miércoles, 19 de agosto de 2009

5-Privatización de los partidos o participación democrática.

Los partidos como servicio comunitario.

Según nuestro ordenamiento constitucional, los partidos son organizaciones fundamentales para el funcionamiento del sistema republicano y el ejercicio de la democracia. Con esta finalidad, que significa, en síntesis, un verdadero servicio comunitario, el Estado da forma institucional a los partidos, a los que legaliza, promueve y contribuye a su mantenimiento. La condición, obviamente, es que estas estructuras cumplan lo mejor posible con el propósito de canalizar, con libertad y pluralismo, la participación ciudadana en la vida pública de nuestro país, en los niveles nacional, provincial y municipal.

Cuando estos fines no se cumplen, al menos en lo esencial, todo el sistema se desnaturaliza y corrompe, sea por el sectarismo de sus dirigentes y su actitud de facción e intolerancia; sea por las expectativas de aquellas personas, grupos y sectores que no encuentran cauce de contención y expresión de su voluntad participativa. La disgregación de la opinión, la reducción al individualismo indiferente y la anarquía son los efectos perniciosos de este mal comportamiento.

Tales vicios del funcionamiento democrático van gestando, irónicamente, un clima antidemocrático, proclive a pendular hacia el extremo autoritario en sus diversas manifestaciones. Esto impide la continuidad de la vida institucional normal, que es la única que garantiza, junto a la maduración de la sociedad civil, el crecimiento y desenvolvimiento de nuestro potencial nacional. En fin, que nos damos el lujo de olvidar la experiencia histórica, que señala la inermidad crónica del subdesarrollo respecto de las irrupciones dictatoriales de distinto signo.

La lealtad a lo esencial del ideario político

Por estas razones, es conveniente analizar los factores y tendencias que parecen condenarnos a nuevas frustraciones; empezando por el exceso de pragmatismo- degradado a utilitarismo y oportunismo- con que se ciegan las fuentes primordiales de los grandes partidos, que son los que nacieron defendiendo la libertad política y la justicia social. No se trata de congelar la historia y caer en la nostalgia y el dogmatismo extemporáneo, pero tampoco de olvidar el núcleo del ideario permanente como seguro de una actualización política ponderada.

La lejanía innecesaria y manifiesta, respecto de la clave originaria del movimiento, por citar un ejemplo, a cargo de las sucesivas tendencias llamadas foquistas, neoliberales y progresistas, desbordan el margen de lo tolerable en términos de adecuación y realismo político. En rigor, estas tendencias fueron y son funcionales al régimen de dependencia que decimos combatir; y hacen un daño adicional cuando pretenden convertir lo que podría ser una táctica de sobrevivencia política en una ideología diferente.

Y en la Argentina ya sabemos lo que pasa con las ideologías -casi siempre importadas- que se vuelven cerradas, minoritarias y excluyentes, promoviendo en última instancia nuestra larga serie de enfrentamientos internos. Esto las diferencia de las doctrinas, derivadas de una identidad cultural creadora, que dan orientaciones y criterios aplicables por la estrategia en beneficio del conjunto: porque la verdadera conducción no puede ser nunca sectaria.

Sin ideas propias ni valores; es decir, sin los elementos cualitativos de su accionar, las fuerzas política son dominadas por los elementos cuantitativos – que en forma de dinero, cargos, publicidad y encuestas comerciales- terminan por impregnar toda la estructura partidaria, instrumentada y dirigida por tanto a los negocios y negociados de la corrupción. Es un círculo vicioso que anula toda transmisión de normas y principios democráticos, para ceder su primacía al poder plutocrático: el poder económico y su consecuente despliegue mediático y redes de influencia.


La imposición mediática de ideas vacías

En este marco impera la sofisticación tecnológica del poder de la información y la comunicación actual que, por su propia naturaleza de negocio a gran escala, está asociada o manejada por las corporaciones transnacionales. Lo mediático usurpa con comodidad todos los espacios públicos y domésticos, imponiendo un sistema omnipresente de “ideas vacías”, -un pensamiento sin pensar- de quienes somos objetos de su acción.

Como, por su lado, los partidos no han organizado su propio sistema de enlace y comunicación, para relacionarse por obra de los cuadros articulados con sus bases, dependen totalmente de los medios, con lo que son dirigidos por éstos a nombre de sus mandantes económicos y financieros. Lamentablemente, esta es una práctica que se ha extendido demasiado por el mundo occidental, demostrando que -aún en los países reputados por su continuidad democrática- existe una cúpula encubierta de dirección plutocrática, y un “ejército represivo” de manipulación informativa y acción psicológica.

Más que una ideología transnacional única, con obediencia política debida, existe una dominación mediática que impone un perfil publicitario a las consignas simplificadas de su propuesta, y a las inconsistentes figuras decorativas de su mensaje masificante. Se trata, pues, de no pensar y no participar, sino de “consumir” campañas electorales y noticias ya digeridas, en todo tiempo y lugar. Así se obtiene una insectificación de la opinión pública, siempre vacilante y cambiante, donde cualquiera sigue a cualquiera, por un tiempo provisorio, sin darse a nadie como referencia de conducción trascendente.


La feudalización de lo estatal y lo público

Persiste, en consecuencia, un desconcepto que estuvo ligado a las últimas décadas de historia argentina: los votos anónimos están en el movimiento, pero los protagonistas divulgados están fuera de él y hacen “entrismo” para acceder al gobierno. Es una malformación política que introduce desviaciones de derecha e izquierda -por llamarlas de alguna manera- sin ningún pudor respecto de una militancia perseverante y auténtica, que resulta discriminada de las posiciones importantes.

Tal “selección al revés” se agrava con el deterioro cultural y ético que genera la transgresión moral sin sentido, que con imágenes y contenidos de provocación al sistema, más aparentes que otra cosa, ocluye la realización en si de las reformas estructurales necesarias en el campo político, económico y social. Como dijimos, transgresión unida a consumismo e individualismo exacerbado, hacen la mezcla explosiva que destruye las bases de la comunidad organizada y su proyección vital de destino.

En este marco, ya difícil de comprender y reordenar, ocurre la grave rémora de la regresión a lo peor del caciquismo, en una suerte de retorno al feudalismo político que ha sido estudiado como fenómeno contemporáneo por varios analistas de prestigio. Esta involución se expresa drásticamente en la privatización desmedida de lo estatal y lo público, en su calidad de espacios, funciones y contenidos que son expropiados de una comunidad de soberanía conjunta y compartida.

Así acontece con la privatización en particular de los partidos populares, que surgieron y se desarrollaron como entidades de esfuerzo colectivo, y hoy son copados y apropiados por grupos extraños al eje central de su trayectoria principal. De este modo, hay poco éxito comicial, y lo que se consigue a punta de recursos mal habidos e influencia oficial, se apuesta en pleno a la red de prebendas materiales de un sistema saturado de ambiciones ilimitadas.


De la realidad negativa a la voluntad transformadora

El realismo, sin duda, con que efectuamos esta narración obligada, no implica necesariamente pesimismo para las voluntades decididas a perseverar en su vocación y misión nacional. Para ello, es menester contestar las preguntas: ¿queremos ser?, ¿queremos saber?, ¿queremos hacer? Son interrogantes existenciales que se deben responder desde lo profundo del corazón, si deseamos salir del complejo de inferioridad que ataca a la condición argentina, y que se suele disimular con arrogancia o prepotencia, para esconder el hecho doloroso de ser un “subpaís” que nos hace sentir “subhumanos”, lo que el colonialismo administra e impera.

Luchemos, entonces, por el verdadero rol de los movimientos-partidos, como ecuación integral de participación social y representatividad política, para una democracia real y no un engendro de ociosas formalidades cívicas. Estas no profundizan el estudio de nuestros grandes problemas que son de conducción, de gestión, de planificación y de formación, en un territorio pródigo de recursos naturales e históricos donde todo está por hacerse.

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