martes, 21 de junio de 2016

14. EL ESTADO ES DE LA COMUNIDAD Y NO AL REVÉS



14. EL ESTADO ES DE LA COMUNIDAD
 Y NO AL REVÉS

Desde los primeros clanes y tribus que poblaron el mundo, pasando por los imperios antiguos, los feudos medievales y los reinos del renacimiento, hemos evolucionado hasta las formaciones nacionales y continentales de la actualidad. Y aunque el proceso civilizatorio siguió el condicionamiento de los grandes factores geográficos y materiales, la humanidad, en las pautas propias de cada cultura, siempre aspiró a la trascendencia espiritual y moral para defender la vida y justificarla.

Esta trayectoria, no exenta de luchas y retrocesos, denota que las comunidades se organizan y persisten, en la medida que pueden superar las contradicciones de sus diversos componentes. Porque la vertebración compleja de sus vínculos individuales y grupales no es estática sino dinámica, exigiendo capacidad para resolverla sin llegar a los antagonismos disolutorios de su existencia.

Tal disyuntiva, en términos gregarios es efectivamente vital, requiriendo el ejercicio comprensivo de la adaptación al medio, junto al esfuerzo de trabajo para asegurar la subsistencia. Interpelación del pueblo a su historia que a veces se torna en opuestos irreconciliables, formando una conciencia colectiva escindida en bandos beligerantes.

Esta perspectiva de tiempo y especio confluye, en el mundo contemporáneo, en la transformación cualitativa del Estado, como entidad dirigida a “concertar” la síntesis posible de las voluntades operantes en su conflictividad. Motivo para que la comunidad reformule la función de este orden superior, a fin de encauzar sus tendencias sociales sin eliminarlas, y así gobernarse en un marco relativo de estabilidad.

No hay libertad sin responsabilidad

Lo más importante residiría en que el pueblo, así como defiende la posesión del espacio fundante de su noción de patria, tome también como suya la vigencia legal del Estado. En nuestro caso, un Estado no estatista: suficiente pero no agobiante, eficaz pero no insensible, y abierto a la sociedad de la que emana su mandato.

La democracia participativa aporta el cauce pacífico que evita el distanciamiento y la separación del Estado, como condición negativa previa a establecer regímenes autoritarios o totalitarios. Corresponde, entonces, asumir la opción inteligente de la interdependencia de intereses que se expresan en el seno comunitario, otorgándole la racionalidad de una actitud ecuánime. Disposición no ingenua, en relación al roce de todo tipo de ambiciones e influencias parciales, pero encaminada a lo esencial de una convivencia sin ruptura.

Lo contrario, exacerbando el enfrentamiento estéril sin reglas políticas aceptadas, destruye la estructura comunitaria y su delegación jurídica en un Estado organizado. Con el telón de fondo del caos, la situación retrotrae a la fragmentación  violenta de las peleas tribales. Un horizonte observado en muchos países divididos por guerras internas e intervenciones extranjeras.

Frente a esta eventualidad, hay que valorar y proteger el hecho histórico de nuestra independencia, que celebra su bicentenario, recordando que la libertad no existe sin responsabilidad. Ella dignifica la política en la ecuación de  derechos y deberes que encarna la Ley cuando  evita el reinado de la fuerza, el fraude o el capricho. Agravios contrapuestos a la legitimidad de las normas responsables y comprensibles, que son las indicadas para inspirar consenso, al incluir “el reconocimiento de todos por todos”.

Poder para dar servicio

La división formal de potestades, en el ejercicio de la autoridad republicana, tiende a diluirse por la acción solapada del aparato burocrático conectado simultáneamente a las facultades ejecutiva, legislativa y judicial. Definición realista que reserva la palabra “poder” para aquel círculo que interviene las decisiones en su provecho. Lo expuesto no niega la importancia de una Administración, que debiera ser de excelencia, sino refiere a los mecanismos del burocratismo propenso a la venalidad.

Ésta adquiere la figura del “servidor público”, que sobrevive a los dirigentes que lo nombraron, y permanece a la sombra del gobierno de turno, para operar la corrupción de Estado. Allí se insertan los intereses de los grandes grupos y corporaciones con sus proyectos, también dibujados, por la tecnocracia. Todo lo cual es atravesado por una globalización asimétrica, que no negocia en condiciones justas con los “representantes” de una soberanía aparente y no real.

El mal funcionario, desleal a su propio país, lo ataca en la base vulnerable de los recursos imprescindibles para el desarrollo. Corrupción que  suma ineptitud con arrogancia o experiencia con cinismo, centrada por igual en intereses espúreos. Conducta tan reiterada que desafía la proyección de la razón ética en las cúpulas dirigentes; y  decepciona al ciudadano, que cuestiona el manejo de la crisis porque ignora el destino final de los recursos resultantes de los sacrificios impuestos.
Quienes se califican por su buena voluntad, según un núcleo de virtudes ciudadanas, sienten desdén por lo perecedero del pragmatismo oportunista y sus negociados. Pero luchan también contra el escepticismo, que debilita su entusiasmo y preferencia por la acción. Luego, hay que recuperarlos con fuerza transformadora, como alternativa a la pasividad que facilita la entrega.  Por lo demás, es urgente reclamar la obligación de gobernar y conducir con el ejemplo personal, para preservar la pertenencia nacional por encima de todo individualismo, estando un juego el patrimonio social de varias generaciones argentinas.                                                         












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