15. EL ACUERDO NACIONAL DE LA ESTRATEGIA ECONÓMICA
El problema argentino “no es
económico sino político”. La elocuencia de este axioma resume la vigencia de un
legado histórico que, al destacar la riqueza de nuestro potencial, vincula la
estrategia de desarrollo con los principios esenciales de soberanía y justicia.
Por tanto, condena el subdesarrollo inducido por la dominación y la entrega,
responsables de la cronicidad de crisis casi idénticas, que sólo “modernizan”
las estructuras asimétricas de la dependencia.
Una subcultura política “legaliza”
este esquema colonial, devenido neocolonial o semicolonial porque, con
distintos argumentos, trata de naturalizar la inviabilidad de la construcción
nacional y el fracaso de la unión continental libre de nuevas hegemonías. Hoy,
además, los relatos de raíz neoliberal y neomarxista se unifican en un “plan
transideológico”, que lucra por igual con cualquier modelo estatal, de un lado
al otro del mundo.
La situación se agrava pese a las
“cumbres” que debaten el tema a nivel global, con pretensión de “neutralidad”
científica o académica, mientras aumenta el desorden geopolítico y las guerras
del petróleo; y se aguadizan la pobreza, la violencia étnica y las
manifestaciones de descontento. Paralelamente, por impacto de esta misma
realidad, ceden las interpretaciones ficticias de los hechos, y se reabre la
instancia de replantear la ecuación económica desde la base.
En este punto, la doctrina de una
economía eficiente y productiva con finalidad social, tiene el ejemplo de los
países que supieron reconstruirse partiendo de los grandes acuerdos nacionales.
Éstos respondieron a visiones de conjunto que tomaron la sociedad como un todo
dinámico e indivisible. Al hacerlo así, neutralizaron las posiciones sectarias
y sus postulados de cambio violento, por el alto costo humano que introduce el
germen de la decadencia.
La economía social debe corregir los
males endémicos de la codicia egocéntrica, el fraude comercial y la corrupción
administrativa, y ordenar las herramientas que edifiquen un sistema creativo en
un “sustrato programático” válido para orientar la conducción. En principio, la
“planificación” indicativa”, que asegura racionalidad en la organización
empresaria privada y pública; al par que ambas áreas se complementan sin
privilegios ni exclusiones. Obviamente, esto no incluye los excesos
burocráticos que coartan la libertad necesaria para innovar y expandir la
producción de bienes y servicios necesarios.
La “iniciativa social organizada”,
no improvisada, es otro factor primordial para lanzar emprendimientos auspiciosos,
atraer inversiones productivas, y disponer la infraestructura adecuada. Un
esfuerzo inteligente que no se reduce a la satisfacción somera de necesidades
básicas, pues una vez cumplidas, atiende las aspiraciones que sobrepasan la
mera subsistencia, propendiendo a una vida plena en el orden moral, educativo y
cultural.
Igualmente, la “distribución
social”, fin y reinicio del ciclo económico por aplicación de la capacidad
adquisitiva, ha de ser justa, como remuneración y estímulo de empresarios,
trabajadores y demás sectores de la comunidad. La participación legítima en la
riqueza común es el lazo de cohesión entre la grandeza nacional y el progreso
popular. Por cierto, hay que promover el consumo, pero sin confundirlo con el
fomento al “consumismo” indiscriminado que niega el ahorro, hipoteca el
desarrollo y encubre la inexperiencia en la gestión económica.
La cultura del trabajo nos reubicará
en la región y el mundo, en una era de grandes intercambios facilitados por la
tecnología. Una actitud que modificará la práctica inveterada del facilismo y
la improvisación. Para ello, debemos seleccionar liderazgos que no deleguen en
sus asesores técnicos la toma de decisiones. Porque un acuerdo estratégico
exige habilidad política para concertarlo, y constancia política para
mantenerlo activo como fuente institucional de cooperación y apoyo. [16-6-15]
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