lunes, 11 de julio de 2016

17. LA PRUDENCIA EN EL ARTE DEL LIDERAZGO



17. LA PRUDENCIA EN EL ARTE DEL LIDERAZGO

Mantener una perspectiva abarcadora

En la vida personal, tanto como en la vida política, la decepción es el sentimiento que acompaña el desenlace de una expectativa exagerada; donde la motivación de una esperanza posible ha sido sustituida por una ilusión frustrante. Casi siempre, este pensamiento imaginario, en vez de reconocer la situación para corregir las decisiones, se empeña en una nueva fantasía al costo de reincidir en la negación de lo obvio, para descubrir finalmente, como nos recordaba Perón, que “la realidad es terca”.

Cuando esto le ocurre a quienes tienen la responsabilidad de liderar gobiernos o partidos, o a aquellos cuya tarea es asesorar correctamente, caen en el riesgo de afirmarse en el error por falso orgullo, o por una insistencia ideológica que fabrica “realidades” para una minoría resistente a  las verdades que surgen de la experiencia, encarnadas en un protagonismo anónimo: el protagonismo de la gente que desconfía de la impostura intelectual de cualquier signo.

Con esto no se subestima el rol orgánico y funcional de los cuadros políticos y sociales, a condición de que éstos no se constituyan por sí “en un partido dentro del partido” o en “un estado dentro del estado”, porque entonces serían rechazados como un proyecto cerrado, no participativo y no democrático. De persistir esta actitud, todo aquel que proponga enriquecer el debate y enmendar procedimientos, sería visto como enemigo a atacar o a desdeñar, sin incorporar las diferencias constructivas desde una perspectiva abarcadora.

Pero lo más preocupante no es esto, sino inhibir la propia capacidad del liderazgo para producir cambios beneficiosos y transformaciones necesarias en la dirección de los grandes objetivos enunciados. Es decir, de penetrar la realidad y promover en todos la herramienta positiva de la crítica, en sus tres niveles clásicos: la crítica de la conducción, la crítica de la base y la autocrítica de los cuadros y dirigentes. Ésa es la manera preventiva de evitar nuevas frustraciones, escogiendo a tiempo las mejores alternativas de acción.


Juzgar nuestra razón para fortalecerla

La razón, dicen los grandes pensadores, juzga sus propios juicios; o sea, tiene la capacidad y la facultad de evaluar, en términos de resultados reales, sus ideas y criterios, sus teorías y técnicas. Esto es  especialmente valioso en el campo de la estrategia y la táctica, que implica una escena dinámica de fuerzas y voluntades contrapuestas. Luego, la misma movilidad de las operaciones obliga a no descuidarse y a estar atentos a los cambios, las innovaciones y las sorpresas, a menudo de peso contundente sobre el curso de los hechos sucesivos.

Toda concepción dogmática, toda actitud estática y particularmente todo triunfalismo -al subestimar al rival- son factores negativos. La capacidad política, a diferencia del discurso ideológico o maniqueo, busca acumular fuerzas sin resignar unidad de conducción, lo cual exige adaptación a las circunstancias y amplitud de miras. La agitación de grupos de activistas, por intensa que sea, no debe ocultar la visión de una realidad social mucho más grande, que no se guía por el ruido de las consignas juveniles. Por lo demás, la confluencia espontánea de las generaciones es exclusiva de los momentos históricos, y no hace falta recalcar que no todos los días ocurre un 17 de octubre o un 17 de noviembre.

La crítica bien entendida incluye considerar el recambio de metodologías, aún de aquellas que antes dieron buenos resultados; porque cierta repetición satura y cansa, sobre todo cuando evidencia un mismo círculo de voceros y actores que, acusando a la manipulación de los monopolios, repite el mismo procedimiento que afecta al sentido común. Valga el ejemplo de quienes nunca hablan de nuestras equivocaciones, impidiendo debatir sobre sus causas y correcciones; o de aquellos especialistas en presentar contrastes ostensibles como éxitos.

¿Quién no se resistió alguna vez a la crítica? Sin embargo, pasado un tiempo, pudimos reconocer que esa resistencia era una demostración de debilidad, no de solidez; de esquematismo, no de madurez. La explicación es sencilla: la crítica fortalece la razón, mientras su ausencia vuelve irracional la decisión, que es lo contrario del cálculo estratégico. Reflexión útil para los formadores de la juventud en los valores superiores de la militancia, que debe alejar la tentación de una temprana burocracia por el acceso demasiado rápido a altos cargos administrativos.


La prudencia es la virtud central del liderazgo

La prudencia es una virtud cardinal del liderazgo, porque ella centra y concentra todas las otras virtudes necesarias para conducir. No hay que confundirla con la versión vulgar de un modo de actuar demasiado cauto y lento, que se refleja en vacilaciones e indefiniciones de la línea de acción. Por el contrario, al armonizar con sabiduría práctica los múltiples factores que intervienen en la toma de decisiones, da sentido y potencia a los caracteres propios de los valores de experiencia, personalidad y estilo.

Como categoría ética y política, la prudencia no es fruto de la casualidad ni de la suerte, ya que exige un arduo trabajo de disciplina personal para dominar los deseos y las reacciones que no corresponde incluir en un comportamiento objetivo. De allí resulta, afortunadamente, una serenidad de espíritu que es el clima ideal para pensar, decir y hacer la conducción con abnegación y vocación de servicio, percibiendo el poder a través del deber.

La prudencia, es cierto, no determina los fines de la acción política; ellos surgen de la concepción y visión que se tenga del país y del mundo, y de las actitudes de vida individual y colectiva inscriptas en el temperamento y el carácter del liderazgo como hecho profundamente humano. Pero, suponiendo las buenas intenciones y propósitos de la dirección que éste señala, la prudencia capta y selecciona la etapa, el ritmo y el camino de marcha, y a cada paso nos señala con precisión qué hacer y cómo llevarlo a cabo.

Los teóricos y los publicistas de la “confrontación permanente”, cuyo asesoramiento ha sido perjudicial, han discurrido con eje en otro país y otra historia, y por ello no saben de pluralismo, de tolerancia y de la verdadera unión y movilización popular. Su “progresismo” no pasa de una pose literaria sin arraigo alguno en las organizaciones concretas que han luchado y luchan por la justicia social. No es malo que estas tendencias se expresen y se organicen democráticamente buscando su perfil singular, lo malo es que se manifiesten de manera ambigua para practicar el “entrismo” y el oportunismo en el seno de un gran movimiento que, con su debe y su haber político, tiene ya ganada una identidad histórica.


La vanidad diluye el sentido de responsabilidad[1]

Hay que ser prudente, en consecuencia, para prever y para prevenir, seguros de que nuestros oponentes no dejarán de aprovechar cada paso en falso y cada palabra inmoderada o de autoelogio que nos condena a un gesto inadecuado. Todo lo que se pide es amoldar la inteligencia operativa a las exigencias meditadas como el mejor planteo de lucha, en el concepto político del término.

Si se piensa claro, hay que hablar claro, viviendo la política como una batalla constante de presencia, y de sensaciones de contacto con la comunidad de pertenencia y arraigo. Para ello hay que saltar los límites estrechos de los juegos retóricos y aspirar a una filosofía de acción, donde los antagonismos son válidos si excluyen la supresión del otro. La “razón populista” que se pregona con paternalismo conceptual, no es el modo de construir lo político en la Argentina que, con todas las dificultades internas y externas, hace más de medio siglo que trata de superar el “caudillismo” que es una figura propia del siglo XIX, como señala  bien nuestra doctrina.

No es fácil encontrar otra corriente doctrinaria tan identificada con las pautas de la cultura popular. Ella tiene que perfeccionarse y actualizarse para seguir la evolución, pero no puede enajenarse a aquellos “ismos” que todavía requieren la confirmación de los ciclos largos de la historia, y su contradictoria oscilación. Marchemos juntos, pues, con el mayor contingente posible de argentinos, para cumplir las tareas pendientes que abarcan el desarrollo institucional, la lucha contra la corrupción, la equidad social y cultural, y el mejoramiento de la representatividad política.

Los predicadores somos simplemente nuestra manera de exponer, y la trayectoria demostrada en la misión de transmitir experiencias y valores. El peor pecado que podríamos cometer es “desconocer  lo conocido” para parecer originales. En este punto, la vanidad se convertiría en ideologismo, como argumento contrario al principio de realidad y eficacia. La conducción genuina, en cambio, sabe defender el margen de libertad de acción que atesora, sin arremeter de modo irreflexivo contra los obstáculos de la situación. (10.7.11)





[1] Ver Raúl Scalabrini Ortiz  e n El  hombre que está sólo y espera, 1931”El orgullo desmedido, ene. que alternativamente los hombres de gobierno incurren, extingue la idea de la responsabilidad”, Capítulo sobre La defección política.

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