Superar el subdesarrollo estructural e institucional
Vivimos tiempos de bicentenario en todos los países hispanoamericanos, con pequeñas diferencias cronológicas que son apenas pocas líneas en el denso registro de una historia común. No podría ser de otra manera porque, a despecho de visiones aisladas y estrechas, somos parte por igual de la fragmentación del imperio español en estas tierras de pueblos originarios presididos por grandes culturas autóctonas. Somos también producto de las condiciones creadas por otras potencias europeas, que deseaban suceder a la antigua metrópoli con sus propias influencias hegemónicas.
Objetivamente, no podemos desconocer ni la derrota de civilizaciones asombrosas, pero distintas en sus ciclos tecnológicos y por lo tanto inermes frente a la invasión de ultramar; ni tampoco obviar las injusticias de todo imperio territorial y virreinal volcado a la extracción de riquezas y recursos; ni ignorar los nuevos métodos neocoloniales que se impusieron basados en la explotación económica y financiera. Sin embargo, nuestra virtud esencial fue entonces la decisión de emanciparnos y la vocación espontánea de hacerlo unidos y solidarios, según el testimonio irrebatible de las grandes campañas libertadoras.
Pero, ni la opción por la independencia fue integral, porque desconoció el valor de la autodeterminación económica; ni la libertad incluyó la justicia social y el desenvolvimiento de una verdadera democracia. Así, por la ley de hierro del subdesarrollo crónico, se expresó la violencia estructural en la forma de golpes, represiones, revoluciones, contrarrevoluciones y guerras fratricidas de frontera. Por eso el hito de los 200 años de una trayectoria aún truncada, es propicio para reflexionar sobre nuestro destino, empezando por desentrañar el fatalismo de la violencia y su secuela de anarquía, dictadura y autoritarismo que le resultan políticamente consanguíneos.
No decimos “violencia” en el sentido restringido a los enfrentamientos cruentos, porque pensamos que toda imposición de fuerza, incluso la encubierta en los manejos venales de las democracias a medias, también violenta las vidas individuales y la existencia conjunta de la comunidad. Por ello, hay que revisar la “constitución real” de nuestras sociedades en sus hábitos cotidianos de relacionamiento colectivo, y compararla con la “constitución legal” de nuestros Estados que tantas veces se ignora o incumple. De este debate surgirá que el primer mérito de un futuro diferente, deberá ser nuestro desarrollo estructural e institucional, para encarnar definitivamente el bien común en acción.
El Estado de Derecho como logro de la evolución cultural
El Estado de Derecho, como convicción y disposición de toda una comunidad a vivir bajo el imperio de la ley y de las normas regulatorias del conjunto nacional en lo político, económico y social, comienza sin duda en la elección democrática del gobierno, como expresión de la libertad y soberanía del pueblo. De esta manera, se acota el acceso al poder legítimo y se limita racionalmente su ejercicio de acuerdo al ordenamiento constitucional y jurídico-legal vigente.
Por consiguiente, el procedimiento democrático por excelencia es la celebración de elecciones periódicas, libres y basadas en el sufragio universal y secreto de las autoridades ejecutivas y legislativas en el plano nacional, provincial y municipal. En cuanto a la gestión del gobierno así elegido, debe responder al orden normativo antedicho; la acción de los organismos institucionales de control democrático del poder; y la propia iniciativa de petición y reclamo de los ciudadanos, de manera individual o grupal, para perfeccionar las vías de participación.
En este marco, adquieren su valor singular los Derechos Humanos, por el reconocimiento de la existencia innata de determinados atributos de la persona que deben ser inviolables por el poder público, al margen de interpretaciones ideológicas sesgadas. Estos derechos protegidos, al ser parte destacada del bien general, no se reducen a un área, sino que todo el aparato gubernamental tiene que asegurar su vigencia, sea por la vía de los derechos civiles y políticos, sea por la vía de los derechos sociales y culturales, para una vida digna y trascendente.
Para vigilar el cumplimiento de estos derechos, sancionar su violación, restablecer su vigencia y reparar sus daños, es fundamental la garantía que brindan el principio de legalidad; la separación e independencia de los poderes -especialmente el poder judicial- y la responsabilidad individualizada en el desempeño de funciones públicas. Esto último implica que los funcionarios respondan y asuman las consecuencias penales del uso indebido o excesivo del poder, sin ampararse en códigos políticos, profesionales o corporativos.
Recoger la experiencia histórica fortaleciendo el orden constitucional
Obviamente, el atentado más grave que se puede cometer contra la democracia, como forma evolutiva de la convivencia humana, es la ruptura o alteración del orden constitucional. La experiencia señala que los modos más habituales de intervenciones antidemocráticas han sido, lamentablemente, las dictaduras militares o cívico-militares, cuya pauta repetitiva es el desconocimiento de la soberanía popular, la negación del Estado de Derecho y la violación de los Derechos Humanos en un tríptico potenciador de una continua escalada represiva.
En estos casos, el poder es tomado ilegalmente por una minoría autoritaria, para servir sus propios intereses sectoriales, militarizando crecientemente al Estado y aún a la sociedad; y utilizando a las fuerzas armadas, fuera de su función legítima, como “partido militar” y fuerza de ocupación de su propio país. Aunque de ninguna manera son argumentaciones aceptables, los golpes de Estado han invocado algunas motivaciones para interrumpir, provisoria o permanentemente, la normalidad institucional; estas son: el autoritarismo, la corrupción, la anarquía y la violencia facciosa como modo de acción política.
Desde el punto de vista ético-político, es necesario recoger esta experiencia histórica, fortaleciendo a las instituciones de la democracia, y en particular observando su plexo de deberes y derechos básicos. El autoritarismo, por ejemplo, es contrario a la metodología democrática que, no sólo exige ciertos procedimientos consensuados y compartidos de decisión, sino todo un procedimiento de codeterminación del pueblo y sus representantes: la minoría respetando los derechos de la mayoría y viceversa. La negación o anulación de alguno de estos dos términos interactuantes – oficialismo y oposición- degrada al sistema en su conjunto y lo expone a riesgos innecesarios.
De igual modo, la corrupción, y sobre todo la corrupción administrativa impune, afecta la confianza de la ciudadanía en el gobierno y el Estado, promoviendo paralelamente la indiferencia, la indolencia, el desánimo y hasta graves niveles de caos social. Esta situación, sumada a eventuales crisis de representatividad política y atomización partidaria, puede aumentar la percepción de inseguridad general, motivando cuadros de maltrato e irritabilidad urbana, como caldo de cultivo de actitudes antidemocráticas.
El principio estratégico de unidad de conducción y acción
En la jurisprudencia de todos los países organizados del mundo, el Estado es el depositario de la fuerza, debiendo ejercer legal y adecuadamente el monopolio de la capacidad de coerción, con claros fines de bien común. Esto significa que la sociedad renuncia a la violencia y la delega en las autoridades, dentro del orden constitucional y legal establecido, para superar los esquemas primarios de la “justicia por mano propia”, el revanchismo y el permanente “ajuste de cuentas” entre particulares, ya que el derecho es lo contrario a la venganza. Esto vale también para enfrentar decididamente, en el ámbito que corresponda, la ola creciente de criminalidad y delincuencia que ha degradado nuestra calidad de vida, con la complicidad de una excesiva tolerancia.
Con esta exigencia de justicia interna y externa, que en el campo internacional requiere soberanía e integridad, se organizan las fuerzas policiales, las fuerzas de seguridad y las fuerzas militares. Este despliegue se conduce centralizadamente a partir de
Desde siempre ha sido motivo de análisis, discusiones y tensiones la aparente paradoja existente entre el carácter democrático del “todo” a proteger -el Estado organizado bajo un régimen republicano y democrático- y la “parte” asignada a su defensa, estructurada bajo una cadena de mando y disciplina rígida de carácter castrense. Esta situación, especialmente compleja en los momentos de emergencia o periodos de crisis, es la que obliga a profundizar los est
Eliminar la arbitrariedad del poder
De acuerdo a la modernización jurídica específica, la relación fundamental entre el régimen democrático y el sistema de defensa tiene que regularse por un ordenamiento actualizado, que aún en situaciones extremas, como la declaración oficial de “estado de sitio”, elimine la arbitrariedad absoluta del poder, y descarte la utilización de mecanismos improcedentes tal como la aplicación de la llamada “ley marcial”. Para ello, se requiere la existencia de un sistema j
Otros elementos coadyuvantes a la mitigación en el empleo de la fuerza y la violencia institucionalizada es la división clara y estricta entre defensa exterior y seguridad interna; que en el caso argentino está consagrada en la legislación vigente, con el fin de evitar la policialización de las fuerzas armadas. Otros países hermanos, ante la gravedad de cuestiones criminales como el narcotráfico, están apelando al recurso de la fuerza militar, con el inconveniente de que ella no es idónea ni está capacitada para este tipo de lucha; incluyendo el riesgo de exponerse a denuncias por violación de los derechos propios de una sociedad sin guerra convencional.
Con el logro de un profesionalismo estable y de excelencia, se manifestará el apego de estas instituciones -imprescindibles para la defensa integral y constitucional- al régimen republicano y democrático y al Estado de Derecho que lo expresa. Es decir, un nivel evolucionado de la conciencia nacional y comunitaria que garantice para todos, incluyendo por supuesto a los ciudadanos militares, el principio de judicialidad concretado en el juzgamiento por los jueces de
No podemos dejar de decir que el ángulo opuesto a la arbitrariedad del poder por el autoritarismo, es la anomia y la desarticulación ciudadana. Se unen así dos antivalores nefastos: la falta de sentido comunitario de la política, y la falta de sentido cívico de la vida. Luego, la política se desentiende de la historia, y la existencia personal se hace trivial y efímera. Es la decadencia prematura de una sociedad sin fines trascendentes, que no se identifica a sí misma y deja las preguntas existenciales sin respuesta. La recuperación del protagonismo del pueblo está, por dicha causa, en el intento reflexivo de asumir esos interrogantes, antes de la disolución pasiva en el anonimato del silencio.
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