19. LA CRÍTICA CONSTRUCTIVA
EN EL MÉTODO DE CORRECCIÓN
MUTUA
La experiencia como principal
fuente del saber
La interacción entre la historia y la política es demasiado
evidente para tratar de definir el presente sin el aporte de la interpretación
del pasado. Por el contrario, advertir las correlaciones estructurales entre el
desenvolvimiento de una comunidad de identidad cultural, y los períodos
propicios para consolidar grandes cambios sociales, confirma la fuerza
movilizadora de unir con armonía memoria colectiva y esperanza, sin
resentimiento ni ingenuidad.
Esta necesaria continuidad en el análisis de una
trayectoria nacional permite captar el auténtico carácter de cada época y el
pensamiento directriz de todo un ciclo histórico, sin confundirlo con el
impacto bastante efímero de las modas ideológicas sobrevaluadas. De esta
manera, una actitud ecuánime hace posible asimilar las lecciones de los
momentos culminantes que produjeron grandes victorias y derrotas, para no repetir los
errores de la sucesión contrastante de posiciones extremas, que en las
instancias aciagas nos condenan al retroceso o al estancamiento.
El saber humano no tiene mejor
fuente de formación que la
experiencia. En su largo proceso, el análisis crítico de la
práctica, en todas nuestras actividades, constituye las teorías y las técnicas
para orientarnos hacia mejores resultados. De allí surge la base para aplicar
el criterio creativo a la permanente innovación metodológica perfeccionando las
formas de pensar, de decir y de hacer. Todo esto, obviamente, debe tener su
correlato en el campo de la acción política y social, que es imprescindible
para dar contexto general al conjunto.
La
crítica como método, no como arma
En la elaboración del
pensamiento conductor la crítica es un método de corrección mutua, dentro de un
equipo con proyección organizativa. No es, por lo tanto, un arma de ataque,
sino una herramienta racional para lograr resoluciones compartidas a efectos de
una mayor validez en el ejercicio del liderazgo. Esto es imposible sin la
creación de un clima de franqueza y de confianza promotor de un intercambio de
ideas que, por otra parte, nace de la identidad con los objetivos fundamentales
del proyecto común.
La libertad de expresar
nuestra verdad, defendida en el seno de las estructuras orgánicas, y facilitada
por la amistad, propende a la colaboración sincera y confluye en la
coincidencia de una selección de las mejores propuestas. En este sentido, hay
que considerar a los compañeros por su grado efectivo de idoneidad y compromiso
político; y distinguir en ellos entre el elogio y la adulación, entre el
respeto y la obsecuencia.
Con este criterio es factible
reunir en torno de la conducción la pluralidad de los otros participantes, como
unidad enriquecida por la diversidad de criterios encarada con honestidad. Por
el contrario, la falta de dignidad personal implica un potencial de engaño y
tergiversación de la realidad; con el agravante de ser la realidad el lugar
donde habita concretamente la verdad en el arte de la estrategia.
La importancia de abrir espacios de consulta
De ahí también la importancia de que los conductores
de todo nivel tengan la disposición y la habilidad de abrir alrededor suyo
espacios de consulta franca, sin molestias ni represalias; porque cuando el
sistema retrocede respecto al necesario ascendiente para ejercer el liderazgo
orgánico, se provoca una “selección a la inversa” que va descartando a los
mejores elementos. En cambio, la existencia de un clima de intercambio
provechoso facilita la colaboración sincera entre quienes comparten lo esencial
de los lineamientos principales.
Por lo demás, la democracia como sistema requiere,
junto con una plataforma básica de igualdad colectiva en deberes y derechos, el
reconocimiento al esfuerzo y al mérito personal para no confundir libertad con
anomia y mediocridad. De igual modo, exige la preeminencia de una dirección
espiritual y anímica, orientadora de la gestión conductora en sus aspectos
técnicos y administrativos; porque más allá de la retórica a favor o en contra
de las decisiones políticas y sociales, el alma de los pueblos “prueba la
verdad” en los hechos que los afectan directamente.
Maestría de vida, no imposición
ideológica
Quizás corresponda aclarar que la referencia reiterada
al pensar filosófico, no entraña el tono de los profesores o los historiadores
de la filosofía académica. Sin perjuicio de ello, la formación de los
conductores y cuadros implica por sí una previa introspección reflexiva que, al
formular una guía ética y una lógica de acción, impregna todas las actividades
que realizan. Ella procura el diálogo desde y hacia el conocimiento, el
sentimiento y la voluntad, en la medida de un equilibrio necesario entre
escuchar y ser escuchado.
En este aspecto, el pensar con una matriz filosófica,
y su correspondiente doctrina de acción, orienta la apreciación de situación
tratando de realizar su aporte a la dilucidación de sus problemas. Ésta es una
relación legítima del pensador y el predicador con capacidad docente, pero a
condición de no confundir su rol incursionando en lo específico de la
conducción interna de fuerzas orgánicas, porque este tipo de liderazgo tiene
otras responsabilidades y procedimientos.
Una tarea es dar las
herramientas necesarias, desde un núcleo de valores y principios, para
facilitar la distinción entre lo verdadero y lo falso; y otra muy distinta es
tratar de imponer determinadas decisiones con un dogmatismo cerrado e inaceptable.
Dicho dogmatismo es particularmente dañino cuando se combina con dirigentes sin
real experiencia[1].
La misión correcta del
predicador, dentro de una concepción de “maestría de vida”, consiste en aportar
elementos para que cada uno profundice su equilibrio interior, y el
reconocimiento de sus propias posibilidades y limitaciones. Con este bagaje es más fácil superar las situaciones
complejas, e irradiar a los demás la suficiente confianza para adherir a una
mayor y mejor participación política o social.
Esta función pedagógica,
construida sobre el afecto, implica ofrecer, en el estudio de las partes
componentes de una coyuntura, la visión de conjunto que facilite articularlas
entre sí. Condición ésta para extraer conclusiones operativas que trasciendan
lo parcial y lo inmediato, logrando una conveniente amplitud estratégica.
El análisis político requiere
categorías de pensamiento propias e integrales, no puede limitarse a las
categorías sociológicas, ni a las categorías psicológicas. Cuando tal reduccionismo
se aplica esquemáticamente a evaluar la conducción, se manifiesta la ineptitud
de los seudo-analistas y “opinólogos” mediáticos para considerarla como un
saber superior y creativo: el único indicado para producir un proceso de trasformaciones estructurales
coherentes y sostenidas.
Centralización estratégica,
no concentración política
De igual manera, el voluntarismo, la improvisación y
el amiguismo que a veces se reúnen en la mesa de los dirigentes, desconocen los
rudimentos del oficio de los estadistas y los estrategas que debería
inspirarlos. Una misma realidad, vista con perspicacia desde distintos ángulos
de enfoque puede motivar criterios diferentes, y sin embargo compatibles con un
dirección conjunta apta para prever alternativas y variantes, cuestión que
obliga a resignar todo exceso de subjetividad y egocentrismo.
Otra clave importante es no ceder a la tentación del
rupturismo, o la provocación de “crisis artificiales”, autoinducidas por la
falsa creencia en aprovechar su potencial emotivo para reforzar una determinada
posición personal. Algo que no impide asumir con responsabilidad la respuesta
consiguiente a los obstáculos reales que traban nuestra línea estratégica. En
todos los casos, además, es importante no abrir frentes indiscriminados, ni
hacerse gratuitamente de enemigos; como tampoco desaprovechar lo deseos de
participación de muchos nuevos elementos
frustrados por la resistencia implícita en mecanismos deformados por el
favoritismo y la corrupción.
Elocuencia persuasiva, no
retórica de una revolución imaginaria
La historia de los grandes movimientos reivindicativos
demuestra que, paradójicamente, resulta más fácil enfrentar un orden social
injusto desde el llano, que construir un orden social justo desde el poder.
Esta segunda instancia, que es la decisiva, se dificulta por la lucha interna,
el exceso de ambiciones y el sectarismo. Exige, por lo tanto, una gran
firmeza espiritual y ética para conducir
una permanente “evolución” social y económica, y no recaer en actitudes discrecionales
con el argumento de la “revolución” imaginaria.
Hay, sin duda, un arte de hablar en público con
capacidad persuasiva, que es una herramienta extraordinaria en manos de quienes
emplean la técnica al servicio de la ética. Pero, cuando se transforma en retórica,
por la utilización de artificios y apariencias, se convierte en un instrumento
destructivo; lo cual se agrava cuando la oratoria de plaza pública se ha
reemplazado por la ampliación escénica de los grandes aparatos mediáticos. La
palabra elocuente, a diferencia de la palabra retórica, debe ejercer su
vocación esclarecedora en forma directa, sencilla y franca, para consolidar la
credibilidad del liderazgo.
Este es quizás el efecto político más destacable de la
coherencia y ejemplo de la conducción, porque el progreso real no se alcanza ni
con el impacto del discurso brillante, ni con la simple suma de desarrollos
económicos sectoriales. Él exige la adhesión y participación más autentica y
activa para un avance constante; porque el problema de conducir no termina con
el logro de una legalidad de origen, sino que continúa con la legitimidad de
fines y su eficacia, siempre contando con la defensa popular más sólida de las
reivindicaciones conquistadas.
Precisamente, la evolución que requerimos no puede
inventar la fuerza motriz que deviene de un proceso largo, complejo y anónimo,
pero sí es posible estimularla en determinadas circunstancias. Ellas
corresponden a los “momentos históricos” dominados por un espíritu mayoritario
y contagioso que reclama cambios profundos, que es conveniente lograr por la
vía pacífica, sin desconocer con realismo la generación de conflictos de
intereses. (24.2.12)
[1] Arturo Jauretche afirma que el auténtico método de la
ciencia es el inductivo, que va del hecho a la teoría y no de la teoría al
hecho. En ese camino cada uno debe someter su investigación a constante prueba,
para desarrollar mejor su capacidad de observación y análisis. Ver “Enfoques
para el estudio de la realidad nacional”, 2012.
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