12.
CONTROLARSE A SÍ MISMO
PARA
CONTROLAR LA SITUACIÓN
La
estrategia se construye con un pensar de vasto alcance, que obliga a “ver” más
allá en el espacio y el tiempo. Asignarse esta tarea conlleva a definir grandes
objetivos que exigen grandes esfuerzos, lo cual define a la “conducción”;
porque los objetivos pequeños y los esfuerzos consiguientes definen a la
“administración”. En esta diferencia de nivel más alto, propio del estadista,
resulta vital partir de una base sólida, para luego desplegar las operaciones
persuasivas del principio de autoridad política.
Esto
no puede hacerse en un estilo individual, y una estructura radial de mando que
recarga el peso de la labor de gobierno en el liderazgo principal. Porque nadie
resiste una larga campaña sin la cooperación de la versión civil de un “estado
mayor”. Sus integrantes no deben ser meros “secretarios privados” delegados en
áreas, que a veces no conocen, sino personalidades respetadas e idóneas,
capaces de decir, incluso, lo que no es grato escuchar.
Se
evitará así cualquier sobrecarga de preocupación y tensión innecesaria,
con la suma, no cuantitativa sino cualitativa, de las virtudes y capacidades de
todos. Estas personalidades, sin perjuicio de una lealtad sincera, no pueden
salir de un mismo grupo, ni tampoco obtenerse de uno u otro sector político por
la vía de la negociación. Ellos serán seleccionados directamente por el
conductor según su talento y honestidad, generando un amplio consenso en la
sociedad que facilite su rol.
Lo
primero a organizar es la conducción
Esta
distribución, inteligente y generosa, de responsabilidades específicas en una
estructura de conducción equilibrada, con grados aceptables de
desconcentración, no limita la autoridad del estratega. Antes bien, la
prestigia, y le permite dedicarse concisamente a los temas de fondo, sin el
asedio de las consultas excesivas de la impericia o el recelo.
Dice
el maestro que para conducir con éxito, “lo primero que hay que organizar es la
conducción”. Es decir, un sistema identificado con un proyecto en desarrollo,
al que todos pueden sumar y ninguno restar. Y donde le liderazgo recambia a
quienes fallan, sin tener que respaldarlos a pesar de sus errores, absorbiendo
la crítica social que desgasta.
Demostrar
una inteligencia lúcida, asentada y serena
Cuanto
más grandes con los objetivos, mayor es el riesgo que se corre y más largos los
plazos para cumplirlos; imponiendo el realismo de modo natural. Lo cual
significa elevarse por sobre todo círculo emocional, para mantener vigente la
promesa electoral de equidad. Esta transformación psicológica e intelectual,
entraña un ineludible perfeccionamiento de la personalidad política, para
servir con abnegación al interés común.
Hay
que conocer a aquellos que rodean o entornan al liderazgo, para distinguir a
quienes “sirven” de quienes “se sirven”. Y estar especialmente atentos a las
expectativas y reclamos de la gente, para separar las reivindicaciones
legítimas de los agitadores profesionales. El juego de una inteligencia lúcida,
asentada y serena puede despejar la confusión, que lamentablemente acompaña el
uso de la dialéctica política.
No
resulta fácil para nadie superar el velo del personalismo, la cuota de
egocentrismo que afecta la conducta humana. Lo patentizan muchas de las
disputas internas irracionales, incluso de elementos que creíamos archivados en
un pasado polémico. Por eso también hay que tener paciencia y constancia, para
lidiar con adversarios que siempre se reinventan o mimetizan.
Un
combate de voluntades y ambiciones
Suelen
ser muchos los que, a cada hora, presionan para “conducir al conductor”. Y éste
es responsable de no dejarse controlar, en un combate inexorable de voluntades
y ambiciones. La idea es no obrar en las condiciones impuestas por otros, sean
amigos o adversarios, sino hacerlo en el marco establecido por la estrategia
propia. En cuanto a la oportunidad de actuar, tampoco se aguarda pasivamente,
sino se crea con una dosificación de imaginación y pragmatismo.
Esperar
todo o nada de un solo dirigente, adjunta el peligro de los vacíos de
conducción que provocan los incidentes y accidentes de la vida personal. En
política, todos somos necesarios pero ninguno imprescindible. Tal la reflexión
que motiva la tarea formativa de cuadros políticos, sociales y técnicos que van
a articular la densa red de un régimen integral de participación.
En
consecuencia: no temer la aparición de una gran franja de nuevos representantes
territoriales y nacionales. Ya que, llegar a las metas de una planificación
estratégica, invita al enlace fructífero de varias generaciones. Una dimensión
histórica donde sucumben los ensayos unipersonales, porque el tiempo sólo es
vencido por la persistencia de la organización.
Finalmente,
hay que enfrentar con claridad la maniobra cristinista de declarar el carácter
amoral de la política. Circulan frases como “la corrupción democratiza la
política”, porque “sin dinero no hay poder”; o la falsa resignación a que “un
proceso rápido de crecimiento genera siempre corrupción” Porque en esta tesitura
“todos somos corruptos” y acreditamos la impunidad de los dirigentes,
penalizando a la ciudadanía.
El
desafío fundamental de esta etapa es la reconstrucción de una cultura del
trabajo honesto, no de la especulación. Y este gran cambio no podrá realizarse
sin la autoridad moral, en el “ser y parecer”, de la más alta investidura. A
cualquier precio hay que lograrlo, redefiniendo las relaciones del individuo
que se convierte en mandatario, porque tanto su salud, como su patrimonio y
compromiso de viejas amistades, ya no son más un hecho personal, sino que se
los observa como una cuestión de Estado.
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