10. EL DEBER SER DEL ESTADO
Pensar en concertar políticas
públicas, como signo de la próxima etapa, supone la definición de un Estado
suficiente, capaz de expresar una identidad nacionalmente conformada. Es decir,
un nivel de conocimiento y reconocimiento con categorías comunes, que permitan
formular objetivos y lineamientos para lograrlo. No significa una opción obligatoria
sino preferencial, equidistante del estatismo extremo, y de la reducción
neoliberal del sistema institucional.
En esta concepción, el Estado se
asienta en un entramado de relaciones recíprocas de sentido, y en un conjunto
de formas culturales sin las cuales no valdrían sus acciones políticas. Porque
resumir sus funciones a brindar ciertos servicios y a guardar el orden, lo
condenaría a un rol reaccionario, desconociendo la importancia de la identidad
geopolítica, la promoción geoeconómica y la inclusión social.
Hay, en consecuencia, una dimensión
moral de la actividad pública, al no declinar las metas vitales de la comunidad
y exigir a todos una rectitud ética. Decir esto no es pecar de ingenuidad,
porque la corrupción es la causa fundamental del fracaso de innumerables
gobiernos, planes y programas, desviando recursos y desgastando la confianza
del pueblo en el régimen democrático.
El Estado tiene una razón de ser y
un deber ser. La “razón de ser”, probada en la historia, muestra que las
sociedades que subsistieron lo hicieron porque se organizaron en alguna
modalidad de Estado como entidad jurídica. Y el “deber ser”, indica que esas
distintas formas jurídicas pudieron evolucionar cuando consiguieron coordinar
los intereses de sus sectores internos, y contaron con un cuerpo articulado de
funcionarios idóneos. Por el contrario, cuando el bien común desapareció, por
la codicia y la impunidad de sus dirigentes, esas sociedades también
sucumbieron.
En las cuestiones de Estado, la ley
moral no actúa si meramente se declama, porque recién opera incorporada a la
práctica. Allí sí, mediante la transparencia pública y el respeto a los cauces
naturales de la participación popular, es posible renovar el “pacto de
soberanía” implícito en la representación y la representatividad política del
ordenamiento institucional.
La evolución correlativa de los
procedimientos de conducción y del derecho, especialmente el derecho social y
sus actualizaciones, exige agilidad en los criterios de comunicación. En ellos
gravitará la carga simbólica que es atributo del ejercicio del poder, y la
buena sintonía entre la matriz de emisión de los gobernantes y la matriz de
recepción de los gobernados. En su defecto, éstos irán abriendo vías propias de
información y difusión política creíble, con medios primarios o sofisticados.
Pero la comunicación siempre será un factor clave.
Es necesario un clima de persuasión
sobre la posibilidad del consenso, dados algunos principios y valores
innegables; especialmente en períodos tensos por eventuales modificaciones y
cambios relevantes. La tarea consiste en desarmar las “falsas antinomias”, y en
cuanto a las verdaderas, evitar que se conviertan en antagónicas al precio de
manifestaciones de lucha violenta.
En última instancia, toda autoridad,
no sólo legal sino legítima, surge de un acto de credibilidad que se mantiene
por el contacto con la sociedad en su conjunto. Si esta conexión se pierde,
aparece la tentación de la coerción económica o social que, paradójicamente, es
lo opuesto a la fortaleza política. Al tiempo que la sociedad, dividida al
principio para retroceder en la defensiva, se va uniendo para avanzar con
fuerza en la participación.[12.5.15]
No hay comentarios:
Publicar un comentario