14. EL ESTADO ES DE LA COMUNIDAD
Y NO AL REVÉS
Desde
los primeros clanes y tribus que poblaron el mundo, pasando por los imperios
antiguos, los feudos medievales y los reinos del renacimiento, hemos
evolucionado hasta las formaciones nacionales y continentales de la actualidad.
Y aunque el proceso civilizatorio siguió el condicionamiento de los grandes
factores geográficos y materiales, la humanidad, en las pautas propias de cada
cultura, siempre aspiró a la trascendencia espiritual y moral para defender la
vida y justificarla.
Esta
trayectoria, no exenta de luchas y retrocesos, denota que las comunidades se
organizan y persisten, en la medida que pueden superar las contradicciones de
sus diversos componentes. Porque la vertebración compleja de sus vínculos
individuales y grupales no es estática sino dinámica, exigiendo capacidad para
resolverla sin llegar a los antagonismos disolutorios de su existencia.
Tal
disyuntiva, en términos gregarios es efectivamente vital, requiriendo el
ejercicio comprensivo de la adaptación al medio, junto al esfuerzo de trabajo
para asegurar la subsistencia. Interpelación del pueblo a su historia que a
veces se torna en opuestos irreconciliables, formando una conciencia colectiva
escindida en bandos beligerantes.
Esta
perspectiva de tiempo y especio confluye, en el mundo contemporáneo, en la
transformación cualitativa del Estado, como entidad dirigida a “concertar” la
síntesis posible de las voluntades operantes en su conflictividad. Motivo para
que la comunidad reformule la función de este orden superior, a fin de encauzar
sus tendencias sociales sin eliminarlas, y así gobernarse en un marco relativo
de estabilidad.
No hay libertad sin responsabilidad
Lo
más importante residiría en que el pueblo, así como defiende la posesión del
espacio fundante de su noción de patria, tome también como suya la vigencia
legal del Estado. En nuestro caso, un Estado no estatista: suficiente pero no
agobiante, eficaz pero no insensible, y abierto a la sociedad de la que emana
su mandato.
La
democracia participativa aporta el cauce pacífico que evita el distanciamiento
y la separación del Estado, como condición negativa previa a establecer
regímenes autoritarios o totalitarios. Corresponde, entonces, asumir la opción
inteligente de la interdependencia de intereses que se expresan en el seno
comunitario, otorgándole la racionalidad de una actitud ecuánime. Disposición
no ingenua, en relación al roce de todo tipo de ambiciones e influencias
parciales, pero encaminada a lo esencial de una convivencia sin ruptura.
Lo
contrario, exacerbando el enfrentamiento estéril sin reglas políticas
aceptadas, destruye la estructura comunitaria y su delegación jurídica en un
Estado organizado. Con el telón de fondo del caos, la situación retrotrae a la
fragmentación violenta de las peleas
tribales. Un horizonte observado en muchos países divididos por guerras
internas e intervenciones extranjeras.
Frente
a esta eventualidad, hay que valorar y proteger el hecho histórico de nuestra
independencia, que celebra su bicentenario, recordando que la libertad no
existe sin responsabilidad. Ella dignifica la política en la ecuación de derechos y deberes que encarna la Ley
cuando evita el reinado de la fuerza, el
fraude o el capricho. Agravios contrapuestos a la legitimidad de las normas
responsables y comprensibles, que son las indicadas para inspirar consenso, al
incluir “el reconocimiento de todos por todos”.
Poder para dar servicio
La
división formal de potestades, en el ejercicio de la autoridad republicana,
tiende a diluirse por la acción solapada del aparato burocrático conectado
simultáneamente a las facultades ejecutiva, legislativa y judicial. Definición
realista que reserva la palabra “poder” para aquel círculo que interviene las
decisiones en su provecho. Lo expuesto no niega la importancia de una
Administración, que debiera ser de excelencia, sino refiere a los mecanismos
del burocratismo propenso a la venalidad.
Ésta
adquiere la figura del “servidor público”, que sobrevive a los dirigentes que
lo nombraron, y permanece a la sombra del gobierno de turno, para operar la
corrupción de Estado. Allí se insertan los intereses de los grandes grupos y
corporaciones con sus proyectos, también dibujados, por la tecnocracia. Todo lo
cual es atravesado por una globalización asimétrica, que no negocia en
condiciones justas con los “representantes” de una soberanía aparente y no
real.
El
mal funcionario, desleal a su propio país, lo ataca en la base vulnerable de
los recursos imprescindibles para el desarrollo. Corrupción que suma ineptitud con arrogancia o experiencia
con cinismo, centrada por igual en intereses espúreos. Conducta tan reiterada
que desafía la proyección de la razón ética en las cúpulas dirigentes; y decepciona al ciudadano, que cuestiona el
manejo de la crisis porque ignora el destino final de los recursos resultantes
de los sacrificios impuestos.
Quienes se califican por su
buena voluntad, según un núcleo de virtudes ciudadanas, sienten desdén por lo
perecedero del pragmatismo oportunista y sus negociados. Pero luchan también
contra el escepticismo, que debilita su entusiasmo y preferencia por la acción.
Luego, hay que recuperarlos con fuerza transformadora, como alternativa a la
pasividad que facilita la entrega. Por
lo demás, es urgente reclamar la obligación de gobernar y conducir con el ejemplo
personal, para preservar la pertenencia nacional por encima de todo
individualismo, estando un juego el patrimonio social de varias generaciones
argentinas.
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