, en una zona colapsada en sus comunicaciones y transportes, tarea compatible a la concentración, disciplina y equipamiento militar. Paralelamente, hay que garantizar el orden público por presencia, cuando las fuerzas policiales son evidentemente insuficientes o inexistentes en determinados lugares.

Quizás, este último aspecto fue apreciado erróneamente por el gabinete nacional que en Santiago, ciudad menos afectada por el sismo, juzgó inconveniente en un principio encargar a las fuerzas armadas el control operativo de las zonas afectadas. Según ha trascendido, se consideró allí que la “militarización” de las tareas de socorro mostraría a una mandataria defensora de los derechos humanos, violados por la última dictadura, como cediendo finalmente autoridad a los uniformados al término de su período constitucional.

De haber sido así, este prejuicio político podría haber costado muchas vidas en los lugares siniestrados, con lo cual la “imagen”, que se habría querido preservar, se expondría a la crítica histórica frente a los hechos concretos que tarde o temprano manifestarán su verdad. Una enseñanza importante, entonces, es descartar a futuro este prejuicio de contraste permanente civil-militar, que se refleja en una división de la sociedad y aumenta su indefensión en situaciones de grave riesgo.

Sería absurdo admitir que el cumplimento de misiones subsidiarias de apoyo a la comunidad y protección humanitaria, implica la reivindicación del autoritarismo de cualquier signo: porque el instrumento militar, en un régimen republicano y democrático, debe actuar en un todo de acuerdo a la conducción político-institucional de la cadena de mandos de la Defensa Nacional. Ésta es la línea que hay que fortalecer cada vez más, con la idoneidad de los funcionarios y la educación de los integrantes de las instituciones que componen el sistema.

El poder social como factor constituyente de la Defensa

Asimismo, cabe consignar el comportamiento social que, en una concepción de “defensa integral”, constituye una columna fundamental de la cohesión y fortaleza del conjunto nacional. En el balance se destacan, tanto las acciones solidarias y heroicas de muchos voluntarios que arriesgaron su vida y ofrecieron su trabajo incansable en función del bien común, como el fenómeno de la violencia. En este último caso, hay que diferenciar también entre el saqueo causado por la desesperación de los padres de familia sin recurso alguno, y los actos de pillaje y vandalismo totalmente injustificados.

Por poco agradable que parezca, éste es el lado oscuro a esclarecer, porque patentiza el gran sector postergado por ciertos modelos económicos, iniciados por dictaduras, que se presentan ante el mundo como “eficientes” pero al costo del no reconocimiento de vastos sectores marginados, sin atención suficiente por parte del Estado y la sociedad. Éstos son sin duda los sectores que, ante el colapso eventual de un orden que viven como excluyente, en sus bolsones de pobreza, emergen con fuerza mostrando las vulnerabilidades de este tipo de modelo económico asimétrico, sin equivalencia en cuanto a igualdad de oportunidades laborales y de vida.

En la experiencia histórica, cada catástrofe natural a escala es el equivalente, en su resultado destructivo, a una batalla perdida de la que hay que recuperarse. Y cada segmento social postergado, es una zona de debilidad conjunta que se potencia al presentarse nítidamente sobre la superficie política. Desafíos a tener en cuenta por el nuevo gobierno que, sin esta catástrofe, parecía representar el inicio de una pendulación hacia el centroderecha en el aspecto partidario de Nuestra América, luego de una etapa de centroizquierda [para llamarla de alguna manera, en la actual realidad latinoamericana de fragmentación de la representatividad política].

Reconstrucción, integración y paz

Todos estos factores, que tratamos de modo reducido, confluyen en el marco geopolítico de una región en transición que, sin terminar de entrar en una era integracionista de alcance continental, no termina de salir de la visión estrecha de las hipótesis conflictivas en el vecindario. Quizás por esta visión algunos estrategas transandinos se preocupan por haber dado una imagen de menor organicidad a la de un país “casi desarrollado”, que en rigor vive aún, más allá de los matices, dentro del mismo contexto suramericano necesitado de unión, estabilidad y trabajo.

Frente a esta tarea fundamental, cuyo motor es la identidad cultural y la contigüidad territorial, valen menos los grandes presupuestos bélicos que lo invertido y acumulado históricamente en desarrollo social y económico. Porque la Defensa Nacional comienza en la magnitud de todo un país y no sólo en un gasto mayor en equipamiento militar, que puede aparecer a algunos observadores como no equivalente entre países amigos en una “zona de paz”. Objetivamente, hoy existe un nuevo escenario estratégico, y tal vez esta percepción oportuna haya sido la causa de la sorpresiva visita de la secretaria de estado norteamericana a nuestro país, antes no incluída en su larga gira por el continente, y que culminó con expresiones elogiosas para la Argentina.

Cuando ha pasado el tiempo suficiente para una evaluación ecuánime, que no exagere ni disminuya los efectos de lo ocurrido, es posible definir con claridad los grandes ejes de acción a seguir. Una reconstrucción sobre bases firmes que exprese una total conciencia sísmica del país, cumpliendo al máximo las normativas de edificación correspondientes. Una valoración mayor del rol del Estado, sin perjuicio de actuar coordinadamente con las organizaciones autogestionadas de la comunidad. Y una legítima modernización de las fuerzas armadas de todos nuestros países, pero que no se llegue a percibir como una escalada armamentista: porque avanzar en el proceso de integración, exige la solución pacífica de los conflictos subsistentes entre quienes estamos unidos por la geografía y por la historia épica de nuestra fundación.

miércoles, 3 de marzo de 2010

Hacia la organización de Estados de nuestra América.

La autonomía factible en un mundo contemporáneo en transición

La Cumbre de la Unidad realizada por lo más altos representantes de nuestros países en la Riviera Maya , México, parece apuntar decididamente a construir un espacio común para el desarrollo sostenible de América Latina y el Caribe por nosotros mismos, sin tutelas ineficaces respecto al propósito de la integración. La Declaración de Cancún del 23 de febrero de 2010 así lo define claramente, más allá de la reiteración de múltiples expresiones de deseo y promesas de hermandad, que son propias de estos tediosos documentos diplomáticos. Pero ésta no fue simplemente una reunión más.

Han trascendido, además, algunas de las posiciones y discusiones contrastantes, tanto aquellas de la retórica grandilocuente, como alguna otra de un mandatario que, por sus compromisos demasiado visibles con el hegemonismo, concurrió al final de la reunión con fines divisionistas para frustrar el acuerdo. Pero éste prevaleció, sin duda, ante la persistencia de la evidente ineficacia de la OEA , creada en 1947 en una situación geopolítica totalmente distinta, como la calificó hace poco tiempo el presidente del Brasil.

Por lo tanto, se hace dificultoso continuar con la escenificación de un organismo obsoleto, de obediencia a un poder de otro origen cultural y visión geopolítica, que no tiene intereses de transformación y desarrollo para nosotros, sino sólo estrategias estáticas de retaguardia de seguridad y reserva territorial. Una forma, lamentablemente, de perpetuar la consigna real para el “patio trasero” de la Doctrina Monroe : América para los norteamericanos.

Allí está sin embargo la América del Sur, que se encuentra asimilando la larga frustración de las políticas nacionales locales, aisladas y desintegradas, en forma inversa a la tendencia geopolítica universal. Ésta, luego de la creación de las nacionalidades modernas, se dirigió a la articulación de los estados continentales, como único camino para superar las desigualdades internas y producir un desarrollo industrial y tecnológico competitivo.

Este proceso de cambio, hoy notoriamente demorado en nuestro continente, debe partir de un pensamiento estratégico situado, desde nuestra propia perspectiva, apuntada a los objetivos regionales, que contienen los verdaderos objetivos nacionales, Pensamiento que ofrece el agregado invalorable de superar lo meramente declamativo e indicar la vía y metodología de acción, con una masa crítica de esfuerzo suficiente para poner a rendir al máximo nuestros recursos y posibilidades. Esto es la llamada “Segunda Independencia”, porque implica asumir los desafíos y los riesgos de la autonomía posible en un mundo contemporáneo en transición, con su respectiva incertidumbre estratégica.

La integración como proceso amplio y progresivo, pero irreversible

La integración gradual, pero firme y progresiva, se inscribe en el pasaje de una globalización asimétrica, a la meta de un universalismo ecuánime, como proyecto irrenunciable de una política exterior digna, sin sumisión ni soberbia. Porque hoy los poderes dominantes, en su expansión ilimitada, pueden controlar por mucho tiempo cada vez mayores espacios económicos y territoriales, basados en los medios tecnológicos a su disposición, lo que hace inocuas las reacciones individuales y aisladas de los países dependientes, incluso en los foros y asambleas “tercermundistas”.

En fin, no hay otra alternativa de sobrevivencia que involucrarse, con unidad y fuerza, en la reconfiguración geográfica de la producción, el transporte y el comercio en su despliegue mundial. Una decisión autodeterminante y mancomunada que significa entrar a funcionar paulatinamente en un “nuevo sistema de poderes regionales”, con determinadas equivalencias de participación, capaces de equilibrar y dinamizar nuestra presencia en el espacio unificado de interacción económica y política.

Siempre ha sido y será que, en las tensiones internacionales y transnacionales, el grado de soberanía real -no nominal- es un resultado cambiante, ligado a la evolución histórica de los países protagonistas y a la influencia de los centros de dominio, tal como se manifiesta en las relaciones integrales de poder [político, económico, social, cultural y militar]. Ello enfatiza la integración más amplia de la red de los sistemas democráticos y de participación comunitaria, la percepción de la identidad continental y hasta la defensa cooperativa regional, como factor de paz y estabilidad por su mayor peso disuasivo.

La unión que cuenta, pues, no es la del discurso ni la ideología, es la de la práctica de una conducción superior armónica, donde el gradualismo está permitido, a condición del carácter definido, constructivo e irreversible de las decisiones acordadas. Un método que combina el idealismo de las voluntades convocantes, con el realismo en la adecuación de fines y medios, guiado por la prioridad de los problemas y el sentido común de las resoluciones. La armonía será fundamental porque, sin desconocer la importancia de algunos países, el equilibrio regional imprescindible rechaza toda prevalencia o prepotencia.

Nadie vendrá de afuera a hacer el trabajo que nos corresponde sólo a nosotros. Esto explica ciertos comentarios sobre la “decepción” por la oportunidad perdida con el actual presidente estadounidense. Él tiene incluso limitaciones para apoyar su propio plan de reformas, ante la presión del Wall Street y del Pentágono y la resistencia de ambos aparatos partidarios. Quien conoce el comportamiento del poder financiero, sabe que la presidencia de aquel país es una agencia importante del gobierno del sistema, pero no la definitoria. Por eso, entre otras cosas, no hay aún reforma bancaria, ni sistema público de salud, ni paz en Irak y Afganistán, ni verdadera democracia en Honduras.

Razón entonces, no para desconocer el realismo implacable del hegemonismo, demostrado, por ejemplo, en el manejo de la gran crisis económica “mundial”, que sólo pagan los pueblos; sino para tratar todas las cuestiones desde una posición de mayor definición y fortaleza. Puede ser que así se revierta nuestro subdesarrollo crónico, nuestra propensión al golpismo cívico-militar de viejo y nuevo cuño y las absurdas amenazas de conflictos de frontera; al par que se modere el péndulo permanente entre posiciones intolerantes y extremas. Por lo demás, la Doctrina Monroe no ha solucionado estos problemas, sino que los ha aprovechado, permitido o agravado, basada en una estrategia de múltiples relaciones “bilaterales” que, por asimétricas, encarnan la práctica negativa del “divide y reina”.

La actualización del continentalismo como teoría geopolítica

No es ocioso incorporar aquí algunas reflexiones teóricas. Es indudable que el acelerado avance tecnológico -aplicado principalmente al transporte, las comunicaciones y la info rmática- ha “acortado” las distancias relativas del globo, facilitando la tendencia histórica a unificar los espacios geográficos con fines económicos y estratégicos. Esta realidad insoslayable ha cambiado la perspectiva de la clásica relación espacio-poder, a favor de una concepción continental de los territorios afines, según determinadas concepciones del desarrollo de grandes comunidades humanas.

Este determinismo geopolítico, digamos así, se cumple y se cumplirá por vías distintas, según la preponderancia de cada concepción cultural y metodología de acción, pero siempre en el sentido de una conexión y unificación espacio-temporal en relación de fuerzas y tensiones concretas: porque ellas no encontrarán ninguna contención, por parte de actitudes declamativas o voluntaristas. Una forma de este sistema de expansión es el hegemonismo, que en nuestro caso asumió el nombre de “panamericanismo” y hoy de “política hemisférica”, en ambos casos tutelada por EE.UU; mientras que la otra manera de hacerlo tiene el signo de la articulación de nacionalidades, mediante la integración regional propia de los países geográfica e históricamente confluyentes sobre objetivos comunes de magnitud.

Hay demasiados indicios de que el hegemonismo ha optado por persistir en nuestra exclusión económica y estratégica, sin resolverse a encabezar un nuevo sistema más equitativo, según un tipo parecido o comparable en sus fines al Commonwealth británico. Y, por otro lado, ha perdido la “justificación” ideológica de su centralidad dominante, luego de la Guerra Fría y el fracaso del Consenso de Washington. La propia sociedad norteamericana, desde la retirada de Vietnam, y mayoritariamente ahora con las guerras “preventivas” y “opcionales” de los círculos de poder en Irak y Afganistán, han quitado su apoyo a un esquema bélico que, aislado del contacto histórico-social democrático, se ha vuelto crecientemente militarista.

Por consiguiente, sus propuestas para la región tienen el mayor nivel de inconsistencia de una larga y infructuosa trayectoria. La estrategia económica, reducida a capturar enclaves separados entre sí, mediante “tratados de libre comercio”, es incompatible a mediano plazo por la dinámica general de un mundo que tiende a la regionalización, como fenómeno potenciado, aunque no querido, por la globalización transnacional. Y en cuanto a la estrategia militar, bajo la égida indiscriminada de la “guerra contra el terrorismo”, es inviable en muchos países que, unidos por lazos culturales, étnicos y religiosos, rechazan las expediciones bélicas punitivas, que no pueden disimular sus fines de conquista: sea de recursos vitales o de posiciones geopolíticas. En consecuencia, muchos países en desarrollo, del viejo esquema centro-dominante y periferia-dependiente, tienen hoy la posibilidad de transformarse en potencias medianas y grandes, con grados suficientes de autonomía internacional [Brasil - Sudáfrica].

Estas potencias de proyección regional, que emergen y se relacionan entre sí y con el mundo, en la medida que les es posible, han cambiado el cuadro de situación del planeta, donde cada vez hay más actores que quieren participar de las decisiones que los encuadran y afectan. Esta no es una visión idealista ni fatalista, por que requiere comprensión y conducción geopolítica. Es una posición funcional a una nueva era histórica, que se enfoca en intereses comunes y compartidos por los Estados de una región en marcha. Intereses y objetivos, valga la pena reiterarlo, que están más allá de la ideologías y los partidos políticos, lo cual los vuelve permanentes e inel udi bles.

Obviamente, no hay política sin historia, ni historia sin geografía, factores que se sintetizan en la calibración geopolítica de cada época. La actual, exige organizarse con dimensión continental, bajo el principio de cooperación equitativa de las conducciones nacionales de cada región específica, concertadas en vastos compactos territoriales y grandes agrupamientos de masas demográficas. Un potencial propio que debe orientarse con planificación estratégica indicativa, y dirigirse mediante un equilibrio operativo imprescindible para contener al conjunto. Si este equilibrio faltase como ya lo han advertido muchos pensadores, la estructura a crear no sólo ofrecería deformaciones y resistencias internas, sino proclividad a las intromisiones indirectas de potencias extraregionales, en nuevos juegos de dominación bipolar o tripolar [con la incorporación de China].

Si, en cambio, las premisas positivas se cumplen, nos acercaremos a la hora de nuestro continente, y estaremos mejor preparados para resistir las crisis asimétricas en el tablero mundial y la incitación recurrente, en la lógica perversa del subdesarrollo económico, al autoritarismo y el golpismo. Incluso, podremos enfrentar con éxito hasta los embates de la naturaleza que exigen solidaridad automática y efectiva a gran escala, actuando juntos en la emergencia y en la reconstrucción [ Haití-Chile].

Buenos Aires, 3 de marzo de 2010.

Emb. Julián Licastro -Dra. Ana Pelizza