20. EL CUADRO MILITANTE
COMO SUJETO PROTAGÓNICO
Presencia efectiva y peso
en la realidad social
El ser humano, en el curso de su evolución, va
sintiendo la necesidad de lograr una identidad propia. En esta trayectoria
suele advertir, con una perspectiva más amplia, la raigambre cultural que, a la
vez, lo potencia y condiciona como integrante de una comunidad determinada y de
una época histórica. En cierta instancia de esa nueva comprensión de la vida,
desea superar lo que aquella individuación inicial significó de aislamiento o
indiferencia social, para convertirse en sujeto protagónico de una conducta moral
y pública.
De una forma más o menos reflexiva, en realidad lo que
se propone es adquirir un significado histórico, cuyo horizonte se extiende
hacia el pasado y el futuro de su comunidad de pertenencia, adquiriendo una
densidad existencial que trasciende al mero “individualismo”. Y es esta mayor
toma de conciencia del ser y del hacer, aquello que lo habilita para contribuir
con su particular aporte creador, ético y político, al comportamiento del
conjunto de la sociedad en sus diferentes dimensiones y expectativas.
Tener presencia y peso en el
reino de la realidad, y no sólo en la expresión de ideas y deseos, requiere una
acción y una lucha que se llama “militancia”. Ella implica una decisión de
participación colectiva, pero no masificada ni anónima. Es decir, ansía un
ámbito propicio para unir fuerzas con quienes piensan y sienten de modo
congruente, y aspiran a alcanzar niveles compatibles de formación y
organización en un marco adecuado de apoyo mutuo. Se abren aquí dos caminos
opuestos: la organización cerrada del sectarismo ideológico, o la organización
abierta de proyección social.
La opción por la organización
abierta e inclusiva requiere un participante capaz y sensible, con aptitud para
la disciplina voluntaria, pero también con libertad de criterio para llevar
adelante la iniciativa en su radio de acción. Un carácter dinámico y
equilibrado, formado para la independencia de juicio, a fin de no caer en la
obediencia burocrática del mediocre, que no se juega por nada; ni tampoco en la
rebeldía permanente que afecta la cohesión del funcionamiento orgánico
(coordinación de esfuerzos).
Diferenciar
politización de cultura política
En un país aún pendiente de su
liberación definitiva para realizar todas sus potencialidades, es imposible
tener una vocación social sin que ésta sea a la vez una vocación nacional, ni
sustentar un pensamiento nacional que no contenga una manifiesta sensibilidad
social. Esta conjunción de índole política es equidistante por igual del
socialismo internacionalista y del nacionalismo sin pueblo: ideologías de otros
tiempos, pero que cada tanto reaparecen, como patologías genéticas de la
militancia en un régimen de dependencia, aunque con variadas denominaciones y
apariencias.
No hay duda que la Argentina se construyó
alrededor de una narración histórica de la épica popular de su independencia, y
sus combates contra el colonialismo y el neocolonialismo; pero también es
cierto que padecimos las luchas civiles que culminaron en la república
oligárquica y fraudulenta, el golpismo militar y la corrupción partidocrática.
Queda pendiente, pues, la tarea de suceder con eficacia institucional a los
liderazgos carismáticos del pueblo que fundaron y refundaron la patria, en la
lucha por la soberanía, la democracia y la justicia social.
Se va comprendiendo así la
necesidad de diferenciar politización y cultura política: porque la primera
presupone la manipulación de masas despersonalizadas e irracionales, con la
reactivación perenne de la consigna reaccionaria “civilización o barbarie”[1];
mientras que la segunda implica una lógica política distinta y superior. Una
alternativa válida que, sin desconocer la multiplicidad de opiniones en un
clima de libertad, impulsa un movimiento amplio con una doctrina operativa y no
meramente discursiva o abstracta como lo hace el “progresismo”.
Prevenir
el caos, realizar el cambio con equidad
Decimos aquí “movimiento” en
el sentido de un avance de la comunidad nacional por la línea definitoria de su
propio camino; y cuyos cuadros políticos y sociales, asumidos como “defensores
del pueblo”, proponen la reafirmación del concepto patria, no el patrioterismo,
por la concertación de los sectores que la componen, sobre un mismo eje de
desarrollo integral. Un proyecto de
actualización que no viene desde afuera, como el “modernismo” de inspiración
transnacional, sino que se inscribe soberanamente en el espacio de libertad de
acción que crece por la fuerza mancomunada del pueblo organizado.
Este avance es el del bloque
histórico oprimido por el liberalismo y el neoliberalismo, respecto a su aporte
real a la generación de la riqueza cultural y material del país. Un movimiento
recreado por liderazgos carismáticos como los de Yrigoyen y Perón[2]
para conducir la transición entre épocas diferentes. Y que ahora busca un sistema
de conducción orgánico e incluyente, no limitado a personalidades ni círculos,
porque necesita el apoyo directo de estructuras movilizadoras para completar su
marcha reivindicativa sin retrocesos ni violencia.
El comportamiento de aquellos
que adversan este tipo de movimientos populares, no “populistas”, varía según
los intereses del ciclo anterior que pretenden conservar con actitudes
reactivas. Algunos sectores altos, dependientes del exterior, son ahora
vulnerables por su indiferencia a la cuestión nacional, cuando ésta ya se
manifiesta de modo contundente, lo cual deriva en su impotencia política y
parlamentaria. Respecto de otros sectores, intermedios, prevalece una rémora de
prejuicios sociales aislándolos de la corriente popular; lo que por desapego de
la realidad los detiene y fragmenta partidariamente.
Como lo hemos reiterado, los
prejuicios sobre todo de la clase media compuesta por profesionales y técnicos,
es un desafío a asumir y resolver por nuestros conductores y cuadros, porque no
se funda en contradicciones insalvables. Por el contrario, en el esfuerzo de
reconstrucción productiva del país, donde todos quienes trabajan y no especulan
tienen un lugar de participación imprescindible, hay que “convertir el temor en
esperanza”, en la medida que sepamos llevar adelante un proceso gradual, con la
comprensión y el apoyo directo, paso a paso, de la gente.
La
formación de cuadros: posibilidades y obstáculos
Al referirnos a la necesidad
de retomar la formación intensa de cuadros sociales, queremos abarcar
genéricamente a la amplia gama de liderazgos que demanda el movimiento popular,
sin limitarnos a lo sindical o partidario; sino incluyendo también a los
cuadros comunitarios, cooperativos, técnicos y profesionales imprescindibles
para un acceso inteligente al futuro. El primer obstáculo, entonces, es de
carácter doctrinario, para no disociar lo nacional de lo social, desterrando
las actitudes reaccionarias y, a la par, las dilaciones de ciertos círculos
intelectuales que se agotan en el debate literario o televisivo de cuestiones
“eruditas”, sin conectarse al núcleo real y palpitante de la acción política
(“los sabios ignorantes”).
Asimismo, es lamentable que ciertos dirigentes propios
no se interesen lo suficiente por la capacitación. Confluyen
aquí dos prejuicios mortales para la actualización de nuestras estructuras: uno
es la idea mezquina, por falta de visión, en la cual educar es una inversión a
largo plazo que ellos no van a
aprovechar; y el otro es el temor a que el resultado de la capacitación
produzca una ola de recambio sobre los puestos en donde piensan perpetuarse.
Esto es ignorar que la renovación siempre es un proceso inexorable, al cual hay
que saber canalizar para hacerlo más fructífero y menos traumático.
A su turno, muchos elementos realmente dotados para la
militancia y el liderazgo, con motivaciones legítimas de introducir cambios
beneficiosos en lo programático, orgánico y metodológico, se dejan ganar por el
escepticismo del “no se puede”. Pero el desánimo, igual que la apatía,
son expresiones prematuramente derrotistas que atentan contra las aspiraciones
individuales y colectivas de la base de participación popular, cuya comprensión
y confianza son lo primero que hay que ganar para derrotar al oportunismo.
La realidad vista como un
todo en cambio continuo
Los nuevos cuadros al empezar su carrera no deben
creer, por ingenuidad o arrogancia, que la tarea que se proponen será fácil y
rápida, confiando en que el esquema establecido les abrirá los canales de
ascenso. Este obstáculo, lejos de exacerbar el “purismo” que se convierte en
aislamiento o secta, tiene que ir incentivando, desde adentro, el esfuerzo
sistemático y de equipo para desenvolver sus postulados, pero sin arriesgar la
unión esencial del conjunto que es el fundamento mismo de las formaciones
orgánicas.
Por consiguiente, toda actualización de buena fe, para
dar con prudencia los debates imprescindibles a fin de lograr adhesión y
alcanzar escalonadamente sus objetivos, debe predicar y demostrar con el ejemplo
el valor sustantivo que asigna a la unidad orgánica y la solidaridad entre
compañeros. No es fácil, pero no hay otro camino, porque la división es el peor
enemigo que perciben hasta los componentes más sencillos de la base social;
pues cada uno, por sí solo, sabe que vale poco o nada sin la unión que
concentra las fuerzas en el lugar y el momento de la decisión (principio estratégico
de masa).
Un proceso de transformación que aspire a acelerar la
evolución de la sociedad, sin fracturarla agresivamente, tiene que ser
comprendido como “un todo en una realidad de cambio continuo”. Esto es así
porque en esa dinámica conviven, como siempre en los hechos históricos, los
elementos anteriores aún vigentes, con los nuevos elementos aún incipientes.
Para aprovechar esta característica como oportunidad, y no agudizarla como
crisis, es importante plantear la cooperación generacional, capaz de trasvasar
experiencia y energía, sin afectar la identidad orgánica con el cambio, ni
desechar el cambio con la simple permanencia veterana que, tarde o temprano, se
extingue.
El error de no saber administrar esta ecuación
dosificadamente, que ha probado su eficacia para garantizar la misma
continuidad de naciones y culturas a través de muy largos períodos de tiempo,
nos llevaría a los dramas del desencuentro y la ruptura; sea por una
resistencia organizada de lo viejo, sea por un avance abrupto e irresponsable
de un “partido de la juventud” que, aislado, resultaría un proyecto
impracticable en la estrategia de largo plazo, la cual rechaza la suficiencia y
la frivolidad.
La maduración de los
procesos sociales
Las organizaciones sociales, cualquiera fuera su
origen y finalidad específica, siempre se proyectan, de un modo u otro, al
campo político, por ser éste en su integralidad el que define las decisiones
fundamentales de la
comunidad. En este aspecto, no hay ninguna organización, de
ningún tipo y más allá de aquello que declare, que sea absolutamente
“apolítica”. Sin embargo, esta proyección al poder público, aunque algunos la
subestimen o sobrestimen, nunca es eficaz en un ciclo muy acelerado, porque
necesita tiempo, hacia adentro como “preparación” y hacia fuera como “asimilación”,
para completar su ciclo de madurez.
Esto pone a prueba el concepto político de “juventud”
y afirma el de “generación”, que debe ir venciendo las resistencias al cambio
al ritmo de la filosofía popular de su época. Esta maduración ayuda a discernir
progresivamente las nuevas promociones y jerarquías orgánicas que, cuando
quieren dirimirse de manera apresurada, precipitan luchas internas despiadadas
y estériles para los frutos que se esperan de una renovación de la militancia
(recordar la década del 70). Luego, resulta equivocada la óptica de un elitismo
improcedente en los movimientos que, por
su gran caudal participativo, no se reconocen en la divergencia inútil de
supuestas vanguardias y retaguardias.
El futuro no surge de la nada, él se alimenta de los
elementos nutrientes que existen en el presente, y que deben metabolizarse ante
las nuevas circunstancias históricas, para recrear e innovar sobre los
objetivos, métodos organizativos y formas de ejecución apropiadas. Por lo
demás, una organización que pretende crecer y perdurar, no es una multitud de
desconocidos entre sí, sin criterios coherentes, ni vínculos de contención y
responsabilidad, sino un conjunto funcional de encuadramiento. De allí también
la necesidad de doctrina, porque es imposible encuadrar girando vanamente sobre
consignas superficiales y desarticuladas, o tomando como referentes a los
personajes promovidos por el favoritismo, que carecen de formación sólida y
trayectoria solidaria.
Perseverancia sin obstinación
La necesidad simultánea de capacitación y experiencia
hace que los “formadores de cuadros” no provengan de un conocimiento limitado a
lo académico. Sin perjuicio de su esfuerzo por estudiar y aprender
constantemente, ellos surgen de su condición probada de “personas de acción”,
con la virtud de que, además, tratan de convertir sus vivencias de la
conducción en sabiduría objetiva transmisible a los nuevos cuadros, que
pretenden lograr su propio ascendiente y prestigio.
La “perseverancia” es una virtud fundamental en el
difícil esfuerzo de conducir, que exige impulso y firmeza hasta lograr los
objetivos culminantes de un verdadero plan, sin improvisaciones ni
vacilaciones. Así debe enseñarse, pero distinguiéndola claramente de la
“obstinación” que es una falla capital porque no asume la responsabilidad de
efectuar correcciones o modificar el rumbo cuando resulta imprescindible. Esta
capacidad objetiva, que garantiza la continuidad orgánica por sobre toda
vanidad, no disminuye sino exalta el coraje moral del liderazgo.
Los grandes conductores y estadistas que permanecen en
la memoria de los pueblos, ofrecieron este ejemplo notable de pensamiento y
voluntad, de teoría y práctica. Y supieron irradiar con pasión docente y
palabra elocuente, los principios y criterios extraídos con agudeza y reflexión
de la realidad, contribuyendo al cuerpo doctrinario universal del arte superior
de la estrategia. Por
esta razón, ellos se han ubicado para siempre en el corazón de todo liderazgo,
y son seguidos, como Perón, más allá de sus obras concretas, como “filósofos de
la acción”. (5.3.12)
[1] Arturo Jauretche en “Los
profetas del odio”, explica como la incomprensión de nuestra cultura nacional
lleva a considerarla” bárbara”; por lo cual, “civilizar”, para algunos intelectuales, consistiría directamente
en desnacionalizar nuestro país.
[2] Ver “Irigoyen y Perón” de
Raúl Scalabrini Ortiz.
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