17. LA PRUDENCIA EN EL ARTE
DEL LIDERAZGO
Mantener una perspectiva
abarcadora
En la vida personal, tanto como en la vida política,
la decepción es el sentimiento que acompaña el desenlace de una expectativa
exagerada; donde la motivación de una esperanza posible ha sido sustituida por
una ilusión frustrante. Casi siempre, este pensamiento imaginario, en vez de
reconocer la situación para corregir las decisiones, se empeña en una nueva
fantasía al costo de reincidir en la negación de lo obvio, para descubrir
finalmente, como nos recordaba Perón, que “la realidad es terca”.
Cuando esto le ocurre a quienes tienen la
responsabilidad de liderar gobiernos o partidos, o a aquellos cuya tarea es
asesorar correctamente, caen en el riesgo de afirmarse en el error por falso
orgullo, o por una insistencia ideológica que fabrica “realidades” para una
minoría resistente a las verdades que
surgen de la experiencia, encarnadas en un protagonismo anónimo: el
protagonismo de la gente que desconfía de la impostura intelectual de cualquier
signo.
Con esto no se subestima el rol orgánico y funcional
de los cuadros políticos y sociales, a condición de que éstos no se constituyan
por sí “en un partido dentro del partido” o en “un estado dentro del estado”,
porque entonces serían rechazados como un proyecto cerrado, no participativo y
no democrático. De persistir esta actitud, todo aquel que proponga enriquecer
el debate y enmendar procedimientos, sería visto como enemigo a atacar o a
desdeñar, sin incorporar las diferencias constructivas desde una perspectiva
abarcadora.
Pero lo más preocupante no es esto, sino inhibir la
propia capacidad del liderazgo para producir cambios beneficiosos y
transformaciones necesarias en la dirección de los grandes objetivos
enunciados. Es decir, de penetrar la realidad y promover en todos la
herramienta positiva de la crítica, en sus tres niveles clásicos: la crítica de
la conducción, la crítica de la base y la autocrítica de los cuadros y
dirigentes. Ésa es la manera preventiva de evitar nuevas frustraciones,
escogiendo a tiempo las mejores alternativas de acción.
Juzgar nuestra razón para
fortalecerla
La razón, dicen los grandes pensadores, juzga sus
propios juicios; o sea, tiene la capacidad y la facultad de evaluar, en
términos de resultados reales, sus ideas y criterios, sus teorías y técnicas.
Esto es especialmente valioso en el
campo de la estrategia y la táctica, que implica una escena dinámica de fuerzas
y voluntades contrapuestas. Luego, la misma movilidad de las operaciones obliga
a no descuidarse y a estar atentos a los cambios, las innovaciones y las
sorpresas, a menudo de peso contundente sobre el curso de los hechos sucesivos.
Toda concepción dogmática, toda actitud estática y
particularmente todo triunfalismo -al subestimar al rival- son factores negativos.
La capacidad política, a diferencia del discurso ideológico o maniqueo, busca
acumular fuerzas sin resignar unidad de conducción, lo cual exige adaptación a
las circunstancias y amplitud de miras. La agitación de grupos de activistas,
por intensa que sea, no debe ocultar la visión de una realidad social mucho más
grande, que no se guía por el ruido de las consignas juveniles. Por lo demás,
la confluencia espontánea de las generaciones es exclusiva de los momentos
históricos, y no hace falta recalcar que no todos los días ocurre un 17 de
octubre o un 17 de noviembre.
La crítica bien entendida incluye considerar el
recambio de metodologías, aún de aquellas que antes dieron buenos resultados;
porque cierta repetición satura y cansa, sobre todo cuando evidencia un mismo
círculo de voceros y actores que, acusando a la manipulación de los monopolios,
repite el mismo procedimiento que afecta al sentido común. Valga el ejemplo de
quienes nunca hablan de nuestras equivocaciones, impidiendo debatir sobre sus
causas y correcciones; o de aquellos especialistas en presentar contrastes
ostensibles como éxitos.
¿Quién no se resistió alguna vez a la crítica? Sin
embargo, pasado un tiempo, pudimos reconocer que esa resistencia era una
demostración de debilidad, no de solidez; de esquematismo, no de madurez. La
explicación es sencilla: la crítica fortalece la razón, mientras su ausencia
vuelve irracional la decisión, que es lo contrario del cálculo estratégico.
Reflexión útil para los formadores de la juventud en los valores superiores de
la militancia, que debe alejar la tentación de una temprana burocracia por el
acceso demasiado rápido a altos cargos administrativos.
La prudencia es la virtud
central del liderazgo
La prudencia es una virtud cardinal del liderazgo, porque
ella centra y concentra todas las otras virtudes necesarias para conducir. No
hay que confundirla con la versión vulgar de un modo de actuar demasiado cauto
y lento, que se refleja en vacilaciones e indefiniciones de la línea de acción.
Por el contrario, al armonizar con sabiduría práctica los múltiples factores
que intervienen en la toma de decisiones, da sentido y potencia a los
caracteres propios de los valores de experiencia, personalidad y estilo.
Como categoría ética y política, la prudencia no es
fruto de la casualidad ni de la suerte, ya que exige un arduo trabajo de
disciplina personal para dominar los deseos y las reacciones que no corresponde
incluir en un comportamiento objetivo. De allí resulta, afortunadamente, una
serenidad de espíritu que es el clima ideal para pensar, decir y hacer la
conducción con abnegación y vocación de servicio, percibiendo el poder a través
del deber.
La prudencia, es cierto, no determina los fines de la
acción política; ellos surgen de la concepción y visión que se tenga del país y
del mundo, y de las actitudes de vida individual y colectiva inscriptas en el
temperamento y el carácter del liderazgo como hecho profundamente humano. Pero,
suponiendo las buenas intenciones y propósitos de la dirección que éste señala,
la prudencia capta y selecciona la etapa, el ritmo y el camino de marcha, y a
cada paso nos señala con precisión qué hacer y cómo llevarlo a cabo.
Los teóricos y los publicistas de la “confrontación
permanente”, cuyo asesoramiento ha sido perjudicial, han discurrido con eje en
otro país y otra historia, y por ello no saben de pluralismo, de tolerancia y
de la verdadera unión y movilización popular. Su “progresismo” no pasa de una
pose literaria sin arraigo alguno en las organizaciones concretas que han
luchado y luchan por la justicia social. No es malo que estas tendencias se
expresen y se organicen democráticamente buscando su perfil singular, lo malo
es que se manifiesten de manera ambigua para practicar el “entrismo” y el
oportunismo en el seno de un gran movimiento que, con su debe y su haber
político, tiene ya ganada una identidad histórica.
La vanidad diluye el
sentido de responsabilidad[1]
Hay que ser prudente, en consecuencia, para prever y
para prevenir, seguros de que nuestros oponentes no dejarán de aprovechar cada
paso en falso y cada palabra inmoderada o de autoelogio que nos condena a un
gesto inadecuado. Todo lo que se pide es amoldar la inteligencia operativa a
las exigencias meditadas como el mejor planteo de lucha, en el concepto político
del término.
Si se piensa claro, hay que hablar claro, viviendo la
política como una batalla constante de presencia, y de sensaciones de contacto
con la comunidad de pertenencia y arraigo. Para ello hay que saltar los límites
estrechos de los juegos retóricos y aspirar a una filosofía de acción, donde
los antagonismos son válidos si excluyen la supresión del otro. La “razón
populista” que se pregona con paternalismo conceptual, no es el modo de
construir lo político en la
Argentina que, con todas las dificultades internas y
externas, hace más de medio siglo que trata de superar el “caudillismo” que es
una figura propia del siglo XIX, como señala
bien nuestra doctrina.
No es fácil encontrar otra corriente doctrinaria tan
identificada con las pautas de la cultura popular. Ella tiene que
perfeccionarse y actualizarse para seguir la evolución, pero no puede
enajenarse a aquellos “ismos” que todavía requieren la confirmación de los
ciclos largos de la historia, y su contradictoria oscilación. Marchemos juntos,
pues, con el mayor contingente posible de argentinos, para cumplir las tareas
pendientes que abarcan el desarrollo institucional, la lucha contra la
corrupción, la equidad social y cultural, y el mejoramiento de la
representatividad política.
Los predicadores somos simplemente nuestra manera de
exponer, y la trayectoria demostrada en la misión de transmitir experiencias y
valores. El peor pecado que podríamos cometer es “desconocer lo conocido” para parecer originales. En este
punto, la vanidad se convertiría en ideologismo, como argumento contrario al
principio de realidad y eficacia. La conducción genuina, en cambio, sabe
defender el margen de libertad de acción que atesora, sin arremeter de modo
irreflexivo contra los obstáculos de la situación. (10.7.11)
[1] Ver Raúl Scalabrini
Ortiz e n El hombre que está sólo y espera, 1931”El
orgullo desmedido, ene. que alternativamente los hombres de gobierno incurren,
extingue la idea de la responsabilidad”, Capítulo sobre La defección política.
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