2. LA EFICACIA DEL INTERÉS SOCIAL
COMPARTIDO
La decisión de tener un
destino
Se suele llamar destino a la trayectoria que une
existencia y significado; porque define el transcurrir de una vida intensa, con
una razón que la fundamenta y una causa que la justifica. Una manera concreta
de adquirir este significado es la participación social en la vida comunitaria,
a condición de no incurrir en las malas prácticas de la baja política; porque
sólo la vocación sincera por grandes ideales da sentido cierto a la militancia
solidaria.
Participar con la categoría de ser militante requiere
tener libertad de iniciativa e impulso para incluir, con humildad y decisión,
la propia posición en el futuro histórico de la comunidad, que se define en un
complejo cruzamiento ideológico de perspectivas personales y grupales. Para
ello, hay que partir de los arquetipos fundadores de la nacionalidad, a fin de
sentir la influencia nutriente de nuestras raíces; sin perjuicio de redimir
aquellos aspectos del pasado que enjuiciamos negativamente, convirtiendo así el
presente en el inicio compartido de una trayectoria
superadora.
Los hechos históricos se actualizan y perduran
confluyendo con las innovaciones de la actualidad. Por
eso, no se debe perder nunca la fe en el progreso social y, con ese espíritu,
trabajar por la renovación ética y política que es imprescindible para retomar
una historia común, con esperanza y entusiasmo. Es una resolución de un
instante, de un momento de decisión, pero que está conectado con los ciclos
prolongados de las grandes causas, por lo cual luego constituye un compromiso
que demanda continuidad y constancia.
Para que la vida continúe con la energía moral que
requiere afirmarla e intensificarla, y no sólo sobrevivir sin destino, es
necesario descartar la debilidad que impone el nihilismo: porque él significa
la pérdida de toda valoración de la existencia, y el extravío de toda guía
orientadora en el mundo que nos rodea. Es la alternativa negada de la actitud
pasiva o depresiva de aquellos seres indolentes respecto de la construcción
moral y material del país, o indiferentes a causa de la corrupción e ineptitud
de algunos dirigentes.
En la evidencia interior que funda la toma de
conciencia, hay que saber reconocer y respetar los valores que siempre están
detrás de los razonamientos y las explicaciones; porque ellos surgen
directamente de exigencias imperativas para preservar la vida del individuo y
de la sociedad. La comprensión de estos valores, que devienen principios y
reglas para la realización personal y colectiva, lleva naturalmente a sentir la
obligación de actuar y de hacer; y también a la necesidad de integrar una
fuerza orgánica capaz de contener y sostener las expectativas que genera.
Expectativas de justicia, no de venganza, porque la
venganza continúa el círculo vicioso de la injusticia. Expectativas de
apertura, porque el absolutismo ciega. Expectativas de igualdad, porque nada ni
nadie debe estar por encima de la ley. Expectativas de progreso, porque es
absurdo y cruel mantener los mecanismo de una economía restringida que acumula
riquezas en una minoría especulativa y excluyente.
La participación con
iniciativa propia
Ser parte de una sociedad exige inscribirse en el
juego múltiple de relaciones entre las personas que en ella se agrupan. Implica
el entramado de articulaciones de todo tipo, que van desde el recorrido más o
menos anónimo de espacios comunes, hasta vinculaciones definidas por motivos
laborales, vecinales, culturales y aún los propios de la esfera pública. La
participación, precisamente, implica una actitud protagónica, que da mayor
profundidad al sentido y sentimiento de la vida, de modo inverso a la
frustración de posibilidades que determina el aislamiento y la apatía.
Por consiguiente, la simple agregación de quienes
habitan una geografía particular no crea una sociedad. Ella se conforma
gradualmente en el tiempo, al adquirir los caracteres progresivos de su
identidad cultural, y al elaborar los rasgos normativos de una unidad sólida e
integradora. Así se establecen las formas institucionales que tienden a
encausar las tensiones que siempre aparecen por el logro de la supremacía entre
sus distintos sectores, porque es insoslayable consolidar un ordenamiento
coherente para evitar la división y el caos.
La realidad de la condición humana se manifiesta, como
hecho probado en todas las épocas, en la persistencia de sus conflictos de
organización y de poder, lo cual lejos de disimularse o exagerarse, con
visiones ingenuas o perversas que niegan por igual su categoría histórica,
enfatiza la necesidad de la conducción prudente y persuasiva. Ella descarta el
fatalismo de la confrontación total y permanente, por la búsqueda de
coincidencias básicas tras objetivos y metas específicas de bien común.
Resumimos así una serie de postulaciones
indispensables para evolucionar como sociedad civil moderna y organización
estatal soberana. El derecho a la libertad, con el deber de sostenerla por la
participación responsable y la tolerancia. El derecho a la normalidad
institucional, con la defensa de la unión nacional y el orden constitucional.
El derecho a la paz interna, por el ejercicio del diálogo y el logro de niveles
crecientes de concertación política, económica y social.
La organización social con eficacia
La razón se constituye por la voluntad de saber,
aplicando nuestra capacidad inteligente a la búsqueda y comprensión de la verdad. Es la
autoconciencia del “darse cuenta” con que logramos conocimientos fundamentales
para la vida en comunidad. Sin pretender la verdad absoluta que propugna el
dogmatismo y el fundamentalismo, hay un camino práctico para aportar “nuestra
verdad”: no querer engañarse, no querer engañar y no querer ser engañado, luchando simultáneamente
contra el conformismo, la manipulación y la ingenuidad.
En la acción social la verdad se vincula directamente
a la realidad. El
axioma “la única verdad es la realidad” recusa la retórica artificiosa y la
falsa apariencia que inducen la involución cultural de la sociedad. Pero la
realidad no es estática, sino que se transforma con las acciones que se
realizan para modificarla; situación que define “la realidad efectiva”, que es
la definición que destaca la producción y la acumulación de efectos de cambio sobre la sociedad.
La dimensión del esfuerzo exigido para obtener
resultados reales en el campo de la solidaridad, lleva racionalmente a
considerar la insuficiencia de la participación como hecho individual y, por
ende, a la necesidad de la participación como hecho colectivo, configurando la
parte correspondiente del “nosotros social”. Aparece aquí el concepto de
organización, cuya importancia en el aspecto teórico y técnico del pensamiento social le confiere categoría
filosófica, al condenar la improvisación de procedimientos con la excusa del
pragmatismo.
La construcción que responde al “arte de organizar”
otorga permanencia y eficiencia al agrupamiento interactivo de quienes están
juntos para hacer una tarea en común. Una tarea que se basa en el desarrollo
integral del principio de unión y de unidad, ordenando y potenciando todas sus
formas y modos de acción (sindicalismo, cooperativismo, mutualismo, etc).
La comunidad solidaria
La solidaridad se verifica con la ejecución práctica
en el terreno, donde la sociedad, en sus diversas manifestaciones, puede
postular y desplegar sus potencialidades de acción. En lo concreto, la
participación surge inicialmente de grupos homogéneos respecto a su ubicación
social, laboral o territorial, donde es más fácil identificarse en un “espíritu
de cuerpo” para llevar a cabo un trabajo de equipo. De esta manera, el
idealismo de la lucha por la dignidad y la autodeterminación, se conjuga con el
realismo de los propósitos prácticos perseguidos legítimamente por cada sector.
Ahora, la construcción amplia de la comunidad demanda
avanzar hacia un nivel más incluyente, donde lo homogéneo debe servir a lo
heterogéneo y lo corporativo tiene que abrirse al conjunto como resolución
dinámica de toda tendencia purista o sectaria. Por consiguiente, las
diferencias son incorporadas desde esta perspectiva
abarcadora, como matices enriquecedores del eje principal de la actividad
orgánica, sumando nuevos contingentes con sus propias ideas y metodologías, sin
debilitar la convergencia que es clave
para el éxito.
En línea con este objetivo superior, es natural
imaginar la posibilidad de un modelo de confluencia de todas las iniciativas y
movimientos sociales. Este modelo, en principio, parte del valor supremo de la
libertad, pero no en el sentido del liberalismo que consagra el individualismo
absoluto a expensas de la
equidad. De igual modo, del valor de la vida colectiva, pero
no al precio del totalitarismo que deshumaniza y masifica. El equilibrio,
entonces, entre los extremos del individualismo y el colectivismo es la
comunidad organizada solidariamente, para la vigencia armónica de la libertad
responsable y la justicia social.
Amalgamar idealismo y
realismo
La comunidad, conviene precisarlo, es una forma
definida de la organización del pueblo que, por su intensa “acción reciproca”,
supera de algún modo el concepto más laxo de sociedad civil. Presupone una
mayor intercomunicación e integración de conjunto para alcanzar fines
trascendentes, aprendiendo a compartir sin dividir por obra de compartimentos
rígidos. Como tal, requiere un alto espíritu de colaboración y supervisión
social para aumentar proporcionalmente la producción y la distribución de
bienes culturales y materiales.
Asimismo, la noción de solidaridad agrega la exigencia
de “coherencia interna” e interdependencia, que afecta y compromete por igual a
cada integrante de la comunidad por el total de sus avances y retrocesos.
Significa que no se actúa allí por generosidad como virtud moral individual,
sino por la motivación del interés compartido entre todos como virtud social.
En consecuencia, la comunidad solidaria, al amalgamar la vocación de corregir las
carencias sociales, con el realismo del beneficio mutuo, supera el mero
“voluntarismo” que trata de apoyar a los sectores excluidos, pero sin una
acción transformadora. Y también, se distingue del “progresismo”, en tanto éste
se limita a una pose intelectual sin fuerza orgánica para revertir los casos
precisos de injusticia social.
Para finalizar, digamos que así como no hay desarrollo
social sin organización social, no hay organización social sin liderazgo
solidario. Es decir, sin un sistema de conducción extendido a miles de cuadros
con verdadera capacidad y arraigo. Ellos tienen la función ineludible de garantizar
los lineamientos éticos y la eficacia ejecutiva de los programas aplicados en
la base, para lograr con la convicción y colaboración de sus equipos, una
construcción comunitaria válida y permanente. (22.6.11)
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