viernes, 26 de marzo de 2010

Política y antipolítica en un escenario de fragmentación social.


Los múltiples polos de la decadencia.


La verdadera política es el ejercicio legítimo del liderazgo y su aplicación constructiva al logro de las aspiraciones de la comunidad. La fuente de su creatividad es la exigencia de solucionar los problemas cotidianos de la gente, sin perder el rumbo del destino nacional en las vicisitudes del presente, que es la amalgama histórica de su pasado y futuro. Antipolítica, por su parte, es lo contrario de esta definición dinámica, porque significa obstruir el camino con la combinación de incapacidad y deshonestidad.

La condición política, sea del oficialismo o de la oposición, no se improvisa y menos en períodos de crisis, amenazados por la disolución de la identidad de pertenencia en un escenario de fragmentación. Allí naufraga el partidismo, el punterismo, el clientelismo y la especulación electoral, aunque éstos sean los métodos que dieron resultado hasta ayer. Y tampoco sirve el amiguismo y el reparto de medios e influencias, con que se suele sustituir la convocatoria amplia e inteligente a la honestidad y la excelencia.


Las meras alianzas entre distintas expresiones del naufragio que flotan todavía sobre las circunstancias de la superficie política, son igualmente frágiles y aleatorias, ya que carecen de estructuras reales de contención civil y participación. Ellos no garantizan fortaleza institucional sino debilidad, porque la conducción no es un problema de cantidad sino de calidad, y ésta no existe cuando reinan la ambigüedad, el descrédito y a veces el ridículo. Se forman así múltiples polos de partidocracia decadente que, con sus súbitos cambios y permanentes divisiones, erosionan la democracia que tanto nos costó recuperar. Se arriesga entonces el juicio despectivo del ciudadano a todos los políticos, y aún a toda la política, como si la mala praxis de los dirigentes justificase el retorno al autoritarismo y la represión de tiempos que parecen superados.


Tendremos que averiguar cómo llegamos a esta situación que parece increíble, por la saturación de lo mediocre, la reiteración de las astucias efímeras, y la audacia de las ambiciones desmedidas. Porque la Argentina no es el último lugar de África, Asia o América Latina. Es un país de ingentes recursos naturales y humanos, productor de una singularidad cultural reconocida en el mundo, y protagonista de una historia irradiante en sus contrastes y victorias. Merece pues la continuación de su proyecto nacional y la consolidación de su inserción regional.



El plano inclinado de la anomia


Ni el simple discurso político sirve ya para distinguir a los dirigentes de las distintas parcialidades y sectores, a quienes es más fácil reconocer por los intereses personales que concitan y animan sus reuniones, en círculos cerrados y distantes por igual del pueblo. Muchos olvidan, además, que en el sistema republicano y democrático, el principio de elección debe ir de la mano de un criterio de selección y eficacia; porque el voto confiere sin duda la legitimidad de origen, pero ésta se diluye con las gestiones y acciones incorrectas.


Sin embargo, los criticados dirigentes no emergen por generación espontánea. En última instancia, somos todos nosotros, como pueblo, los responsables de esta situación que, sin soluciones a la vista, puede seguir largamente en el plano inclinado de la anomia. Y ella sí pondría en duda la propia voluntad del ser argentino. ¿Queremos ser argentinos? Nuestro individualismo acérrimo parece negarlo. ¿Tenemos fe nacional? Es la pregunta que nos debemos hacer con sinceridad, porque contestarla positivamente comprende la decisión individual y colectiva de realizarnos a la vez como personas y como sociedad.


Las naciones como los hombres, en los momentos cruciales de su vida, vuelven a las imágenes recurrentes de sus buenos y malos sueños infantiles y juveniles. Es una especie de pecado original político, que llama a la consideración de los pueblos desde su propio mito fundacional, recordándoles sus temores ancestrales, sus frustraciones angustiosas y los desafíos aún pendientes. Es necesario comprender este proceso doloroso de la conciencia colectiva para poderlo superar, evitando el pesimismo sistemático que nos cree condenados al fracaso definitivo.


Es una cuestión existencial nuestra: debemos reconocerla y hacernos cargo de ella, sin desconocer las presiones y las especulaciones de quienes medran con nuestra indecisión. Estos problemas irresueltos, estas categorías agónicas de la argentinidad dividida y enfrentada, se repitieron y repiten en todas las crisis políticas y económicas que afectaron y afectan a nuestra trayectoria institucional. Por consiguiente, hay que reflexionar en todas las cuestiones, de forma y de fondo, donde las crisis cíclicas se consumaron sin debatir y consensuar las propuestas fundamentales de cada época. El diálogo quizás habría legitimado y consolidado aún más el concepto de lo nacional y popular, exponiéndolo a la prueba de lo conveniente y lo posible: en política, economía, justicia social, cultura y defensa nacional. Porque en el trance de conducir; “lo que no es posible es falso”.


No se trata de incurrir en la soberbia de pretender originalidad, porque el arte es extraer meras lecciones de la sabiduría y la prudencia; y aprender de los ensayos y los fracasos que, bien analizados, se constituyen en fuente de experiencia, comparación y rectificación. La tarea es elaborar un pensamiento político estratégico, despersonalizado e institucionalizado, para que sea patrimonio común; y culmine en la síntesis de un lenguaje simbólico que se incorpore y funcione normalmente en nuestra realidad cotidiana.



Un cambio de mentalidad y cultura política


Quienes ejercen la conducción superior, no en forma nominal sino real, encarnan durante el tiempo de su acción trascendental el dinamismo integral de su comunidad. Este carácter integral es de naturaleza cultural, porque abarca de manera amplia todas las actividades políticas, económicas y sociales de la personalidad plena del país. Y además, porque las sintetiza de modo operativo en una estructura codificada de lenguaje, ideas, instituciones y procedimientos como un todo comprensible y efectivo de acción. Estos son los conductores que conducen, y no se dejan conducir por los acontecimientos.


Los grandes sucesos renovadores de la historia política no han sido “puristas” ni excluyentes, y supieron engarzar a viejos y nuevos protagonistas e incorporar a distintos sectores sociales. Lo nuevo, en rigor, estuvo en el impulso con que se aceptó el desafío de actualizar propuestas y proyectos. Reto del destino que hay que volver a encarar con coraje civil, asumiendo las responsabilidades que implica, y arrostrando los sacrificios que impone; es decir: saliendo del refugio del oportunismo y de la protección de la burocracia.


La provocación de los extremos, disfrazados de mayor coherencia ideológica, con la anuencia o no de círculos de poder internacionales o transnacionales, fomenta un enfrentamiento civil por la fragmentación social en la Argentina. Lo conciben como el “empujón” que falta, ante una situación inestable de empate, para decidir uno u otro rumbo en nuestra inserción continental y mundial. Y esto hace que, en medio de la crisis de representatividad y de representación, endémica en América Latina, se arriesguen aventuras corporativas sobre zonas económicas y de recursos naturales funcionales a intereses geopolíticos extraños (Malvinas).


El campo está siendo preparado, con la recurrente crisis institucional y el repudio ingenuo y frontal a toda la política, sin discernir lo bueno de lo malo, lo que anticipa el horizonte de posibles colapsos. A esto se agrega la política con un “gobierno de los jueces” que es inaceptable, al igual que confundir con los arrestos de una “democracia parlamentaria”, aquella que es la tradición legal argentina del presidencialismo, aunque esta tradición no justifique la arbitrariedad.


Tres poderes independientes pero no autárquicos


Los tres poderes de una república son independientes pero no autárquicos. Su equilibrio lo es por el acatamiento a sus distintos roles y funciones específicas. Es impensable que se pueda funcionar dentro del marco de deberes, derechos y garantías constitucionales, con la cooptación de un poder por otro, o con el aislamiento y la pugna permanente entre ellos, hecho que paraliza al país sin beneficio para nadie.


El sistema funciona en una dinámica integradora, apoyándose mutuamente como un todo sin perjuicio de disparidades puntuales, por asuntos específicos; y no como “partidos por encima de los partidos” con propósitos de prevalencia o avasallamiento. Son poderes culminantes pero no autosuficientes, lo cual no sólo consulta fundamentos éticos y normativos, sino criterios simples y directos de sentido común. En tal aspecto, debemos salir rápidamente de la discusión abstracta y capciosa, que ya aburre al ciudadano común, base insoslayable de toda democracia, y encarar las cosas pendientes concretas y eficaces.


“Ser” una fuerza política y un factor de decisión nacional, resulta algo distinto a especular en la política como profesión liberal e improductiva. Porque la política en esencia no se limita a la faz cuantitativa como el aparato, la caja, la encuesta y el proselitismo numérico. Es necesaria también una faz expresiva con contenidos conceptuales y simbólicos de ideas, sentimientos y valores para comunicar y construir un compromiso de participación. Sólo así la democracia se hace presente y efectiva, purgando progresivamente la práctica engañosa de la apariencia y el ilusionismo político. Significa, por supuesto, una tarea a largo plazo de educación ciudadana y comunitaria, que es lo único que asegura la unidad en la libertad y la diversidad.


Por lo demás, la verdadera crítica política no es la de la palabra, sino la de los nuevos hechos cargados de valores. Tal la acción que puede recuperar el prestigio perdido para dirigir por persuasión y no por combinaciones dudosas de cúpulas beneficiaras. Hay que proponerse, pues, objetivos y tareas; y no sólo artificios retóricos y mediáticos que no otorgan sentido ni dignidad a los partidos que no siguen una línea histórica determinada.



A la unidad por la razón y el diálogo


En el quehacer político la razón profunda, no el mero intelecto sin sabiduría, busca la unidad; pero no cualquier unidad sino aquella en que percibe la verdad. Este principio elemental de filosofía de la vida es válido totalmente para estadistas y conductores, ya que la reflexión y el diálogo de la gran política busca siempre esclarecer el ser nacional y brindarle su prédica y su acción para que éste prevalezca y salga fortalecido de la crisis.


La opción entonces no es “política o antipolítica” como nociones teóricas o académicas, sino como prácticas buenas o malas de la necesidad de representar y gobernar a una comunidad. La deshonestidad de la que hablamos aquí no se circunscribe a su aspecto doloso y material, sino a la ausencia espiritual y ética del Proyecto Nacional; porque sin él es imposible consensuar un entramado suficiente con las principales Políticas de Estado, no de partido o de grupo. Y sin el alma de este proyecto vertebral, todo el cuerpo orgánico de un país se frustra y se corrompe.


Por eso las preguntas existenciales que nos hacíamos antes, no son de orden literario sino práctico, porque el nuevo impulso presupone afirmar valores y no escudarse en la indiferencia o el anonimato. Tampoco hay que hablar porque sí, sin comprometerse en una participación imprescindible. En la espera activa de las cosas nuevas, sorpresivas y creativas que siempre actualizan la militancia política, la alternativa es construir formas de expresión y de acción que liberen de injustas ataduras el potencial extraordinario de nuestro destino compartido.

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