En el pensamiento clásico, sólo es realmente acción el proceso que se organiza para realizar un fin (Aristóteles); porque en la actividad que impone su conclusión, se concreta la concepción que la genera. En la gran política, esta concreción exige la clara percepción de la realidad, donde actúa la dinámica de poder, que es necesario conocer por la doctrina y conducir con prudencia hacia los objetivos de bien común.
El destino de los pueblos sigue las vicisitudes de sus dirigentes, en el ciclo corto de sus manifestaciones propias de cada época; aunque siempre termine por confluir en el ciclo largo de la formación de la conciencia nacional. En esta evolución histórica, de estrategia anónima y sin tiempo porque supera todo individualismo, la lucha por la verdad es lo único que forja la identidad cultural de una comunidad, que así se constituye en Estado para verificar la idea ética en la acción (Hegel).
En el balance entre idealismo y realismo, entre la eticidad pura y el puro pragmatismo, se abre el campo del arte de conducir, que para elevar sus miras requiere marchar de la politización a la cultura política; es decir: de la política vulgar y masificante, a la participación política consciente y orgánica. Esta calificación cultural, indispensable para afianzar lo popular en el molde nacional y regional, como lo señala Perón, es la base del desarrollo con sentido integral, y no del mero crecimiento económico que absorben los grupos concentrados.
Estas definiciones esenciales distinguen por igual al justicialismo de las variantes menores del “populismo” y del “progresismo”. Del primero, en tanto se demore en el liderazgo personal sin las categorías necesarias de la formulación doctrinaria, la planificación estratégica, la formación de cuadros políticos y técnicos, y el despliegue organizativo. Y del segundo, en tanto no trascienda la simple retórica de la transgresión, cara a ciertos sectores medios, sin aportar a la superación en sí de las condiciones de vida y de trabajo de nuestra base social.
La gestión estratégica distingue el estadismo de la politiquería.
Contrariando estas lecciones elementales, el debate de argumentos e imágenes de estos últimos días ha mezclado todos los temas de superficie, para uso y abuso de grupos contrapuestos, siempre con verdades a medias que resultan en conclusiones falaces, a menudo con prejuicios sociales y raciales que exacerban lo peor de las personas manipuladas mediáticamente. Pocos se han referido en lo profundo al problema estructural de una Argentina, con vacíos y distorsiones demográficas, que hace décadas carece de una política poblacional.
La economía transnacional, de una globalización asimétrica, aquí y en todo el mundo, ha despoblado los espacios rurales, expandiendo la monoproducción con alta tecnología y bajo empleo, para obtener las ganancias de una codicia desbordada que fractura la cohesión de los países sin planificación estratégica. Como consecuencia, se destruye la diversidad productiva y la fijación de población que, en forma caótica, es desplazada del vacío territorial al hacinamiento suburbano en condiciones infrahumanas.
Con la exclusión total que genera la falta de trabajo y de futuro, se vulnera incluso el espíritu de las leyes de protección acordadas por los países para las migraciones internas de nuestra región [Mercosur]. Porque es obvio que nadie emigra para quedar cautivo en el campo de concentración de las villas de emergencia, a disposición de punteros inescrupulosos y como carne de cañón de diversas formas del delito y del crimen organizado. Lo que enfatiza, además, que toda libertad, para no afectar los derechos de otros, debe operarse en el marco normativo correspondiente: “dentro de la ley todo, fuera de la ley nada”.
Las falencias del Estado, en sus tres niveles [nacional, provincial, municipal] no tienen que computarse solamente en un campo asistencial sin término, si no se regenera la cultura del trabajo; porque, más allá de la urgencia humanitaria a cubrir, hay que crear las condiciones para la solución laboral adecuada a esta realidad evidente. Por esta razón, es necesario el horizonte estratégico, la profundización del modelo productivo y la concertación social; con cuya ausencia lucran las corporaciones que, desde las décadas del 80 y 90, cuentan con un creciente “ejército industrial de reserva” para precarizar el empleo, sumergir los salarios y monopolizar la economía.
La planificación y gestión estratégica, precisamente, distingue la conducción de los estadistas de las maniobras de la politiquería. Éstas son de vuelo corto y acumulan sin cesar problemas que van comprimiendo la situación social hasta hacerla estallar, con o sin señales anticipatorias. De allí las previsiones y grandes objetivos que deben implementarse, junto con la administración nada fácil del día a día cuando se está apenas saliendo de una profunda crisis general.
Una tarea gigantesca de construcción, no de destrucción
Hay que tomar conciencia del enorme esfuerzo pendiente que esto significa, y que es clave para seguir aprovechando las oportunidades que ofrece la crisis mundial y la aparición de polos de integración regional. Resulta imperioso, entonces, como lo hemos reiterado tantas veces, debatir los lineamientos de un proyecto de destino nacional. Reclamo que no es gratuito ni abstracto, sino funcional para asegurar la paz social y el desarrollo, en un régimen democrático demasiado vulnerable, como se ha visto hasta hoy, a las exacciones económicas, las operaciones mediáticas y las provocaciones ideológicas; causa y efecto de una participación aún imperfecta, que hay que ampliar sin sectarismos ni exclusiones.
Tareas como completar paulatinamente nuestra ocupación territorial; el despliegue poblacional consiguiente con condiciones de viabilidad habitacional y productiva; el desarrollo a gran escala del plan de vialidad e infraestructura que implica; el apoyo mutuo con las unidades de despliegue de defensa que a veces son los únicos testimonios de soberanía (cooperación civil- militar); y la restauración de la protección ciudadana amenazada por la criminalidad económica y la violencia del narcotráfico, etc. son tan necesarias como extensas en el espacio y prolongadas en el tiempo.
Para llevarlas a cabo hay que superar el número partidariamente válido para un triunfo electoral, convocando, antes o después de los comicios, al bloque histórico de fuerzas de todo el campo nacional y popular, que es imprescindible para darle un impulso directo y contundente. De igual modo, y habida cuenta que su ejecución a largo plazo puede exceder el turno de uno o más gobiernos constitucionales, es menester dialogar con sinceridad y constancia hasta lograr los consensos básicos del ejercicio institucional y del debate parlamentario con los diferentes sectores.
No deja de ser una cruel paradoja que tamaña estrategia de unificación y construcción, exigida por décadas de abandono, salga a la luz como una lucha destructiva en ambas orillas de la necesidad y la miseria; y como una carrera de apropiación sin más de espacios públicos y privados. Esta realidad, que supera la problemática de los estándares de solidaridad y seguridad, revela la asimetría intolerable de una sociedad con dos opuestos que se realimentan por debajo de la superficie del sistema: la extrema pobreza y la extrema riqueza.
Del crecimiento actual al desarrollo integral
Quizás sea útil comparar esta situación con dos países cercanos, a menudo elogiados por los analistas liberales. En Chile, por ejemplo, la tragedia sísmica dió origen al descontrol social de los saqueos, mientras más recientemente se sucedía las serie de accidentes mineros por obra de una explotación irresponsable, y ayer mismo ocurrían los cruentos motines de presidiarios develando el horror de su sistema carcelario. En Brasil, por su parte, el popular gobierno de Lula tuvo que reprimir con fuerza la favelización del narcotráfico, incluyendo el espectacular empleo de vehículos blindados.
Sin duda, no significan argumentos para consolar la impotencia de las actitudes sociales y pacíficas con que corresponde resolver estos conflictos de fondo, que hablan de la injusta distribución de la riqueza que reina en nuestra región. Por no ver más allá lo que ocurre en el “modelo” europeo, donde se reprimen abiertamente las protestas de los trabajadores afectados por la crisis especulativa global en España, Grecia, Portugal, Italia, Francia, Irlanda, etc.
Todo este panorama local y mundial constituye la gran lección a asimilar, ahora o nunca, para consolidar las propuestas nacionales y regionales de integración y desarrollo, con una visión histórica. Para abrir camino en esta dirección salvadora, no tenemos mucho que teorizar, sino inspirarnos en las experiencias exitosas de nuestra misma trayectoria. Del pasado, emular la forma en que fuimos capaces de establecer colonias productivas con distintas corrientes propias y migratorias. Y del presente, imitar el ejemplo de las provincias que supieron multiplicar su capacidad habitacional y su moderno despliegue vial; así como de aquellas otras que promovieron iniciativas y proyectos para radicar población productiva y equilibrar la densidad poblacional del país.
En el laborioso pasaje del crecimiento al desarrollo, el buen ejemplo contrasta con el mal ejemplo, en particular el demostrado por gran parte de una dirigencia incapaz o desactualizada, corrupta o indiferente, que para el caso es lo mismo en términos de imprevisión e inoperancia. Es lo que las nuevas generaciones argentinas tienen que evaluar en este resurgir auspicioso de la militancia, para “comprender el poder a través del deber”. Y a fin de administrar premios y sanciones para acabar definitivamente con la impunidad en todos los órdenes de la vida nacional.
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