domingo, 4 de marzo de 2012

EL CUADRO MILITANTE COMO SUJETO PROTAGÓNICO

Presencia efectiva y peso en la realidad social

El ser humano, en el curso de su evolución, va sintiendo la necesidad de lograr una identidad propia. En esta trayectoria suele advertir, con una perspectiva más amplia, la raigambre cultural que, a la vez, lo potencia y condiciona como integrante de una comunidad determinada y de una época histórica. En cierta instancia de esa nueva comprensión de la vida, desea superar lo que aquella individuación inicial significó de aislamiento o indiferencia social, para convertirse en sujeto protagónico de una conducta moral y pública.

De una forma más o menos reflexiva, en realidad lo que se propone es adquirir un significado histórico, cuyo horizonte se extiende hacia el pasado y el futuro de su comunidad de pertenencia, adquiriendo una densidad existencial que trasciende al mero “individualismo”. Y es esta mayor toma de conciencia del ser y del hacer, aquello que lo habilita para contribuir con su particular aporte creador, ético y político, al comportamiento del conjunto de la sociedad en sus diferentes dimensiones y expectativas.

Tener presencia y peso en el reino de la realidad, y no sólo en la expresión de ideas y deseos, requiere una acción y una lucha que se llama “militancia”. Ella implica una decisión de participación colectiva, pero no masificada ni anónima. Es decir, ansía un ámbito propicio para unir fuerzas con quienes piensan y sienten de modo congruente, y aspiran a alcanzar niveles compatibles de formación y organización en un marco adecuado de apoyo mutuo. Se abren aquí dos caminos opuestos: la organización cerrada del sectarismo ideológico, o la organización abierta de proyección social.

La opción por la organización abierta e inclusiva requiere un participante capaz y sensible, con aptitud para la disciplina voluntaria, pero también con libertad de criterio para llevar adelante la iniciativa en su radio de acción. Un carácter dinámico y equilibrado, formado para la independencia de juicio, a fin de no caer en la obediencia burocrática del mediocre, que no se juega por nada; ni tampoco en la rebeldía permanente que afecta la cohesión del funcionamiento orgánico (coordinación de esfuerzos).


Diferenciar politización de cultura política

En un país aún pendiente de su liberación definitiva para realizar todas sus potencialidades, es imposible tener una vocación social sin que ésta sea a la vez una vocación nacional, ni sustentar un pensamiento nacional que no contenga una manifiesta sensibilidad social. Esta conjunción de índole política es equidistante por igual del socialismo internacionalista y del nacionalismo sin pueblo: ideologías de otros tiempos, pero que cada tanto reaparecen, como patologías genéticas de la militancia en un régimen de dependencia, aunque con variadas denominaciones y apariencias.

No hay duda que la Argentina se construyó alrededor de una narración histórica de la épica popular de su independencia, y sus combates contra el colonialismo y el neocolonialismo; pero también es cierto que padecimos las luchas civiles que culminaron en la república oligárquica y fraudulenta, el golpismo militar y la corrupción partidocrática. Queda pendiente, pues, la tarea de suceder con eficacia institucional a los liderazgos carismáticos del pueblo que fundaron y refundaron la patria, en la lucha por la soberanía, la democracia y la justicia social.

Se va comprendiendo así la necesidad de diferenciar politización y cultura política: porque la primera presupone la manipulación de masas despersonalizadas e irracionales, con la reactivación perenne de la consigna reaccionaria “civilización o barbarie”; mientras que la segunda implica una lógica política distinta y superior. Una alternativa válida que, sin desconocer la multiplicidad de opiniones en un clima de libertad, impulsa un movimiento amplio con una doctrina operativa y no meramente discursiva o abstracta como lo hace el “progresismo”.


Prevenir el caos, realizar la transformación

Decimos aquí “movimiento” en el sentido de un avance de la comunidad nacional por la línea definitoria de su propio camino; y cuyos cuadros políticos y sociales, asumidos como “defensores del pueblo”, proponen la reafirmación del concepto patria, no el patrioterismo, por la concertación de los sectores que la componen, sobre un mismo eje de desarrollo integral. Un proyecto de actualización que no viene desde afuera, como el “modernismo” de inspiración transnacional, sino que se inscribe soberanamente en el espacio de libertad de acción que crece por la fuerza mancomunada del pueblo organizado.

Este avance es el del bloque histórico oprimido por el liberalismo y el neoliberalismo, respecto a su aporte real a la generación de la riqueza cultural y material del país. Un movimiento recreado por liderazgos carismáticos como los de Yrigoyen y Perón[1] para conducir la transición entre épocas diferentes. Y que ahora busca un sistema de conducción orgánico e incluyente, no limitado a personalidades ni círculos, porque necesita el apoyo directo de estructuras movilizadoras para completar su marcha reivindicativa sin retrocesos ni violencia.

El comportamiento de aquellos que adversan este tipo de movimientos populares, no “populistas”, varía según los intereses del ciclo anterior que pretenden conservar con actitudes reactivas. Algunos sectores altos, dependientes del exterior, son ahora vulnerables por su indiferencia a la cuestión nacional, cuando ésta ya se manifiesta de modo contundente, lo cual deriva en su impotencia política y parlamentaria. Respecto de otros sectores, intermedios, prevalece una rémora de prejuicios sociales aislándolos de la corriente popular; lo que por desapego de la realidad los detiene y fragmenta partidariamente.

Como lo hemos reiterado, los prejuicios sobre todo de la clase media compuesta por profesionales y técnicos, es un desafío a asumir y resolver por nuestros conductores y cuadros, porque no se funda en contradicciones insalvables. Por el contrario, en el esfuerzo de reconstrucción productiva del país, donde todos quienes trabajan y no especulan tienen un lugar de participación imprescindible, hay que “convertir el temor en esperanza”, en la medida que sepamos llevar adelante un proceso gradual, con la comprensión y el apoyo directo, paso a paso, de la gente.


La formación de cuadros, posibilidades y obstáculos

Al referirnos a la necesidad de retomar la formación intensa de cuadros sociales, queremos abarcar genéricamente a la amplia gama de liderazgos que demanda el movimiento popular, sin limitarnos a lo sindical o partidario; sino incluyendo también a los cuadros comunitarios, cooperativos, técnicos y profesionales imprescindibles para un acceso inteligente al futuro. El primer obstáculo, entonces, es de carácter doctrinario, para no disociar lo nacional de lo social, desterrando las actitudes reaccionarias y, a la par, las dilaciones de ciertos círculos intelectuales, que se agotan en el debate literario o televisivo de cuestiones “eruditas”, sin conectarse al núcleo real y palpitante de la acción política (“los sabios ignorantes”).

Asimismo, es lamentable que ciertos dirigentes propios no se interesen lo suficiente por la capacitación. Confluyen aquí dos prejuicios mortales para la actualización de nuestras estructuras: uno es la idea mezquina, por falta de visión, en la cual educar es una inversión a largo plazo que ellos no van a aprovechar; y el otro es el temor a que el resultado de la capacitación produzca una ola de recambio sobre los puestos en donde piensan perpetuarse. Esto es ignorar que la renovación siempre es un proceso inexorable, al cual hay que saber canalizar para hacerlo más fructífero y menos traumático.

A su turno, muchos elementos realmente dotados para la militancia y el liderazgo, con motivaciones legítimas de introducir cambios beneficiosos en lo programático, orgánico y metodológico, se dejan ganar por el escepticismo del “no se puede”. Pero el desánimo, igual que la apatía, son expresiones prematuramente derrotistas que atentan contra las aspiraciones individuales y colectivas de la base de participación popular, cuya comprensión y confianza son lo primero que hay que ganar para derrotar al oportunismo.


La realidad como un todo en cambio continúo

Los nuevos cuadros al empezar su carrera no deben creer, por ingenuidad o arrogancia, que la tarea que se proponen será fácil y rápida, confiando en que el esquema establecido les abrirá los canales de ascenso. Este obstáculo, lejos de exacerbar el “purismo” que se convierte en aislamiento o secta, tiene que ir incentivando, desde adentro, el esfuerzo sistemático y de equipo para desenvolver sus postulados, pero sin arriesgar la unión esencial del conjunto que es el fundamento mismo de las formaciones orgánicas.

Por consiguiente, toda actualización de buena fe, para dar con prudencia los debates imprescindibles a fin de lograr adhesión y alcanzar escalonadamente sus objetivos, debe predicar y demostrar con el ejemplo el valor sustantivo que asigna a la unidad orgánica y la solidaridad entre compañeros. No es fácil, pero no hay otro camino, porque la división es el peor enemigo que perciben hasta los componentes más sencillos de la base social; pues cada uno, por sí solo, sabe que vale poco o nada sin la unión que concentra las fuerzas en el lugar y el momento de la decisión (principio estratégico de masa).

Un proceso de transformación que aspire a acelerar la evolución de la sociedad, sin fracturarla agresivamente, tiene que ser comprendido como “un todo en una realidad de cambio continuo”. Esto es así porque en esa dinámica conviven, como siempre en los hechos históricos, los elementos anteriores aún vigentes, con los nuevos elementos aún incipientes. Para aprovechar esta característica como oportunidad, y no agudizarla como crisis, es importante plantear la cooperación generacional, capaz de trasvasar experiencia y energía, sin afectar la identidad orgánica con el cambio, ni desechar el cambio con la simple permanencia veterana que, tarde o temprano, se extingue.

El error de no saber administrar esta ecuación dosificadamente, que ha probado su eficacia para garantizar la misma continuidad de naciones y culturas a través de muy largos períodos de tiempo, nos llevaría a los dramas del desencuentro y la ruptura; sea por una resistencia organizada de lo viejo, sea por un avance abrupto e irresponsable de un “partido de la juventud” que, aislado, resultaría un proyecto impracticable en la estrategia de largo plazo, la cual rechaza la suficiencia y la frivolidad.


La maduración de los procesos sociales

Las organizaciones sociales, cualquiera fuera su origen y finalidad específica, siempre se proyectan, de un modo u otro, al campo político, por ser éste en su integralidad el que define las decisiones fundamentales de la comunidad. En este aspecto, no hay ninguna organización, de ningún tipo y más allá de aquello que declare, que sea absolutamente “apolítica”. Sin embargo, esta proyección al poder público, aunque algunos la subestimen o sobrestimen, nunca es eficaz en un ciclo muy acelerado, porque necesita tiempo, hacia adentro como “preparación” y hacia fuera como “asimilación”, para completar su ciclo de madurez.

Esto pone a prueba el concepto político de “juventud” y afirma el de “generación”, que debe ir venciendo las resistencias al cambio al ritmo de la filosofía popular de su época. Esta maduración ayuda a discernir progresivamente las nuevas promociones y jerarquías orgánicas que, cuando quieren dirimirse de manera apresurada, precipitan luchas internas despiadadas y estériles para los frutos que se esperan de una renovación de la militancia (recordar la década del 70). Luego, resulta equivocada la óptica de un elitismo improcedente en los movimientos que, por su gran caudal participativo, no se reconocen en la divergencia inútil de supuestas vanguardias y retaguardias.

El futuro no surge de la nada, él se alimenta de los elementos nutrientes que existen en el presente, y que deben metabolizarse ante las nuevas circunstancias históricas, para recrear e innovar sobre los objetivos, métodos organizativos y formas de ejecución apropiadas. Por lo demás, una organización que pretende crecer y perdurar, no es una multitud de desconocidos entre sí, sin criterios coherentes, ni vínculos de contención y responsabilidad, sino un conjunto funcional de encuadramiento. De allí también la necesidad de doctrina, porque es imposible encuadrar girando vanamente sobre consignas superficiales y desarticuladas, o tomando como referentes a los personajes promovidos por el favoritismo, que carecen de formación sólida y trayectoria solidaria.


Perseverancia sin obstinación

La necesidad simultánea de capacitación y experiencia hace que los “formadores de cuadros” no provengan de un conocimiento limitado a lo académico. Sin perjuicio de su esfuerzo por estudiar y aprender constantemente, ellos surgen de su condición probada de “personas de acción”, con la virtud de que, además, tratan de convertir sus vivencias de la conducción en sabiduría objetiva transmisible a los nuevos cuadros, que pretenden lograr su propio ascendiente y prestigio.

La “perseverancia” es una virtud fundamental en el difícil esfuerzo de conducir, que exige impulso y firmeza hasta lograr los objetivos culminantes de un verdadero plan, sin improvisaciones ni vacilaciones. Así debe enseñarse, pero distinguiéndola claramente de la “obstinación” que es una falla capital porque no asume la responsabilidad de efectuar correcciones o modificar el rumbo cuando resulta imprescindible. Esta capacidad objetiva, que garantiza la continuidad orgánica por sobre toda vanidad, no disminuye sino exalta el coraje moral del liderazgo.


Los grandes conductores y estadistas que permanecen en la memoria de los pueblos, ofrecieron este ejemplo notable de pensamiento y voluntad, de teoría y práctica. Y supieron irradiar con pasión docente y palabra elocuente, los principios y criterios extraídos con agudeza y reflexión de la realidad, contribuyendo al cuerpo doctrinario universal del arte superior de la estrategia. Por esta razón, ellos se han ubicado para siempre en el corazón de todo liderazgo, y son seguidos, como Perón, más allá de sus obras concretas, como “filósofos de la acción”.


[1] Ver “Irigoyen y Perón” de Raúl Scalabrini Ortiz.

LA CRÍTICA CONSTRUCTIVA EN EL MÉTODO DE CORRECCIÓN MUTUA


La experiencia como fuente del saber

La interacción entre la historia y la política es demasiado evidente para tratar de definir el presente sin el aporte de la interpretación del pasado. Por el contrario, advertir las correlaciones estructurales entre el desenvolvimiento de una comunidad de identidad cultural, y los períodos propicios para consolidar grandes cambios sociales, confirma la fuerza movilizadora de unir con armonía memoria colectiva y esperanza, sin resentimiento ni ingenuidad.

Esta necesaria continuidad en el análisis de una trayectoria nacional permite captar el autentico carácter de cada época y el pensamiento directriz de todo un ciclo histórico, sin confundirlo con el impacto bastante efímero de las modas ideológicas sobrevaluadas. De esta manera, una actitud ecuánime hace posible asimilar las lecciones de los momentos culminantes que forjaron grandes victorias y derrotas, para no repetir los errores de la sucesión contrastante de posiciones extremas, que en las instancias aciagas nos condenan al retroceso o al estancamiento.

El saber humano no tiene mejor fuente de formación que la experiencia. En su largo proceso, el análisis crítico de la práctica, en todas nuestras actividades, constituye las teorías y las técnicas para orientarnos hacia mejores resultados. De allí surge la base para aplicar el criterio creativo a la permanente innovación metódica perfeccionando las formas de pensar, de decir y de hacer. Todo esto, obviamente, debe tener su correlato en el campo de la acción política y social, que es imprescindible para dar contexto general al conjunto.


La crítica como método, no como arma

En la elaboración del pensamiento conductor la crítica es un método de corrección mutua, dentro de un equipo con proyección organizativa. No es, por lo tanto, un arma de ataque, sino una herramienta racional para lograr resoluciones compartidas a efectos de una mayor validez en el ejercicio del liderazgo. Esto es imposible sin la creación de un clima de franqueza y de confianza promotor de un intercambio de ideas que, por otra parte, nace de la identidad con los objetivos fundamentales del proyecto común.

La libertad de expresar nuestra verdad, defendida en el seno de las estructuras orgánicas, y facilitada por la amistad, propende a la colaboración sincera y confluye en la coincidencia de una selección de las mejores propuestas. En este sentido, hay que considerar a los compañeros por su grado efectivo de idoneidad y compromiso político; y distinguir en ellos entre el elogio y la adulación, entre el respeto y la obsecuencia.

Con este criterio es factible reunir en torno de la conducción la pluralidad de los otros participantes, como unidad enriquecida por la diversidad de criterios encarada con honestidad. Por el contrario, la falta de dignidad personal implica un potencial de engaño y tergiversación de la realidad; con el agravante de ser la realidad el lugar donde habita concretamente la verdad en el arte de la estrategia.


La importancia de abrir espacios de consulta

De ahí también la importancia de que los conductores de todo nivel tengan la disposición y la habilidad de abrir alrededor suyo espacios de consulta franca, sin molestias ni represalias; porque cuando el sistema retrocede respecto al necesario ascendiente para ejercer el liderazgo orgánico, se provoca una “selección a la inversa” que va descartando a los mejores elementos. En cambio, la existencia de un clima de intercambio provechoso facilita la colaboración sincera entre quienes comparten lo esencial de los lineamientos principales.

Por lo demás, la democracia como sistema requiere, junto con una plataforma básica de igualdad colectiva en deberes y derechos, el reconocimiento al esfuerzo y al mérito personal para no confundir libertad con anomia y mediocridad. De igual modo, exige la preeminencia de una dirección espiritual y anímica, orientadora de la gestión conductora en sus aspectos técnicos y administrativos; porque más allá de la retórica a favor o en contra de las decisiones políticas y sociales, el alma de los pueblos “prueba la verdad” en los hechos que los afectan directamente.


Maestría de vida, no imposición ideológica

Quizás corresponda aclarar que la referencia reiterada al pensar filosófico, no entraña el tono de los profesores o los historiadores de la filosofía académica. Sin perjuicio de ello, la formación de los conductores y cuadros implica por sí una previa introspección reflexiva que, al formular una guía ética y una lógica de acción, impregna todas las actividades que realizan. Ella procura el diálogo desde y hacia el conocimiento, el sentimiento y la voluntad, en la medida de un equilibrio necesario entre escuchar y ser escuchado.

En este aspecto, el pensar con una matriz filosófica, y su correspondiente doctrina de acción, orienta la apreciación de situación tratando de realizar su aporte a la dilucidación de sus problemas. Ésta es una relación legítima del pensador y el predicador con capacidad docente, pero a condición de no confundir su rol incursionando en lo específico de la conducción interna de fuerzas orgánicas, porque este tipo de liderazgo tiene otras responsabilidades y procedimientos.

Una tarea es dar las herramientas necesarias, desde un núcleo de valores y principios, para facilitar la distinción entre lo verdadero y lo falso; y otra muy distinta es tratar de imponer determinadas decisiones con un dogmatismo cerrado e inaceptable. Dicho dogmatismo es particularmente dañino cuando se combina con dirigentes sin real experiencia[1].

La misión correcta del predicador, dentro de una concepción de “maestría de vida”, consiste en aportar elementos para que cada uno profundice su equilibrio interior, y el reconocimiento de sus propias posibilidades y limitaciones. Con este bagaje es más fácil superar las situaciones complejas, e irradiar a los demás la suficiente confianza para adherir a una mayor y mejor participación política o social.

Esta función pedagógica, construida sobre el afecto, implica ofrecer, en el estudio de las partes componentes de una coyuntura, la visión de conjunto que facilite articularlas entre sí. Condición ésta para extraer conclusiones operativas que trasciendan lo parcial y lo inmediato, logrando una conveniente amplitud estratégica.

El análisis político requiere categorías de pensamiento propias e integrales, no puede limitarse a las categorías sociológicas, ni a las categorías psicológicas. Cuando tal reduccionismo se aplica esquemáticamente a evaluar la conducción, se manifiesta la ineptitud de los seudo-analistas y “opinólogos” mediáticos para considerarla como un saber superior y creativo: el único indicado para producir un proceso de trasformaciones estructurales coherentes y sostenidas.

Centralización estratégica, no concentración política

De igual manera, el voluntarismo, la improvisación y el amiguismo que a veces se reúnen en la mesa de los dirigentes, desconocen los rudimentos del oficio de los estadistas y los estrategas que debería inspirarlos. Una misma realidad, vista con perspicacia desde distintos ángulos de enfoque puede motivar criterios diferentes, y sin embargo compatibles con un dirección conjunta apta para prever alternativas y variantes, cuestión que obliga a resignar todo exceso de subjetividad y egocentrismo.

Otra clave importante es no ceder a la tentación del rupturismo, o la provocación de “crisis artificiales”, autoinducidas por la falsa creencia en aprovechar su potencial emotivo para reforzar una determinada posición personal. Algo que no impide asumir con responsabilidad la respuesta consiguiente a los obstáculos reales que traban nuestra línea estratégica. En todos los casos, además, es importante no abrir frentes indiscriminados, ni hacerse gratuitamente de enemigos; como tampoco desaprovechar lo deseos de participación de muchos nuevos elementos frustrados por la resistencia implícita en mecanismos deformados por el favoritismo y la corrupción.


Elocuencia persuasiva, no retórica

La historia de los grandes movimientos reivindicativos demuestra que, paradójicamente, resulta más fácil enfrentar un orden social injusto desde el llano, que construir un orden social justo desde el poder. Esta segunda instancia, que es la decisiva, se dificulta por la lucha interna, el exceso de ambiciones y el sectarismo. Exige, por lo tanto, una gran firmeza espiritual y ética para conducir una permanente “evolución” social y económica, y no recaer en actitudes discrecionales con el argumento de la “revolución” imaginaria.

Hay, sin duda, un arte de hablar en público con capacidad persuasiva, que es una herramienta extraordinaria en manos de quienes emplean la técnica al servicio de la ética. Pero, cuando se transforma en retórica, por la utilización de artificios y apariencias, se convierte en un instrumento destructivo; lo cual se agrava cuando la oratoria de plaza pública se ha reemplazado por la ampliación escénica de los grandes aparatos mediáticos. La palabra elocuente, a diferencia de la palabra retórica, debe ejercer su vocación esclarecedora en forma directa, sencilla y franca, para consolidar la credibilidad del liderazgo.

Este es quizás el efecto político más destacable de la coherencia y ejemplo de la conducción, porque el progreso real no se alcanza ni con el impacto del discurso brillante, ni con la simple suma de desarrollos económicos sectoriales. Él exige la adhesión y participación más autentica y activa para un avance constante; porque el problema de conducir no termina con el logro de una legalidad de origen, sino que continúa con la legitimidad de fines y su eficacia, siempre contando con la defensa popular más sólida de las reivindicaciones conquistadas.

Precisamente, la evolución que requerimos no puede inventar la fuerza motriz que deviene de un proceso largo, complejo y anónimo, pero sí es posible estimularla en determinadas circunstancias. Ellas corresponden a los “momentos históricos” dominados por un espíritu mayoritario y contagioso que reclama cambios profundos, que es conveniente lograr por la vía pacifica, sin desconocer con realismo la generación de conflictos de intereses.




[1] Arturo Jauretche afirma que el auténtico método de la ciencia es el inductivo, que va del hecho a la teoría y no de la teoría al hecho. En ese camino cada uno debe someter su investigación a constante prueba, para desarrollar mejor su capacidad de observación y análisis. Ver “Enfoques para el estudio de la realidad nacional,” Edición ADIF, 2012.