3.LA IDENTIDAD CULTURAL
COMO NEXO DE INTEGRACIÓN
La energía espiritual de la
comunidad
Además de las diversas motivaciones individuales que
suman su aporte a la participación social, existe un fenómeno de naturaleza
colectiva que constituye la identidad cultural como nexo de atracción, integración
y consolidación de la pertenencia comunitaria. Es una primera conciencia en la
cual es imposible separar mito y razón, porque de ella surgen pautas de
conducta basadas en arquetipos de nuestro mestizaje cultural. Ellas orientan la
captación de la realidad, y en una selección imperceptible que parece
espontánea, las personas, los hechos y las cosas se hacen visibles y resultan
interpretables.
Cada cultura, sin duda, tiene un prisma singular para
observarse y observar, para pensarse y pensar, delineando perspectivas propias
que definen a su pueblo como sujeto histórico; y cuyo diálogo en el tiempo
elabora una filosofía de vida que encierra un plan existencial. Es la garantía
última de la evolución de las formas, intuitivas y reflexivas, con las que una
sociedad se manifiesta y progresa. De este modo, el ciudadano no tiene sólo
“una vida lineal”, ubicada entre su nacimiento y su muerte, sino “una
existencia cíclica”, inmersa en una trayectoria histórica de duración
indefinida, que lo abarca y trasciende.
El pensamiento, entonces, no se construye en soledad o
en abstracto, ni siquiera en la formulación de ideas complejas y grandes
teorías, porque lleva la carga espiritual de su pertenencia y la incidencia de
los factores culturales determinantes de su época. Y cuando, por ejemplo, se
produce la irrupción de otras culturas con pretensiones dominantes, según el
modo de una “colonización pedagógica” (Arturo Jauretche), se extravía el rumbo
de la comprensión común, se esteriliza la creatividad colectiva y aumenta el
riesgo de alienación económica y política, haciendo indispensable la
recuperación de los valores distintivos de la comunidad.
Todas las manifestaciones de la vida cotidiana se
apoyan en esta decisión conjunta y anónima de expresarse por sí, alimentando la
voluntad de existir y persistir como pueblo organizado. La cultura, por lo
tanto, no reside principalmente en los objetos, ni en los productos de su
actividad artística o
literaria, sino en la búsqueda del sentido existencial
del estar vivos, y en las representaciones y aspiraciones inherentes a una
unidad de destino. No es un ámbito de cantidades sino de cualidades, al margen
de las cuales lo material juega en contra
porque cosifica, segrega y confunde.
El código simbólico
protector de la convivencia
La comunidad es el lugar de encuentro, ubicado en el
cual el hombre se dispone a la plenitud del existir, y no al mero sobrevivir en
medio de la indigencia afectiva. En la comunidad y su cultura defiende la
significación de sus trabajos y anhelos, sea por la memoria histórica y la
herencia de tradiciones vigentes, sea por el compromiso de actuar sobre un
mismo proyecto de realización plural, como objetivo superior de la condición
ciudadana. De esta manera se arraiga, instala su residencia espiritual y trata
de habitar un espacio querible y hospitalario.
Para ampararse del egoísmo y la soledad, la comunidad
le provee un código protector de recuerdos y símbolos que se eslabonan en el
imaginario colectivo, venciendo al aislamiento y al sentimiento de lo precario.
Allí también actúa el rol compensador de la palabra, en la conversación afable
y confidente, y aún en la discusión de opiniones diferentes sobre los asuntos
públicos que afectan la convivencia o trasuntan distintas y legítimas
posiciones sociales y políticas.
La comunidad no se regula por la profusión de normas
escritas; mas bien ésta patentiza la falla basamental de adhesión ciudadana al
ordenamiento equilibrado de los hábitos y conductas que la constituyen
naturalmente, en el balance de lo necesario y lo posible. En esta instancia, es
preciso asumir al otro y a los otros en un comportamiento solidario, que
fortalece a todos por integrar una causa común; y en donde cada parecer
individual puede ser tenido en cuenta por los demás, e incidir de alguna manera
en la síntesis de conjunto.
Participar no es algo extraordinario, es algo
elemental para salir de la pasividad de un mal concepto de la democracia que se
diluye en lo formal, porque carece del empuje de las convicciones íntimas y de
la presencia reformadora del espíritu crítico constructivo. Actuar
democráticamente es tomar la iniciativa y poner las cosas en marcha en la dirección que se cree correcta, para
que la esperanza, y no la decadencia, esté latente en el motor de todas las
acciones.
El poder posible está en la
voluntad de compartir
Asistimos a una crisis integral del mundo de la
post-modernidad, con un trastorno que llamamos cultural porque los valores no
valen y la comunicación no comunica; situación que provoca desconfianza, maltrato
y agresión a costa de una sociedad que se divide y fragmenta, olvidando que lo
permanente es lo orgánico. En este punto, urge reflexionar sobre la condición
ciudadana, para calibrar relaciones y criterios de convivencia, sabiendo que el
poder posible está en la voluntad de compartir.
Este enfoque substancial impone elaborar el nuevo
fundamento de las decisiones colectivas, tarea que comienza en el ámbito de las
virtudes cívicas, pero no como el inútil “declaracionismo” del decir sin hacer.
La defensa de la verdad y la justicia, en este aspecto, exige dar el ejemplo
personal y poseer la capacidad para aplicar sus postulados a la realidad tal
cual es, con sus tentaciones y dificultades, revelando la conexión que siempre
existe entre moral privada y ética pública.
Es una lucha permanente que recién empieza con el
acceso a una mejor perspectiva política, y dejando atrás la improvisación del
hacer sin pensar, del pensar sin organizar y de pretender organizar sin formar
cuadros ni capacitar a la
gente. La ética se une así a la política, según la concepción
clásica que obliga a una idoneidad integral del liderazgo, y a mantener una
actitud siempre prudente y atenta.
En la delicada misión de las organizaciones sociales,
todo vacío de control es un vacío de conducción, lo cual denota ausencia de los
niveles tácticos y operativos encargados de supervisar la ejecución; cuando no
revela “amiguismo” o corrupción que comprometen la finalidad y credibilidad de
las estructuras expuestas. Por eso el control debe ser necesariamente la otra
cara del poder institucional, para alcanzar una verdadera cultura democrática,
donde confluyan: la exigencia sincera de ética pública, las formas prácticas de
supervisión comunitaria, y los procedimientos legales que establecen y vigilan
el funcionamiento estatal.
El valor trascendente del
diálogo
La comunidad organizada requiere esta combinación de
elementos, porque rechaza tanto el absolutismo del Estado, como el egocentrismo
del individuo; y trata de neutralizar los extremos para lograr la realización
recíproca de quienes tienen vocación de armonía. En tal empeño, el análisis
serio, no oportunista, de los problemas y obstáculos que impiden el equilibrio,
es ya una acción positiva y verificable; y el primer paso hacia la solución de
los conflictos innecesarios o desproporcionados que encubren intenciones
inconfesables.
La identidad cultural no es una panacea que pueda
invocarse ingenuamente para resolver toda conflictividad de la dinámica social,
pero es el nexo integrador de la comunidad apto para facilitar la discusión y
el debate entre sus componentes y sectores. Por esta razón, sabemos que la
evolución política incluye niveles mayores de educación e información para
establecer el diálogo y obtener los consensos posibles, al menos en cuestiones
vitales, si es que sabemos superar las apariencias mediáticas o las poses
retocadas de las campañas proselitistas.
En lo político y social la verdad se anida en la
realidad, que es menester descubrir o aceptar en el marco de una sociedad con
contrastes que generan perspectivas diferentes, pero enriquecedoras si
confluyen en proyectos de concertación. De allí la influencia inapreciable de
la pertenencia cultural que, por definición, tiene que registrarse
esencialmente en el lenguaje comunitario y en la fortaleza de sus relaciones e instituciones.
Por eso es tan correcta la apertura al diálogo, junto
con el llamado a la humildad y el trabajo; porque es menester descartar el
sectarismo, la soberbia y el triunfalismo. Estos son los enemigos conceptuales
de la construcción comunitaria que aún falta, y que requiere la contribución de
inteligencia y esfuerzo. Precisamente, lo contrario de la lucha irracional del
“todos contra todos”, donde predominan los grupos cerrados y las ambiciones
destructivas desconectadas de la utilidad social.
Dar eficacia a nuestras
ideas e ideales
Mantener los ideales sociales exige formular sus
contenidos en la forma de ideas sólidas, con razones claras que se puedan
compartir, y diseñar una estrategia de acción que las haga factibles y
eficaces. Porque en el arte del liderazgo, más difícil que “saber” es utilizar
lo que se sabe; cuestión que traza un límite infranqueable para el teoricismo
intelectual que suele ser inocuo, y aún contraproducente, en materia estrictamente
política o de organización.
La comunidad es
“una sociedad del afecto”, o no es comunidad: su declinación espiritual entraña
su decadencia material. Conservar la integridad solidaria, en consecuencia, es
el resultado de un propósito elevado, pero que se define más allá de las buenas
intenciones, en el acierto de los
mejores procedimientos para concretarlo por la vía de un humanismo eficiente.
No es, como dijimos, ni el puro argumento académico, ni el tecnicismo de los
especialistas, ni la erudición de los juristas; y mucho menos la abrogación de
la justicia por los “tribunales” irresponsables del poder mediático
parcializado por sus intereses sesgados.
El espacio se abre en perspectivas fructíferas con el
tono del equilibrio y la armonía que ensayen predicadores y realizadores del
bien común, difundiendo sus principios y los ejemplos exitosos que pueden
emularse. Por eso, del núcleo de la comunidad como propuesta surge la
conducción con la jerarquía de una categoría filosófica, para generar algo más
que el rol de las jefaturas y las dirigencias de los aparatos. Recién desde un
sistema de persuasión superior, pueden operar las disciplinas particulares
encargadas de la ejecución práctica; y no al revés, como en el liberalismo,
donde el manejo tecnocrático y especulativo se impone a la economía y ésta a la
política general, frustrando un desarrollo ecuánime e incluyente.
Existe, en consecuencia, una lógica articulada entre
organización, función, misión y objetivos que se garantiza con todo un sistema
metódico, superando la falsa idea del liderazgo individual, de su selección
casual y de su actuación discrecional sin rendición de cuentas. La alternativa
es actuar por equipos, con suficiente autonomía en el despliegue territorial
para promover una descentralización responsable; y conducir a todos en el
espacio y en el tiempo utilizando la planificación indicativa como herramienta
directriz y de consenso.
Hay una dimensión estratégica del liderazgo que no
descansa nunca, porque a diferencia de la táctica que actúa ante los hechos
concretos, debe anticiparse a los problemas eventuales que puede enfrentar. En
esta dimensión, pues, no basta con la astucia ya que hace falta la
inteligencia. Incluso, el triunfo contundente es ocasión para la reflexión
profunda y la actitud creativa, a fin de prevenir la desesperación del
adversario y el triunfalismo de los propios, como factores negativos que pueden
desordenar la escena operativa de las acciones siguientes. (21.8.11)
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