martes, 29 de septiembre de 2009

Honduras: ¿El modelo golpista de la etapa actual?

La ecuación guerra externa - guerra interna en la concepción hegemónica


Hace tiempo hemos descripto la teoría que vincula, en la seno del hegemonismo, las alternativas de la guerra externa de la proyección imperial, con las vicisitudes que van preparando y produciendo guerras internas en la retaguardia de su área geopolítica de dominación. El caso anterior, fue la retirada de Vietnam, cuyo síndrome derrotista fue compensado por el giro a la derecha represiva de las dictaduras locales de la llamada “doctrina de la seguridad”, que polarizó nuestra América en las décadas de la Guerra Fría.

En el caso actual, a la luz del empantanamiento estadounidense en Irak, el síndrome derrotista respecto de una retirada escalonada, pero ya anunciada, podría ser compensado con un ajuste de cuentas en Centro y Suramérica, dando inicio a una nueva etapa autoritaria, donde el adversario ayer “marxista” se convertiría en “populista”. Teóricamente esta conjetura debe ser considerada en términos de posibilidad, como el plano superior de un marco de referencia que, desde luego, tiene otros factores más localizados y concretos. Pero la teoría sirve para la comprensión estratégica del ala dura del Pentágono, que en forma coordinada ha realizado al menos tres operaciones importantes: la reactivación de la IV Flota; el establecimiento de siete bases en Colombia; y el golpe de estado en Honduras.

En esta visión, que descubre la anunciada “remilitarización” de América Latina desde arriba, el poder naval significa una fuerza de presencia, presión y control sobre las vías marítimas del comercio internacional, especialmente de petróleo y alimentos. Mientras, las bases fijadas en el continente con múltiples direcciones operacionales, materializan una disuasión cercana que potencia la “diplomacia militar” norteamericana, afectando a la naciente Unasur y su proyecto de defensa regional autónoma.

En este cuadro se produjo el golpe en Tegucigalpa del 28 de junio de 2009 que, sin perjuicio de sus motivaciones locales, es imposible imaginar sin el visto bueno de los respectivos referentes militares norteamericanos de la cúpula castrense hondureña. Esto es así por varias razones, empezando por el hecho de que su territorio aloja la más importante base de los EE.UU. en Centroamérica; y por haber sido utilizada la frontera de este país con Nicaragua, como santuario operativo de la “contra” sobre la revolución sandinista. Por esta causa, los cuadros de sus fuerzas armadas, retirados o activos, fueron y son los menos afectados por las políticas de derechos humanos que se implementaron, con distinto grado de acción, en nuestros países al retorno de la democracia.



Perfil de un “nuevo” estilo de golpe


Es importante estudiar los rasgos fundamentales del golpe hondureño, porque sus causas, componentes y consecuencias tendrán indudable proyección en tiempo y espacio en la nueva etapa inaugurada con la doble crisis -financiera y militar- de EE.UU., que impulsa ahora un proceso de recuperación económica y reordenamiento político y geopolítico. El propio presidente Barak Obama representa la ambigüedad de la situación, que puede orientarse hacia el ideal declarado de “cooperación” -con énfasis en las relaciones civiles y diplomáticas- o retroceder a las posiciones militaristas de un concepto unipolar y unilateral.

De la misma manera, la decisión del golpe en algún lugar del poder, es un disparo por elevación sobre la voluntad de conducción de Obama, y sobre la voluntad negociadora del Departamento de Estado, hoy a cargo de Hillary Clinton, una mujer frontalmente resistida por la derecha republicana. Hay que pensar que, en la tesis de ilimitación del espacio imperial, no existe distinción marcada entre política interior y política exterior, lo que nos define y subestima como “patio trasero”.

En la azarosa vida institucional de los países de América Latina, quizás nunca haya habido golpes exclusivamente militares. Siempre, en cambio, existieron fuertes sectores políticos y empresariales -y de otros factores de poder- involucrados en las interrupciones violentas del orden constitucional. Pero es evidente que el componente civil fue clave en este golpe, incluyendo dirigentes de todos los partidos, legisladores, jueces y, sobre todo, representantes del poder económico. Sin embargo, hay algo cierto: el golpe en sí no se hubiera producido sin la intervención decisiva y organizativa de las fuerzas armadas, y la acción represiva de la policía, encuadrada bajo la influencia de aquellas.

Tenemos así categorizado un golpe cívico-militar, envuelto en un discurso ideologizado pronorteamericano, pero en los viejos términos de la administración Bush, con el destaque de la intromisión venezolana del presidente Hugo Chávez y la colaboración del liderazgo nicaragüense encabezado por el comandante Daniel Ortega. Paralelamente, los prejuicios tradicionales sobre El Salvador, ahora gobernado por el Frente Farabundo Martí, aunque con el moderado e independiente presidente Mauricio Funes. En fin, un mensaje funcional a la remilitarización hemisférica, como alternativa retrógrada a los problemas sociales de la crisis del sistema, agravados en Honduras por estructuras históricas de explotación reaccionaria.


Lecciones históricas sobre la reforma y el golpismo


Sin entrar en el detalle cronológico de los hechos, hay algunas lecciones generales que extraer del ambiente preparatorio del golpe que, aunque no lo justifican en absoluto, ofrecen elementos considerados de provocación, aprovechables por los sectores extremos. Entre estas enseñanzas, hay que destacar la inconveniencia de giros políticos abruptos, sin una prédica persuasiva, constante y progresiva que explique las reformas necesarias, sus objetivos y los procedimientos para lograrlas en un marco posible de consenso. Esta prédica debe alcanzar a las fuerzas armadas, de seguridad y policiales, no en términos de partidización, sino de toma de conciencia de los problemas sociales más graves, que son la causa objetiva de toda indefensión e inseguridad.

De igual forma, hay que fortalecer la formación humanista de los cuadros de estas instituciones del Estado, que deben asistir al bien común de todos los ciudadanos, y no servir de guardias pretorianas de los intereses facciosos de los grupos de privilegio. Todas las dictaduras a su turno, cometen los mismos errores, en una espiral creciente de represión política y social que, tarde o temprano, satura la sociedad con su violencia y hace poco rentable en lo estratégico el proceso represivo, que luego se vuelca en sentido contrario, sin que sus aliados e incitadores los defiendan ni en lo moral ni en lo jurídico (juicios y sentencias por violaciones a los derechos humanos).

Finalmente, la movilización constante de los sectores populares, y el ejercicio cada vez menos espontaneísta y más orgánico de la resistencia, terminan por generar nuevas estructuras políticas y sociales, con las que definitivamente hay que contar y tratar, en las instancias ineludibles de la restauración democrática. Esta es la dinámica que se potencia ante la decadencia de los estamentos partidarios preexistentes a la crisis; en particular cuando se despierta en la multitud un deseo de mayor presencia y participación en el orden civil y económico del país, y en el control democrático de los poderes institucionales.

El divisionismo y la violencia son antivalores a descartar aún por la resistencia democrática más legítima, porque sectarizan y desprestigian su causa. La convocatoria, en cambio, debe ser amplia y equilibrada, dirigida al conjunto de la comunidad, sin ideologizar el discurso “por izquierda”, que suele ser funcional a las acciones retardatarias “por derecha”. En esta brecha, que el tiempo de los excesos profundiza, las franjas más auténticamente populares del país quedan atrapadas, desconcertadas y sin expresión política propia.

La actuación excepcional de Brasilia

Frente a la realidad de este “nuevo” tipo de golpe, en los inicios de una etapa definida por el avance evidente del multipolarismo, gracias a los procesos de integración regional, se distingue la actuación de Brasilia, que constituye una excepción a su conducta diplomática en estos casos. En efecto, tradicionalmente Itamaraty -la prestigiosa cancillería brasilera- ha postulado la “no intromisión” en los asuntos internos de otros estados; incluyendo la abstención en votaciones del Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas contra regímenes autoritarios y represivos.

Esta posición, a veces demasiado “flexible”, también ha moderado su respuesta en política exterior, donde otros países suramericanos fueron más duros, respecto a las iniciativas militares del Pentágono, que ya hemos citado; prefiriendo que el discurso de resistencia a tales medidas tuviera como protagonistas a Bolivia, Ecuador y Venezuela. Sin embargo, es manifiesta ahora su coordinación con el gobierno de Caracas, en el regreso anticipado de Manuel Zelaya a su patria, culminando su ingreso subrepticio a Tegucigalpa con el sorpresivo refugio del presidente derrocado en la Embajada del Brasil.

Esta actitud audaz, aunque con riesgo calculado como corresponde a una conducción coherente, supera en mucho las simples declaraciones de rechazo al golpismo, y el natural acompañamiento a las gestiones muy medidas de la Organización de Estados Americanos - OEA presidida por el chileno José Miguel Insulza, un hombre ligado a EE.UU. De allí el carácter de excepción que pone a prueba la regla, al dar el presidente Lula la “bienvenida” y “protección” a Zelaya en el territorio brasilero representado por la inmunidad diplomática de su legación allí.

Hay que analizar, entonces la actuación del Brasil, en una combinación equilibrada de liderazgo político encarnado en el presidente Lula, y de procedimientos diplomáticos a cargo de Itamaraty, para dar una imagen fuerte y de alcance extra-regional en defensa del sistema democrático de un país centroamericano, en una zona de estrecha vigilancia estadounidense. Y hacerlo, sin caer en un extremo “intervencionista” o de perfil subimperial, que sería contraproducente para sus aspiraciones de referente regional ante el continente y el mundo.

El Brasil y el poder regional

Es en esta dimensión donde se advierte el concepto estratégico de la operación Honduras, porque el punto culminante del ingreso de Zelaya a la embajada brasilera, el 21 de septiembre de 2009 y su continuidad, estuvo enmarcado por sesiones de la Asamblea General de las Naciones Unidas, con la presencia en Nueva York de todos los Jefes de Estado y de gobierno del mundo. En este escenario propicio, la solicitud -rápidamente concedida- de una reunión de emergencia del vital Consejo de Seguridad, dio oportunidad al canciller Celso Amorím a participar protagónica y mediáticamnente de las deliberaciones y su conclusión favorable y unánime.

Si tenemos en cuenta la sucesión de reuniones multilaterales, con amplia cobertura periodística, del G 20 en Pittsburgh y la cumbre en Caracas de América del Sur y Africa - ASA, esta última el 25 del mismo mes, advertiremos el objetivo cumplido por un país de la categoría BRIC, en su impulso central de alcanzar el poder regional. Por no citar los recientes acuerdos Lula-Chávez de complementación en el sector petrolero; y tácitamente su resguardo mutuo del alcance operativo de las bases colombo-estadounidenses sobre las áreas andinas y amazónicas y sus extraordinarios recursos.

Brasil sabe que, sin peso diplomático y militar, el desarrollo económico y comercial es un proceso siempre acotado por las corporaciones transnacionales, que determinan el mercado mundial según sus intereses. Especialmente, cuando las grandes corporaciones movilizan la fuerza geopolítica y estratégica de las potencias, para preservar ese mercado aún de los cambios más legítimos y urgentes. La manipulación de los precios internacionales de los recursos energéticos y de la producción alimenticia, por parte de los monopolios globalizados, es un claro ejemplo de ello. De igual modo que lo es el mercado de la gran especulación financiera, regida por Wall Street, que no se ha modificado en nada desde su supuesto colapso.

La teoría de “los dos Obama”, el reformador y el conservador –quizás por impotencia política- flota entre los presidentes de los países que quieren salir de la subordinación y entrar en la cooperación posible de un nuevo orden internacional. Por eso la expresión “hay que ayudar a Obama”, que recorre el discurso de un amplio y variado arco de opciones políticas en los estados periféricos, pretende gravitar, de algún modo, en la lucha interna de las élites imperiales enfrentadas por cuestiones de poder presente y futuro.

Por lo demás, el pasaje abrupto de las economías más o menos nacionales, a un sistema prepotente de globalización asimétrica e injusta, requiere su morigeración y corrección por obra del equilibrio de un mundo multipolar, sin excesos hegemónicos de nadie. Los procesos de integración económica, política y militar son los encargados precisamente de construir estas nuevas y grandes unidades geopolíticas que, no sólo relacionan activamente a países vecinos, sino que se abren a relaciones inter-regionales e inter-continentales de mutua conveniencia e incalculable magnitud.

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