miércoles, 28 de octubre de 2009

Serie de notas sobre el Proyecto Nacional:


1. El PROYECTO NACIONAL
HACE LA DIFERENCIA



La condición primordial del proyecto y su finalidad

Solemos escuchar, aunque no con la frecuencia deseada, acerca del Proyecto Nacional como tarea de reflexión pendiente; y comprobamos que muchos compatriotas ignoran aún lo elemental de su significado. Conviene, entonces, resumir entre todos sus conceptos principales, para sumarnos a la expectativa de un debate profundo que, al tratar temas vitales para la existencia de nuestra sociedad, nos salve del tedio de un momento político de mediocridad y lleno de contradicciones superfluas.

Si vamos a cuestionar estos defectos, sepamos que la crítica que vale aquí es la crítica práctica, que -además de contener expresiones de deseo que se pueden compartir sin esfuerzo- exige nuestro involucramiento personal en los problemas de la realidad social y política. Este compromiso apunta a producir colectivamente los hechos fundamentales que hacen falta, para salir del estancamiento prolongado de una situación anodina y estéril; especialmente si la comparamos con la de los países hermanos que se muestran más maduros y estables.

En principio digamos que, en la facultad de las ideas, “entender” es poder sintetizar una diversidad de conocimientos en la unidad mental de la razón. Y que, en este sentido: ser nacional, identidad nacional y conciencia nacional son expresiones equivalentes; en la medida que demandan rescatar la memoria histórica y, a la vez, formular hacia el futuro una propuesta que reafirme y renueve el sentimiento de un destino común.

La razón, en términos absolutos, nunca permanece totalmente neutral, porque es una herramienta de la voluntad que le impone sus objetivos de acción, detrás de distintos argumentos. Por eso, lo importante en la definición popular del Proyecto Nacional son los impulsos vitales que se autoafirman, basados en arquetipos originarios de nuestra singularidad como país; y que le otorgan vocación de sentido al proceso cíclico, a veces vacilante, de nuestro desarrollo histórico.

Tenemos que manifestar, pues, y antes que nada, una intención política digna, plena de valores fundacionales, para un renovado planteo ético y estratégico, aplicable a las categorías propias de la planificación y la movilización de nuestro gran potencial como país. Por lo demás, la Argentina posible -apenas bosquejada en el acto de su fundación independiente- será el resultado del esfuerzo que todos hagamos en conjunto ahora para desplegar su poderío.


Proponerse un destino y señalar un camino

Proyecto, en su acepción más amplia, significa la capacidad de una comunidad y sus instituciones para proponerse un destino y comprometerse a cumplirlo. Comprende una imagen deseable de país a realizar, y el trazado de un camino viable para lograrlo. En sus grandes objetivos, deben sentirse expresados cada uno de los ciudadanos, reconociéndose en igualdad de participación y pertenencia con los otros. Es la llave necesaria para liberar la energía contenida en sus fuerzas sociales cooperantes, en la medida de su conciencia de identidad nacional. A este efecto, se aceptan y respetan todas las diferencias, menos aquellas que presupongan discriminación o desigualdad.

Metodológicamente, el Proyecto Nacional abarca una previsión, un análisis y una resolución general de la problemática argentina, traducida a una serie de ideas-fuerza como grandes vectores del pensamiento nacional. Ellos deben guiarnos a un futuro de mayor desarrollo político, económico y social, con el apoyo masivo de las grandes mayorías populares. Cuando estas mayorías lo hagan suyo, el proyecto se habrá consolidado en forma sostenida, compacta y plural; sin apropiación de personas o grupos, porque su carácter nacional acredita claramente que pertenece a todos los argentinos.

Esta virtud esencial del Proyecto Nacional se ubica antes, durante y después de los gobiernos de turno, en los sucesivos períodos constitucionales; porque su matriz procesal en el tiempo demanda el cumplimiento progresivo de varias etapas. En consecuencia, tiene que ser flexible para admitir su actualización, pero siempre con visión integradora de toda la gama de actividades y sectores que comprende. Como se ve, es un esfuerzo de largo plazo, que tiende a reconfigurar históricamente la personalidad del país, a partir de un sentido del poder trascendente, no reducido a gobernantes ni partidos considerados en forma puntual y aislada.


Identificar los cambios estructurales necesarios


A fin de otorgar una direccionalidad en gran perspectiva, para la orientación general, la elaboración del proyecto empieza por definir los objetivos nacionales y los lineamientos de las políticas de Estado que surgen del respectivo estudio de la realidad, área por área, sintetizado en sus conclusiones operativas. En esta dinámica de trabajo conceptual, es preciso identificar las transformaciones estructurales que es menester impulsar; los propósitos que las fundamentan; y los recursos y medios para sustentarlas, tomando como base la situación real del potencial nacional.

En cuanto a la formulación paso a paso del proyecto, abarca obviamente el análisis pormenorizado de los objetivos nacionales que ya señalamos, para definir la doctrina nacional que los sustente con amplitud en el plano teórico y técnico. La opción por una lógica doctrinaria abierta e incluyente, es lo contrario de toda actitud dogmática, o ideología rígida y cerrada de sector o facción, porque estas posiciones inviables contradicen la voluntad superior de consenso.

Luego se completa el perfil de lo que podemos llamar la “imagen - objetivo”, pensada como una situación futura ideal, pero factible, para coordinar la convergencia de propuestas y medidas de acción. Nuevamente, se vuelve sobre el tema de los objetivos generales, pero con un mayor nivel de precisión, para puntualizar los objetivos y metas específicos de cada etapa del proyecto. De igual modo, para detallar los lineamientos de las políticas de Estado correspondientes a cada tramo de avance, que es lo que distingue la conducción orgánica de la improvisación permanente.


No concebir un proceso mecánico sino orgánico

Dada la importancia y magnitud de la tarea, que puede tener éstas u otras alternativas de ejecución similares, conviene aclarar -según nuestro punto de vista- el concepto de “tiempo” en el arte de la planificación inherente al verdadero estadismo. Por consiguiente, el tiempo del proyecto no debe percibirse en una dimensión mecánica -medible con calendario y reloj- sino concebirse en una dimensión orgánica, por la estructuración natural, no forzada, de los grandes procesos políticos y sociales.

Tampoco el proyecto nace de cero; porque debemos reconocer que, desde hace dos siglos, nuestra comunidad, con sus marchas y contramarchas, uniones y divisiones, viene expresando por comisión u omisión un “modelo argentino”. Es la trayectoria de aciertos y errores que vamos demostrando hacia adentro y afuera del país. Sin embargo, los defectos no son irreversibles, si se toma debida conciencia de ellos; por lo cual la conmemoración clave del bicentenario [1810-2010], puede ser la ocasión propicia para corregir equivocaciones, potenciar logros y repensar un destino nacional de alcance estratégico y significación continental.

Con este propósito tan necesario, es imprescindible ir creando un espacio de reflexión e intercambio de experiencias y propuestas, válido para contribuir a la transformación positiva de nuestra realidad. Se trata de superar los debates urgentes pero limitados de la política cotidiana -a veces meramente politiquería- para acceder a un nivel conceptual más elevado y amplio, de naturaleza solidaria y creativa. Esto no significa desconocer las diferencias o disimularlas con hipocresía, sino ofrecernos la oportunidad de que nuestras actitudes cooperativas predominen inteligentemente sobre hábitos confrontativos tan arraigados como inconducentes.

No hay sociedad sin conflicto, pero tampoco democracia sin diálogo; por eso plantear un debate sincero y constructivo no es una ingenuidad. Representa, en cambio, la posibilidad de sintetizar, moderar e integrar expresiones de una multiplicidad de objetivos y metas, que pueden y deben ser coordinados y compatibilizados en función del bien común, como alternativa cierta a la intolerancia reiterada, la división definitiva y la violencia latente.

miércoles, 14 de octubre de 2009

Nobel a Obama: Una ayuda justo a tiempo.

El mensaje político internacional

Los premios Nobel, especialmente los dedicados a la paz –más allá de su prestigio internacional o precisamente por ello- tienen siempre un contenido político que suele superar los merecimientos personales, para destacar objetivos o tendencias acordes a la concepción de la institución nórdica que los otorga. Es una concepción propia de países altamente desarrollados, con una amplia gama de beneficios sociales garantizados, y una cultura de gran sensibilidad por la vigencia de los derechos humanos en cualquier lugar del mundo.

En este aspecto, nosotros recordamos bien el impacto que representó, en el año 1980, en medio del “proceso” militar, el otorgamiento de esta distinción a Adolfo Pérez Esquivel, integrante del Servicio de Paz y Justicia vinculado a la Iglesia Católica. Entre tantas dictaduras latinoamericanas, promovidas y coordinadas desde el Norte en el marco de la Guerra Fría , el caso argentino ostentaba un “mérito” lamentable. Constituía un modelo de represión clandestina, copiado en otros países [como Honduras, según declaración de sus militares], que se distinguía por sus excesos en la práctica del llamado “terrorismo de Estado”.

El mensaje del Nobel resultó claro: tales procedimientos ilegales y cruentos debían terminar, y el país en su conjunto tenía que acceder a una transición hacia la democracia. Esta conducta de la estructura militar de entonces, hasta allí encuadrada en la llamada “doctrina de la seguridad”, habría de cambiar en el sentido anunciado a nombre de la comunidad internacional, luego de un tiempo de tolerancia. Y este cambio también sería emulado, dentro de una corriente continental de retorno al orden constitucional, por la influencia reconocida –en lo bueno y en lo malo- de Buenos Aires.


Presionando en el punto de inflexión

Ahora el Nobel de la Paz ha sido concedido al presidente Barack Obama, que constitucionalmente es el comandante en jefe de las fuerzas armadas de EE.UU., primera potencia militar del globo. El hecho fue calificado unánimemente de “sorpresa”, carácter que –siempre lo hemos dicho- destaca una cualidad esencial de la mejor acción política, por cuanto crea nuevas situaciones y abre distintas posibilidades en el juego de las relaciones de poder. Por lo demás, la sorpresa es particularmente efectiva en las situaciones dinámicas que enfrentan un punto de inflexión para salir, como ya vimos, de una etapa pasada y entrar en otra perspectiva.

Es interesante, pues, conocer las causas motivantes de este acontecimiento que ha suscitado reacciones tan opuestas. La principal crítica se refiere al poco tiempo de gestión de Obama, por lo cual se habrían juzgado más sus palabras que sus hechos, ya que su discurso a favor del desarme nuclear, la cooperación internacional y la diplomacia multilateral todavía no ha podido fructificar en resultados concretos. Por el contrario, el presidente se encuentra inmerso en la revisión de la estrategia norteamericana en Afganistán, que a sugerencia de algunos consejeros consideró como su propia guerra, trasladando el eje estratégico de Bagdad a Kabul.

Se repite entonces la disyuntiva que, en su momento, tuvo que encarar Bush, cuando el empantanamiento operativo en Irak -guerra que hasta ese momento había desatendido- lo enfrentó a la opción de reforzar o no el número de tropas, y el presupuesto correspondiente, empeñados en esa polémica de invasión. La decisión presidencial favorable al Pentágono, en un conflicto poco comprendido y muy impopular en el frente interno, significó el principio del fin de la sustentación política republicana, a favor del triunfo demócrata en 2008, en paralelo al inicio de la crisis financiera provocada por Wall Street.

En estos días, precisamente, asistimos a una actitud poco usual en la opinión y en las relaciones que regulan, al menos en la apariencia, las relaciones civil-militares que dan prioridad a la conducción político-institucional de las fuerzas armadas como instrumento técnico. El General Stanley McChrystal, comandante por EE.UU. y la OTAN de las tropas en Afganistán, está en comunicación con Washington para forzar un adicional de 40,000 soldados, pero con el insólito acompañamiento de una campaña de prensa y discursos de implicancia política, como el pronunciado recientemente en Londres.

Este proceder desacostumbrado ha motivado que el mismo secretario de defensa, Robert Gates –que viene de la administración anterior para moderar el cambio prometido por Obama en su exitosa campaña electoral– ha declarado que es imperativo que los jefes militares ofrezcan su consejo al presidente, “pero en privado”. Lo contrario, obviamente como está ocurriendo, con amplia cobertura mediática, presupone la ingerencia de militares profesionales en actividad, en cuestiones políticas de defensa y asuntos exteriores, lo cual resulta inadmisible en un sistema democrático.


Entre la opción maximalista y la minimalista

Existen, en consecuencia, dos posiciones respecto a la intervención armada en Afganistán: la maximalista y la minimalista. La primera expresa el esquema de conducción hegemónica más directa y agresiva, partidario de la extensión ilimitada de los conflictos, incluyendo la controvertida doctrina de las guerras “opcionales” y de las guerras “preventivas”. La segunda, en cambio, destaca su preferencia por la vía político-diplomática, reservando la alternativa militar para el caso obligatorio, no opcional, de las guerras consideradas “necesarias”; o sea aquellas donde está en juego realmente la seguridad e integridad de la nación.

Aplicada esta última opción a Afganistán –sobre todo a la luz de un gobierno sospechado de fraude electoral, con una economía de miseria y creciente resistencia popular al apoyo bélico extranjero– consiste en acotar los objetivos a lo imprescindile, enfocándose en Al-Qaeda; y tolerando al hasta ayer detestable Talibán, incluyendo una cierta representación en el poder. La decisión implica una compleja perspectiva regional que comprende, en un flanco, la situación inestable de Pakistán: un país nuclear con simpatía mayoritaria por los aguerridos talibanes en su enfretamiento ancestral con la India. Y en el otro flanco, el grave conflicto político con Irán, que aspira a un desarrollo nuclear independiente con serias desviaciones estratégicas.

Las autoridades políticas de Washington saben bien que Afganistán –considerado históricamente “el cementerio de los imperios”- podría convertirse en el Vietnam de Obama. En principio, y luego de 8 años de combates, un largo tiempo comparado con la II Guerra Mundial y otras contiendas de EE.UU., se acepta aquí que el 80% del territorio de ese país indómito y de cultura impenetrable, está en manos del enemigo, a pesar de su inferioridad logística y tecnológica. Es la dura lección que, en su momento, recibió el poderoso ejército ruso, a pesar de estar mucho más cerca de sus propias fronteras.


Poder unilateral o equilibrio multipolar

En estas circunstancias de espacio, tiempo y fuerzas se presenta un punto de inflexión que divide dos modos diferentes de concebir y ejercer el poder de la primera potencia global: o el modo unilateral y arbitrario [Bush], inherente a un mundo unipolar, hoy cambiante; o el modo multilateral y cooperativo [Obama], basado en la evolución hacia un equilibrio multipolar de grandes regiones integradas.

En esta realidad evidente EE.UU., Rusia, China e India constituyen –por su dimensión y desarrollo territorial en sí- vastos procesos de integración económica y política con su respectiva proyección miltiar; y Europa, dividida en múltiples países, ha tenido que unirse para compartir con posibilidades de éxito en esta evolución inexorable. Hasta el nuevo gobierno de Japón –variando su estrecha relación con Washington, desde su rendición en 1945- ha reivindicado su condición de potencia asiática, planteándose la inserción en su región.

Pensando justamente en las posibilidades que ofrece la acción confluyente de los proyectos de unión continental, Suramérica se propone el suyo, a partir de su clara identidad cultural e histórica, potenciada por objetivos comunes en lo político, económico y social. Ideal puesto a prueba por las dificultades que enfrenta UNASUR, entre otras cosas por una renovada presencia militar estadounidense [IV Flota, bases en Colombia]; a la que se agrega –en la contigua Centroamérica- el golpe-piloto de Honduras, entendido como amenaza latente en la nueva etapa geopolítica que transitamos.

En consecuencia, sobre la línea divisoria de dos visiones contrapuestas, que vinculan fuerzas contradictorias en el centro y la periferia de la globalización actual, actúa la presión de este consenso de países de desarrollo avanzado, que no desean exponerse a exabruptos políticos ni geopolíticos. Con este fin, más que juzgar una tarea realizada, en tiempo pasado, han efectuado una apuesta a futuro, haciendo oir su voz –prestigiosa pero no inocente- para “ayudar” a un Obama limitado en lo interno. La esperanza consiste en que el primer presidente afroamericano encarne una alternativa de poder real, como variante superadora de las reacciones peligrosas de las alas extremas.

viernes, 9 de octubre de 2009

Las categorías referenciales del poder regional


Entre el nacionalismo aislado y la globalización asimétrica


El único argentino tres veces presidente constitucional formuló, hace más de medio siglo, la doctrina del continentalismo, ubicada a la salida de los proyectos nacionales del pasado, aislados y beligerantes, y a la entrada de un futuro orden universalista, más justo. La idea era acompañar geopolíticamente la dialéctica histórica que, sin los procesos equilibradores de integración regional, desembocaría en la actual globalización establecida asimétricamente. Es decir, desde el control de las redes financieras de los círculos dominantes, y por lo tanto definitivamente injusta respecto a los países dependientes de la periferia neocolonial.

Esta doctrina, expresada en la tesis de la integración precursora de Argentina, Brasil y Chile, tenía como antecedente la concepción diplomática del Barón de Río Branco, promotor del primer tratado del ABC y fundador de Itamaraty la eficaz cancillería brasilera, a principios del siglo XX. Este estadista, caracterizado por mantener y acrecentar la dimensión territorial del Brasil por medios diplomáticos y el conocimiento de la realidad de sus países vecinos, continuó -en el período de la república- la tradicional política exterior del imperio, pero sin dar prioridad a las soluciones militares.

Esta política tenía su acento en una articulación especial con la potencia emergente de EE.UU. al término de la Guerra Civil, y de modo paralelo una relación enfocada en los países suramericanos. Una diferencia notable con lo actuado simultáneamente por otras cancillerías, que -salvo excepciones- estaban de espaldas al continente, atentas a Londres y a otras metrópolis europeas en actitud de súbditas.

No es propósito de este trabajo realizar un estudio comparado del desarrollo de Brasil en relación con Argentina y otros países de raíz hispanoamericana; pero sí destacar las categorías referenciales de nuestro principal vecino, en el marco del proceso de unión, coordinación y fuerza regional que hoy encabeza. Tales categorías, que no se pueden desconocer en un análisis objetivo de esta dinámica integracionista, parten precisamente de una concepción geopolítica y estratégica propia que, sin perjuicio de buscar puntos de apoyo en el marco superior de las relaciones de poder, sabe claramente lo que ambiciona para sí, y trata de procurarlo consecuentemente.

Este fue el espíritu que captaron tres ilustres presidentes -Perón, Vargas e Ibáñez del Campo- para reeditar el ABC en una versión actualizada al resultado de la II Guerra Mundial. Ya no se trataba de continuar simplemente con la exportación marítima de alimentos y materias primas, sino de crear grandes mercados internos y regionales para sustentar un desarrollo integrado. Este nuevo modelo productivo tendría que priorizar el desenvolvimiento industrial y tecnológico de nuestros países, y prepararlos para competir en un mundo de alta concentración económica, comercial y de conocimiento.

Después de avances y retrocesos, bajo gobiernos constitucionales y anticonstitucionales, el acierto de este axioma geopolítico -la integración regional- constituye un rasgo relevante de la situación política y geoeconómica actual. Porque no es casualidad que Brasil haya impulsado la Unasur, para llenar un vacío estratégico con la participación horizontal del continente; y que -junto a Argentina y Chile- represente a los países que, en esta parte del mundo, mejor han resistido la fuerte recesión provocada por la especulación global de Wall Street.


El temple político de la diplomacia

Una correcta concepción geopolítica, que aspire a la grandeza nacional y no meramente a una rutina administrativa, excede el rol de la diplomacia profesional que conforma todo servicio exterior. Ella necesita imprescindiblemente del temple político que sólo puede proporcionar una buena conducción superior, capaz de amalgamar a los distintos factores de poder detrás de metas de importancia estratégica. El arte consiste en encontrar un ritmo armónico, que impida los excesos de cada uno de estos factores cuando piensan y actúan por separado, en el amplio arco que va de la extrema indefensión al militarismo craso.

La categoría de conducción que destacamos no corresponde, desde luego, a un elitismo de especialistas y altos funcionarios; porque sus objetivos no son burocráticos: ya que deben ser sentidos, comprendidos y apoyados por las grandes capas populares. Esto requiere un ordenamiento constitucional inclusivo, dinámico y expansivo que aliente y contenga la mayor participación posible. Por esta razón, se ha dicho acertadamente que, frente al golpe en Honduras, no defendemos únicamente al sistema democrático como una formalidad más o menos abstracta, accionada por aparatos partidocráticos cerrados en sí mismos, sino a una política abierta masivamente al cambio y la transformación económica y social.

Esta asociación entre conducción estratégica, proyecto nacional y movimiento social muy activo y organizado, se manifestó primeramente en la evolución argentina, con similitudes no casuales, por ejemplo, en la estructura sindical básica de la corriente de apoyo a una nueva doctrina y forma de hacer política. Al mismo tiempo que, respecto de una relación mutuamente provechosa, se lograba una identificación popular del carácter nacional de las fuerzas armadas, dando preeminencia a su misión fundacional, sobre su empleo ilegal, demasiado frecuente, como “partido” sustituto de los grupos de poder sin respaldo electoral de la ciudadanía.

Precisamente, cuando nos adentramos en las vivencias de la actualidad brasilera, es imposible no percibir la ecuación nacional-popular-regional de un proyecto que, con las variantes y actualizaciones de rigor, parece recuperar la experiencia histórica de un desarrollo integral, soberano y sostenido. Recuperación que, lógicamente, tiene su natural repercusión en el campo de las relaciones exteriores, donde nadie puede incursionar sin muestras sólidas y evidentes de unión, consenso y acompañamiento nacional.


Desarrollo económico y cohesión social


La unidad nacional a la cual nos referimos no es algo declamativo ni exclusivamente político. Tal vez sea en el plano económico donde esta condición de la comunidad se pone más a prueba, porque la división y el enfrentamiento interno se expresan con fuerza en la distorsión de costos, precios y salarios; en la discriminación y exclusión laboral; en la especulación monetaria y financiera; y en los mensajes contradictorios y confrontativos que -vía su influencia mediática- los diferentes grupos de poder empresarial o gremial envían a la sociedad.

Aquí también Brasil, luego de una larga etapa de subdesarrollo y explotación -que incluyó formas antiguas y modernas de cautividad y esclavitud sobre base racial- ha realizado un esfuerzo encomiable en cuanto a trabajo, producción, innovación organizativa, avance tecnológico e inversión de capital. Su rumbo -también a favor de su mayor dimensión geográfica y demográfica- le ha permitido evolucionar, en el siglo pasado, de una posición de paridad con la Argentina, a triplicar nuestro producto bruto interno.

Esta dirección, valiosa por su coherencia y constancia en el largo plazo, ha buscado siempre la complementación entre el Estado y el sector privado; entre la producción agraria y la industrial; entre la gran empresa y las pequeñas y medianas; y entre el capital nacional y extranjero. Es importante su cuidado en la gestión tanto pública como privada, y su lucha contra la corrupción que es endémica allí como en el resto de la región. Este balance favorable en términos de relativa cohesión social, no desconoce los graves problemas de marginación, violencia y criminalidad organizada que también lo afectan, potenciados por su extensa y contrastante geografía.

De todos modos, vale la pena reflexionar sobre la situación actual de nuestro vecino y socio económico y político, con quien constituimos los núcleos fundadores de Mercosur y Unasur. En el espejo de un comportamiento de gran país que aspira a consolidarse como potencia, podemos extraer enseñanzas y emular experiencias que prometen éxito, si las sabemos asimilar y adaptar a una concertación nacional propia. Lo opuesto a este proceder, sería ignorar con arrogancia estéril sus logros evidentes; o persistir en una especie de autismo derrotista que niega las ventajas ostensibles de una integración mutuamente provechosa y prudente.


La modernización de la defensa nacional y regional

La modernización de la defensa nacional -dentro de un concepto claro y sincero de protección cooperativa regional de nuestra identidad cultural, orden democrático y recursos materiales e históricos- es la categoría referencial con la que culminamos este análisis para no prolongarlo demasiado, habida cuenta de otras observaciones pasadas y futuras. En los estudios estratégicos serios, la defensa -como deber y derecho comunitario cuyo sujeto es el Estado-, está en el principio y el final de las diversas consideraciones operativas, por su función indeclinable de garantizar la libertad y la vida.

En este campo, si hiciéramos un rápido perfil con los componentes necesarios para alcanzar el nivel de potencia regional, podríamos citar específicamente la disposición de una fuerza militar proporcional de disuasión creíble; la autofabricación esencial de equipamiento bélico para no depender totalmente de las compras al exterior, y el acceso “sin restricciones” a las tecnologías sensibles de última generación, en cuanto a capacidad espacial, nuclear y cibernética. En estos asuntos el Brasil estaba manifiestamente atrasado para su dimensión económica y presencia política, lo cual Lula -un líder popular y reformador que escucha y modera a los factores del poder nacional- se ha propuesto ahora corregir.

El mismo presidente ha dicho que, en tal desafío, no se escatimarán esfuerzos y, además de comprometer inversiones escalonadas en el mediano y largo plazo, suscribió un tratado de complementación con Francia que incluye grandes adquisiciones. Las cifras declaradas en estos convenios están proporcionadas a una real magnitud política y económica, aunque algunos medios las han tachado de constituir una “carrera armamentista”, que sólo resultaría ser cierta en la alternativa de posponer el desarrollo integral del país.

El Brasil es el quinto país en dimensión territorial, y su economía tiende a ubicarse entre las más fuertes del mundo. Hablar de él, con uno u otro enfoque para debatir, es imprescindible para los argentinos del bicentenario; especialmente si, además del estudio histórico, se proyectan visiones prospectivas para una dinámica de las relaciones regionales y mundiales, de gran aceleración a partir de una etapa continentalista y multipolar.

Ya dijimos -y conviene repetirlo- que los liderazgos regionales no se ignoran ni discuten, simplemente se construyen. Entonces, si hemos perdido varias décadas, por nuestras permanentes luchas fraticidas, quizás haya llegado el momento de unirnos en un programa estratégico vital, con políticas de Estado resultantes de un diálogo amplio, para avanzar hacia el futuro participando plenamente del poder regional.