29/2015
LIDERAZGOS COOPERANTES SIN UNICATOS EXCLUYENTES
En una proyección
evolutiva de las instituciones civiles y sociales bajo el control ciudadano del
poder, los llamados liderazgos únicos son extemporáneos y terminan mal. En
rigor, son unicatos, jefaturas cerradas y aisladas en su círculo incondicional,
porque el verdadero liderazgo, por la complejidad del mundo contemporáneo,
demanda diálogo, apertura y voluntad de concertar con transparencia.
Una decisión
manifiesta de acordar posiciones afines, con la mayor cantidad de fuerzas, sea
en un gobierno de coalición, o en un frente nacional, porque nadie puede
conducir solo, ni tampoco prescindir de ningún sector que quiera participar de
la solución de los problemas pendientes. Éstos necesitan, en el campo político
y técnico, el concurso de conocimientos, habilidades y experiencias diferentes
que pueden complementarse en un plan compartido.
La coordinación
requiere paciencia y humildad, lo contrario de arrogancia y soberbia. Exige
construir desde abajo, no desde arriba, porque en el territorio, que es la raíz
de la base social, la población deja de ser el número anónimo de las
estadísticas que se compran y se venden, para encarnarse en familias con
necesidades y esperanzas personales. Ésta es nuestra realidad, que determina la
tarea de servicio propia de la verdadera militancia, superior a la adhesión
ocasional, y no sustituible por promotores publicitarios ni simples
“voluntarios”.
Las campañas
incorporan ahora asesores extranjeros como una moda aparente de modernidad.
Especialistas que suelen aportar lo suyo con discreción, sin condicionar sus
consejos con la difusión pública de argumentos reservados. Esto último puede
traslucir imágenes influenciables y volubles de un supuesto liderazgo, lo que
no es igual a la virtud ponderada de una mentalidad flexible.
Junto con la
confusión de roles, corre el concepto de “purismo”, más propio de la ortodoxia
ideológica que de la práctica política. Especialmente en los nuevos partidos,
que no nacen de la nada, sino de dirigentes de orígenes dispares, aglutinados
alrededor de un personaje convocante para una etapa determinada. Este hecho
tiene la posibilidad de abrir expectativas, pero también la limitación de
dispersarse cuando el referente no está o la oportunidad ya pasó. Nuestra
historia está llena de estos partidos fugaces de propiedad personal.
Las grandes
estructuras, a pesar de sus defectos, se sedimentan en eslabonamientos
generacionales con tradición de sus momentos culminantes. Comparten, además, un
núcleo de sentimientos y criterios, en un terreno conocido a través de vivencias
intransferibles. Hay que ser precavidos cuando se pacta con estas formaciones
sin compartir cierta sintonía de política cotidiana, porque la figura
convocante puede ser instrumentada para reposicionar aparatos.
También cabe
consignar la ingenuidad que implica el “triunfalismo”, exhibido por más de un
candidato. Porque considerarse “ganador” antes de tiempo relaja la presencia de
los cuadros que deben trabajar hasta el final. Y, aún la victoria lograda
trabajosamente, se relativiza comparada con el exagerado exitismo de
“colaboradores” oportunistas.
Nadie ignora los
excesos y argucias que limitan el ejercicio de la libertad democrática, ni el
recelo de fraude que enrarece la definición electoral. Una situación sensible
que nos obliga a pensar con inteligencia y prudencia: admitiendo con equidad
las fallas u omisiones de todos, y aportando propuestas efectivas para retomar
la salud espiritual y emocional imprescindible para las buenas decisiones.
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