miércoles, 14 de octubre de 2009

Nobel a Obama: Una ayuda justo a tiempo.

El mensaje político internacional

Los premios Nobel, especialmente los dedicados a la paz –más allá de su prestigio internacional o precisamente por ello- tienen siempre un contenido político que suele superar los merecimientos personales, para destacar objetivos o tendencias acordes a la concepción de la institución nórdica que los otorga. Es una concepción propia de países altamente desarrollados, con una amplia gama de beneficios sociales garantizados, y una cultura de gran sensibilidad por la vigencia de los derechos humanos en cualquier lugar del mundo.

En este aspecto, nosotros recordamos bien el impacto que representó, en el año 1980, en medio del “proceso” militar, el otorgamiento de esta distinción a Adolfo Pérez Esquivel, integrante del Servicio de Paz y Justicia vinculado a la Iglesia Católica. Entre tantas dictaduras latinoamericanas, promovidas y coordinadas desde el Norte en el marco de la Guerra Fría , el caso argentino ostentaba un “mérito” lamentable. Constituía un modelo de represión clandestina, copiado en otros países [como Honduras, según declaración de sus militares], que se distinguía por sus excesos en la práctica del llamado “terrorismo de Estado”.

El mensaje del Nobel resultó claro: tales procedimientos ilegales y cruentos debían terminar, y el país en su conjunto tenía que acceder a una transición hacia la democracia. Esta conducta de la estructura militar de entonces, hasta allí encuadrada en la llamada “doctrina de la seguridad”, habría de cambiar en el sentido anunciado a nombre de la comunidad internacional, luego de un tiempo de tolerancia. Y este cambio también sería emulado, dentro de una corriente continental de retorno al orden constitucional, por la influencia reconocida –en lo bueno y en lo malo- de Buenos Aires.


Presionando en el punto de inflexión

Ahora el Nobel de la Paz ha sido concedido al presidente Barack Obama, que constitucionalmente es el comandante en jefe de las fuerzas armadas de EE.UU., primera potencia militar del globo. El hecho fue calificado unánimemente de “sorpresa”, carácter que –siempre lo hemos dicho- destaca una cualidad esencial de la mejor acción política, por cuanto crea nuevas situaciones y abre distintas posibilidades en el juego de las relaciones de poder. Por lo demás, la sorpresa es particularmente efectiva en las situaciones dinámicas que enfrentan un punto de inflexión para salir, como ya vimos, de una etapa pasada y entrar en otra perspectiva.

Es interesante, pues, conocer las causas motivantes de este acontecimiento que ha suscitado reacciones tan opuestas. La principal crítica se refiere al poco tiempo de gestión de Obama, por lo cual se habrían juzgado más sus palabras que sus hechos, ya que su discurso a favor del desarme nuclear, la cooperación internacional y la diplomacia multilateral todavía no ha podido fructificar en resultados concretos. Por el contrario, el presidente se encuentra inmerso en la revisión de la estrategia norteamericana en Afganistán, que a sugerencia de algunos consejeros consideró como su propia guerra, trasladando el eje estratégico de Bagdad a Kabul.

Se repite entonces la disyuntiva que, en su momento, tuvo que encarar Bush, cuando el empantanamiento operativo en Irak -guerra que hasta ese momento había desatendido- lo enfrentó a la opción de reforzar o no el número de tropas, y el presupuesto correspondiente, empeñados en esa polémica de invasión. La decisión presidencial favorable al Pentágono, en un conflicto poco comprendido y muy impopular en el frente interno, significó el principio del fin de la sustentación política republicana, a favor del triunfo demócrata en 2008, en paralelo al inicio de la crisis financiera provocada por Wall Street.

En estos días, precisamente, asistimos a una actitud poco usual en la opinión y en las relaciones que regulan, al menos en la apariencia, las relaciones civil-militares que dan prioridad a la conducción político-institucional de las fuerzas armadas como instrumento técnico. El General Stanley McChrystal, comandante por EE.UU. y la OTAN de las tropas en Afganistán, está en comunicación con Washington para forzar un adicional de 40,000 soldados, pero con el insólito acompañamiento de una campaña de prensa y discursos de implicancia política, como el pronunciado recientemente en Londres.

Este proceder desacostumbrado ha motivado que el mismo secretario de defensa, Robert Gates –que viene de la administración anterior para moderar el cambio prometido por Obama en su exitosa campaña electoral– ha declarado que es imperativo que los jefes militares ofrezcan su consejo al presidente, “pero en privado”. Lo contrario, obviamente como está ocurriendo, con amplia cobertura mediática, presupone la ingerencia de militares profesionales en actividad, en cuestiones políticas de defensa y asuntos exteriores, lo cual resulta inadmisible en un sistema democrático.


Entre la opción maximalista y la minimalista

Existen, en consecuencia, dos posiciones respecto a la intervención armada en Afganistán: la maximalista y la minimalista. La primera expresa el esquema de conducción hegemónica más directa y agresiva, partidario de la extensión ilimitada de los conflictos, incluyendo la controvertida doctrina de las guerras “opcionales” y de las guerras “preventivas”. La segunda, en cambio, destaca su preferencia por la vía político-diplomática, reservando la alternativa militar para el caso obligatorio, no opcional, de las guerras consideradas “necesarias”; o sea aquellas donde está en juego realmente la seguridad e integridad de la nación.

Aplicada esta última opción a Afganistán –sobre todo a la luz de un gobierno sospechado de fraude electoral, con una economía de miseria y creciente resistencia popular al apoyo bélico extranjero– consiste en acotar los objetivos a lo imprescindile, enfocándose en Al-Qaeda; y tolerando al hasta ayer detestable Talibán, incluyendo una cierta representación en el poder. La decisión implica una compleja perspectiva regional que comprende, en un flanco, la situación inestable de Pakistán: un país nuclear con simpatía mayoritaria por los aguerridos talibanes en su enfretamiento ancestral con la India. Y en el otro flanco, el grave conflicto político con Irán, que aspira a un desarrollo nuclear independiente con serias desviaciones estratégicas.

Las autoridades políticas de Washington saben bien que Afganistán –considerado históricamente “el cementerio de los imperios”- podría convertirse en el Vietnam de Obama. En principio, y luego de 8 años de combates, un largo tiempo comparado con la II Guerra Mundial y otras contiendas de EE.UU., se acepta aquí que el 80% del territorio de ese país indómito y de cultura impenetrable, está en manos del enemigo, a pesar de su inferioridad logística y tecnológica. Es la dura lección que, en su momento, recibió el poderoso ejército ruso, a pesar de estar mucho más cerca de sus propias fronteras.


Poder unilateral o equilibrio multipolar

En estas circunstancias de espacio, tiempo y fuerzas se presenta un punto de inflexión que divide dos modos diferentes de concebir y ejercer el poder de la primera potencia global: o el modo unilateral y arbitrario [Bush], inherente a un mundo unipolar, hoy cambiante; o el modo multilateral y cooperativo [Obama], basado en la evolución hacia un equilibrio multipolar de grandes regiones integradas.

En esta realidad evidente EE.UU., Rusia, China e India constituyen –por su dimensión y desarrollo territorial en sí- vastos procesos de integración económica y política con su respectiva proyección miltiar; y Europa, dividida en múltiples países, ha tenido que unirse para compartir con posibilidades de éxito en esta evolución inexorable. Hasta el nuevo gobierno de Japón –variando su estrecha relación con Washington, desde su rendición en 1945- ha reivindicado su condición de potencia asiática, planteándose la inserción en su región.

Pensando justamente en las posibilidades que ofrece la acción confluyente de los proyectos de unión continental, Suramérica se propone el suyo, a partir de su clara identidad cultural e histórica, potenciada por objetivos comunes en lo político, económico y social. Ideal puesto a prueba por las dificultades que enfrenta UNASUR, entre otras cosas por una renovada presencia militar estadounidense [IV Flota, bases en Colombia]; a la que se agrega –en la contigua Centroamérica- el golpe-piloto de Honduras, entendido como amenaza latente en la nueva etapa geopolítica que transitamos.

En consecuencia, sobre la línea divisoria de dos visiones contrapuestas, que vinculan fuerzas contradictorias en el centro y la periferia de la globalización actual, actúa la presión de este consenso de países de desarrollo avanzado, que no desean exponerse a exabruptos políticos ni geopolíticos. Con este fin, más que juzgar una tarea realizada, en tiempo pasado, han efectuado una apuesta a futuro, haciendo oir su voz –prestigiosa pero no inocente- para “ayudar” a un Obama limitado en lo interno. La esperanza consiste en que el primer presidente afroamericano encarne una alternativa de poder real, como variante superadora de las reacciones peligrosas de las alas extremas.

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