sábado, 22 de agosto de 2009

Construcción del liderazgo con formación y organización

Una construcción desde la base

El liderazgo es la coronación de la conducción, que -a nivel superior- significa ejercer el arte de la política con sentido histórico y visión estratégica. Por esta condición, el liderazgo no procede de la mera ambición de protagonizarlo, porque debe prestar un servicio inexcusable para el éxito de las ideas de poder y de las organizaciones que las sostiene. Él significa, justamente, la garantía de la unidad de concepción y de la unidad de acción, en las distintas etapas del desarrollo político.

Por eso el liderazgo auténtico, articulador de todo un sistema generado con trabajo organizativo, es lo contrario del pecado de vanidad y el ansia de figuración; porque resiste los ensayos de montarse sobre cuerpos políticos formados y establecidos por otros conductores, sea por oportunidad en una crisis, o directamente por oportunismo. El liderazgo, para que sea perdurable, aún dentro de lo transitorio de la gloria política, requiere una construcción desde la base, con suficiente tiempo de dedicación y espacio de consolidación y arraigo.

Como reza la doctrina, no se puede organizar lo carente de formación; y no se puede conducir lo ausente de organización: por supuesto, en el buen sentido de las cosas. Formar, recordemos, significa trabajar con valores, principios y criterios que fundamentan, persona por persona, aquello que luego constituye la coherencia de una acción común. Organizar, por su parte, es construir con capacidad de persuasión, el vínculo que aglutina a las fuerzas, dentro de estructuras eficaces para la competencia de relaciones de poder.

Junto con estos elementos, que son los más visibles de una formulación genuina de poder, existe un “sentir” que califica el grado de veracidad y de verdad del liderazgo; y que se expresa en una noción mística que unifica naturalmente la vocación de participar en el movimiento que éste genera; con el auxilio del conjunto de los cuadros fundadores. Así se logra el encuentro y la identificación de la razón de ser del liderazgo, con la razón de ser del movimiento, otorgando un sentido claro a la política; y haciendo que la vida de esta militancia se motive y justifique en la acción.

Es el don de liderar, que -sin perder nunca contacto con la realidad- propaga el idealismo, y lo hace con inspiración, creación y constancia, edificando desde abajo en conexión con los problemas directos de la gente. Acumulando infatigablemente prestigio, más que popularidad, sabiendo que en su tarea lo concreto prima sobre las explicaciones teóricas, y que los buenos resultados desplazan a las justificaciones del fracaso. Para ello, predica el ejemplo de la unidad y del trabajo de equipo, donde cada integrante no sólo sigue con lealtad a la conducción superior, sino que -haciendo uso adecuado de su propia capacitación- lleva la iniciativa personal con decisión en el marco que le corresponde.

La transición a un nuevo ordenamiento político

Obviamente, el liderazgo -que suele culminar en una gran personalidad- no constituye un hecho puramente individual ni grupal, ya que es parte indisoluble de un cuerpo político; y este, a su vez, es fruto de las relaciones sociales de la comunidad en un momento histórico determinando. Momento en el cual -respondiendo a un estado de ánimo colectivo- la necesidad de una acción organizada, que se va haciendo cada vez más evidente para salir de la crisis, va al encuentro de una real voluntad de conducción dispuesta a actuar. En este punto crucial, muere un viejo ordenamiento político y nace otro nuevo y diferente.

La historia suele calificar a estos líderes como carismáticos, porque poseen sin duda una energía y vitalidad especiales que contagian a las multitudes, facilitando la promoción y expansión del movimiento; pero esta cualidad no debe confundirse con los rasgos de los llamados liderazgos mesiánicos, cuya propuesta no es democrática. Por lo demás, ninguna conducción política tiene asegurado un carácter vitalicio, ni los movimientos nacionales tienen que representar copias o remedos de los “partidos únicos” pertenecientes a los esquemas totalitarios de derecha o izquierda.

Es cierto que la libertad de acción de quienes conducen implica una influencia transformadora de hechos y actitudes, y por lo tanto concentra un poder; pero éste se ejerce dentro de márgenes institucionales y parámetros éticos, para merecer el beneficio del sistema constitucional. Caso contrario, estaría fuera de los límites del consenso republicano. De allí que la voluntad de poder que se requiere sea de naturaleza persuasiva, austera y humilde; y no dominante, vana y arrogante.

Estas virtudes rectoras exigen la autocrítica toda vez que se haga necesaria, pero no como discurso, sino como autocorrección: clave de la contención del poder por quienes conducen; que se complementa con el control del poder por los conducidos, mediante los instrumentos y organismos creados legalmente, para efectuarlo dentro de la democracia. Ningún poder es, pues, ilimitado: porque depende de aquellos que conduce; y todo exceso augura una caída o un traspié.

Un liderazgo orgánico necesita un pueblo organizado

Un liderazgo orgánico necesita un pueblo organizado; o al menos, señales vitales de un principio de recomposición política de la comunidad. Un gobierno, además, requiere cientos de buenos asesores; y el movimiento, miles de cuadros políticos y técnicos. Es decir: hay una tarea para todos, porque es imposible funcionar en el vacío, sin un marco de creencias compartidas que articulen aspiraciones comunes; y sin lealtades recíprocas, destruidas por la desconfianza de todos. Hacer pie en este escenario movedizo, donde los argentinos nos ignoramos mutuamente, es muy difícil porque insinúa una crisis continua y permanente.

Hace falta, en consecuencia, una gran presencia de ánimo y un equilibrio interior para manejarse equitativamente en medio de oposiciones irreductibles y controversias exageradas. Es una psicología ciclotímica en una sociología de la desorganización. Una situación en donde fallan no sólo las cosas que se planifican mal, sino también las correctas. Un clima negativo, en fin, que es menester cambiar a partir de la conducta de cada uno de nosotros, para evitar un cuadro de mayor dramatismo como preludio incierto de algo nuevo.

Un cambio basado en la buena conciencia de la evolución, y no en la mala conciencia de la “revolución”, con abuso de rebeldías y revueltas que llenan la historia nacional sin objetivos cumplidos. Lecciones que nos obligan a cuidar la continuidad del orden constitucional, siendo ecuánimes en la creación democrática de poder y sus distintas alternativas, y no en la “conquista” del poder, con maniobras desestabilizadoras y aún violentas. Como se ha dicho; y más allá de la frase hecha: la democracia se corrige con más y mejor democracia. Con más y mejor participación democrática, no con indiferencia política.

Necesitamos una confluencia de los valores de la identidad propia de cada partido, expresados inequívocamente; con la tolerancia del pluralismo que respeta diferencias y críticas, para que el rumbo no lo fije un centralismo excesivo que sólo habite un círculo de influencia, ni lo determine un monopolio mediático jugando al caos de la información. Hay que apelar, entonces, a la inteligencia nunca desmentida de nuestro pueblo, respecto de las ideas de poder actuales, y de los sentimientos que suscitan en la perspectiva del futuro.

La única revolución permanente es la producida por la educación, donde todos tenemos algo que aprender y algo que enseñar; especialmente en cuanto a la vida en comunidad y las buenas relaciones mutuas que nos debemos. La ignorancia política conspira contra ellas, porque fomenta hábitos asociales resistentes al tendido de redes de solidaridad y responsabilidad ciudadanas. Por eso, la falta de inversión de tiempo y medios de los partidos en la tarea formativa es inexplicable; a menos que manifieste el prejuicio de los dirigentes sobre la emergencia de nuevos valores generacionales de recambio.

La glorificación del heroísmo pertenece a nuestros próceres que fundaron la patria. El personalismo y su culto responden a otros momentos de la historia protagonizada por caudillos y líderes de masas. Hoy estamos lejos de esa dimensión de los acontecimientos políticos; y por eso necesitamos una propuesta menos providencial y más previsible y estable; aunque nunca burocrática. Una conducción, como indicamos al comienzo, educadora y organizadora; enaltecida por una vocación de servicio. Un sistema de liderazgo decidido a lograr el desarrollo del enorme potencial del país, para asegurar la paz interna y la presencia regional de una Argentina soberana, fraterna y orientadora.

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