martes, 21 de junio de 2016

12. CONTROLARSE A SÍ MISMO PARA CONTROLAR LA SITUACIÓN



12. CONTROLARSE A SÍ MISMO
PARA CONTROLAR LA SITUACIÓN

La estrategia se construye con un pensar de vasto alcance, que obliga a “ver” más allá en el espacio y el tiempo. Asignarse esta tarea conlleva a definir grandes objetivos que exigen grandes esfuerzos, lo cual define a la “conducción”; porque los objetivos pequeños y los esfuerzos consiguientes definen a la “administración”. En esta diferencia de nivel más alto, propio del estadista, resulta vital partir de una base sólida, para luego desplegar las operaciones persuasivas del principio de autoridad política.

Esto no puede hacerse en un estilo individual, y una estructura radial de mando que recarga el peso de la labor de gobierno en el liderazgo principal. Porque nadie resiste una larga campaña sin la cooperación de la versión civil de un “estado mayor”. Sus integrantes no deben ser meros “secretarios privados” delegados en áreas, que a veces no conocen, sino personalidades respetadas e idóneas, capaces de decir, incluso, lo que no es grato escuchar.

Se evitará así cualquier sobrecarga de  preocupación y tensión innecesaria, con la suma, no cuantitativa sino cualitativa, de las virtudes y capacidades de todos. Estas personalidades, sin perjuicio de una lealtad sincera, no pueden salir de un mismo grupo, ni tampoco obtenerse de uno u otro sector político por la vía de la negociación. Ellos serán seleccionados directamente por el conductor según su talento y honestidad, generando un amplio consenso en la sociedad que facilite su rol.

Lo primero a organizar es la conducción

Esta distribución, inteligente y generosa, de responsabilidades específicas en una estructura de conducción equilibrada, con grados aceptables de desconcentración, no limita la autoridad del estratega. Antes bien, la prestigia, y le permite dedicarse concisamente a los temas de fondo, sin el asedio de las consultas excesivas de la impericia o el recelo.

Dice el maestro que para conducir con éxito, “lo primero que hay que organizar es la conducción”. Es decir, un sistema identificado con un proyecto en desarrollo, al que todos pueden sumar y ninguno restar. Y donde le liderazgo recambia a quienes fallan, sin tener que respaldarlos a pesar de sus errores, absorbiendo la crítica social que desgasta.

Demostrar una inteligencia lúcida, asentada  y serena

Cuanto más grandes con los objetivos, mayor es el riesgo que se corre y más largos los plazos para cumplirlos; imponiendo el realismo de modo natural. Lo cual significa elevarse por sobre todo círculo emocional, para mantener vigente la promesa electoral de equidad. Esta transformación psicológica e intelectual, entraña un ineludible perfeccionamiento de la personalidad política, para servir con abnegación al interés común.

Hay que conocer a aquellos que rodean o entornan al liderazgo, para distinguir a quienes “sirven” de quienes “se sirven”. Y estar especialmente atentos a las expectativas y reclamos de la gente, para separar las reivindicaciones legítimas de los agitadores profesionales. El juego de una inteligencia lúcida, asentada y serena puede despejar la confusión, que lamentablemente acompaña el uso de la dialéctica política.

No resulta fácil para nadie superar el velo del personalismo, la cuota de egocentrismo que afecta la conducta humana. Lo patentizan muchas de las disputas internas irracionales, incluso de elementos que creíamos archivados en un pasado polémico. Por eso también hay que tener paciencia y constancia, para lidiar con adversarios que siempre se reinventan o mimetizan.

Un combate de voluntades y ambiciones

Suelen ser muchos los que, a cada hora, presionan para “conducir al conductor”. Y éste es responsable de no dejarse controlar, en un combate inexorable de voluntades y ambiciones. La idea es no obrar en las condiciones impuestas por otros, sean amigos o adversarios, sino hacerlo en el marco establecido por la estrategia propia. En cuanto a la oportunidad de actuar, tampoco se aguarda pasivamente, sino se crea con una dosificación de imaginación y pragmatismo.

Esperar todo o nada de un solo dirigente, adjunta el peligro de los vacíos de conducción que provocan los incidentes y accidentes de la vida personal. En política, todos somos necesarios pero ninguno imprescindible. Tal la reflexión que motiva la tarea formativa de cuadros políticos, sociales y técnicos que van a articular la densa red de un régimen integral de participación.

En consecuencia: no temer la aparición de una gran franja de nuevos representantes territoriales y nacionales. Ya que, llegar a las metas de una planificación estratégica, invita al enlace fructífero de varias generaciones. Una dimensión histórica donde sucumben los ensayos unipersonales, porque el tiempo sólo es vencido por la persistencia de la organización.

Finalmente, hay que enfrentar con claridad la maniobra cristinista de declarar el carácter amoral de la política. Circulan frases como “la corrupción democratiza la política”, porque “sin dinero no hay poder”; o la falsa resignación a que “un proceso rápido de crecimiento genera siempre corrupción” Porque en esta tesitura “todos somos corruptos” y acreditamos la impunidad de los dirigentes, penalizando a la ciudadanía.

El desafío fundamental de esta etapa es la reconstrucción de una cultura del trabajo honesto, no de la especulación. Y este gran cambio no podrá realizarse sin la autoridad moral, en el “ser y parecer”, de la más alta investidura. A cualquier precio hay que lograrlo, redefiniendo las relaciones del individuo que se convierte en mandatario, porque tanto su salud, como su patrimonio y compromiso de viejas amistades, ya no son más un hecho personal, sino que se los  observa como  una cuestión de Estado.







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