lunes, 11 de julio de 2016

3.LA IDENTIDAD CULTURAL COMO NEXO DE INTEGRACIÓN



3.LA IDENTIDAD CULTURAL
COMO NEXO DE INTEGRACIÓN



La energía espiritual de la comunidad

Además de las diversas motivaciones individuales que suman su aporte a la participación social, existe un fenómeno de naturaleza colectiva que constituye la identidad cultural como nexo de atracción, integración y consolidación de la pertenencia comunitaria. Es una primera conciencia en la cual es imposible separar mito y razón, porque de ella surgen pautas de conducta basadas en arquetipos de nuestro mestizaje cultural. Ellas orientan la captación de la realidad, y en una selección imperceptible que parece espontánea, las personas, los hechos y las cosas se hacen visibles y resultan interpretables.

Cada cultura, sin duda, tiene un prisma singular para observarse y observar, para pensarse y pensar, delineando perspectivas propias que definen a su pueblo como sujeto histórico; y cuyo diálogo en el tiempo elabora una filosofía de vida que encierra un plan existencial. Es la garantía última de la evolución de las formas, intuitivas y reflexivas, con las que una sociedad se manifiesta y progresa. De este modo, el ciudadano no tiene sólo “una vida lineal”, ubicada entre su nacimiento y su muerte, sino “una existencia cíclica”, inmersa en una trayectoria histórica de duración indefinida, que lo abarca y trasciende.

El pensamiento, entonces, no se construye en soledad o en abstracto, ni siquiera en la formulación de ideas complejas y grandes teorías, porque lleva la carga espiritual de su pertenencia y la incidencia de los factores culturales determinantes de su época. Y cuando, por ejemplo, se produce la irrupción de otras culturas con pretensiones dominantes, según el modo de una “colonización pedagógica” (Arturo Jauretche), se extravía el rumbo de la comprensión común, se esteriliza la creatividad colectiva y aumenta el riesgo de alienación económica y política, haciendo indispensable la recuperación de los valores distintivos de la comunidad.

Todas las manifestaciones de la vida cotidiana se apoyan en esta decisión conjunta y anónima de expresarse por sí, alimentando la voluntad de existir y persistir como pueblo organizado. La cultura, por lo tanto, no reside principalmente en los objetos, ni en los productos de su actividad artística o
literaria, sino en la búsqueda del sentido existencial del estar vivos, y en las representaciones y aspiraciones inherentes a una unidad de destino. No es un ámbito de cantidades sino de cualidades, al margen de las cuales lo material juega en contra  porque cosifica, segrega y confunde.


El código simbólico protector de la convivencia

La comunidad es el lugar de encuentro, ubicado en el cual el hombre se dispone a la plenitud del existir, y no al mero sobrevivir en medio de la indigencia afectiva. En la comunidad y su cultura defiende la significación de sus trabajos y anhelos, sea por la memoria histórica y la herencia de tradiciones vigentes, sea por el compromiso de actuar sobre un mismo proyecto de realización plural, como objetivo superior de la condición ciudadana. De esta manera se arraiga, instala su residencia espiritual y trata de habitar un espacio querible y hospitalario.

Para ampararse del egoísmo y la soledad, la comunidad le provee un código protector de recuerdos y símbolos que se eslabonan en el imaginario colectivo, venciendo al aislamiento y al sentimiento de lo precario. Allí también actúa el rol compensador de la palabra, en la conversación afable y confidente, y aún en la discusión de opiniones diferentes sobre los asuntos públicos que afectan la convivencia o trasuntan distintas y legítimas posiciones sociales y políticas.

La comunidad no se regula por la profusión de normas escritas; mas bien ésta patentiza la falla basamental de adhesión ciudadana al ordenamiento equilibrado de los hábitos y conductas que la constituyen naturalmente, en el balance de lo necesario y lo posible. En esta instancia, es preciso asumir al otro y a los otros en un comportamiento solidario, que fortalece a todos por integrar una causa común; y en donde cada parecer individual puede ser tenido en cuenta por los demás, e incidir de alguna manera en la síntesis de conjunto.

Participar no es algo extraordinario, es algo elemental para salir de la pasividad de un mal concepto de la democracia que se diluye en lo formal, porque carece del empuje de las convicciones íntimas y de la presencia reformadora del espíritu crítico constructivo. Actuar democráticamente es tomar la iniciativa y poner las cosas en marcha  en la dirección que se cree correcta, para que la esperanza, y no la decadencia, esté latente en el motor de todas las acciones.


El poder posible está en la voluntad de compartir

Asistimos a una crisis integral del mundo de la post-modernidad, con un trastorno que llamamos cultural porque los valores no valen y la comunicación no comunica; situación que provoca desconfianza, maltrato y agresión a costa de una sociedad que se divide y fragmenta, olvidando que lo permanente es lo orgánico. En este punto, urge reflexionar sobre la condición ciudadana, para calibrar relaciones y criterios de convivencia, sabiendo que el poder posible está en la voluntad de compartir.

Este enfoque substancial impone elaborar el nuevo fundamento de las decisiones colectivas, tarea que comienza en el ámbito de las virtudes cívicas, pero no como el inútil “declaracionismo” del decir sin hacer. La defensa de la verdad y la justicia, en este aspecto, exige dar el ejemplo personal y poseer la capacidad para aplicar sus postulados a la realidad tal cual es, con sus tentaciones y dificultades, revelando la conexión que siempre existe entre moral privada y ética pública.

Es una lucha permanente que recién empieza con el acceso a una mejor perspectiva política, y dejando atrás la improvisación del hacer sin pensar, del pensar sin organizar y de pretender organizar sin formar cuadros ni capacitar a la gente. La ética se une así a la política, según la concepción clásica que obliga a una idoneidad integral del liderazgo, y a mantener una actitud siempre prudente y atenta.

En la delicada misión de las organizaciones sociales, todo vacío de control es un vacío de conducción, lo cual denota ausencia de los niveles tácticos y operativos encargados de supervisar la ejecución; cuando no revela “amiguismo” o corrupción que comprometen la finalidad y credibilidad de las estructuras expuestas. Por eso el control debe ser necesariamente la otra cara del poder institucional, para alcanzar una verdadera cultura democrática, donde confluyan: la exigencia sincera de ética pública, las formas prácticas de supervisión comunitaria, y los procedimientos legales que establecen y vigilan el funcionamiento estatal.


El valor trascendente del diálogo

La comunidad organizada requiere esta combinación de elementos, porque rechaza tanto el absolutismo del Estado, como el egocentrismo del individuo; y trata de neutralizar los extremos para lograr la realización recíproca de quienes tienen vocación de armonía. En tal empeño, el análisis serio, no oportunista, de los problemas y obstáculos que impiden el equilibrio, es ya una acción positiva y verificable; y el primer paso hacia la solución de los conflictos innecesarios o desproporcionados que encubren intenciones inconfesables.

La identidad cultural no es una panacea que pueda invocarse ingenuamente para resolver toda conflictividad de la dinámica social, pero es el nexo integrador de la comunidad apto para facilitar la discusión y el debate entre sus componentes y sectores. Por esta razón, sabemos que la evolución política incluye niveles mayores de educación e información para establecer el diálogo y obtener los consensos posibles, al menos en cuestiones vitales, si es que sabemos superar las apariencias mediáticas o las poses retocadas de las campañas proselitistas.

En lo político y social la verdad se anida en la realidad, que es menester descubrir o aceptar en el marco de una sociedad con contrastes que generan perspectivas diferentes, pero enriquecedoras si confluyen en proyectos de concertación. De allí la influencia inapreciable de la pertenencia cultural que, por definición, tiene que registrarse esencialmente en el lenguaje comunitario y en la fortaleza de sus relaciones e instituciones.

Por eso es tan correcta la apertura al diálogo, junto con el llamado a la humildad y el trabajo; porque es menester descartar el sectarismo, la soberbia y el triunfalismo. Estos son los enemigos conceptuales de la construcción comunitaria que aún falta, y que requiere la contribución de inteligencia y esfuerzo. Precisamente, lo contrario de la lucha irracional del “todos contra todos”, donde predominan los grupos cerrados y las ambiciones destructivas desconectadas de la utilidad social.


Dar eficacia a nuestras ideas e ideales

Mantener los ideales sociales exige formular sus contenidos en la forma de ideas sólidas, con razones claras que se puedan compartir, y diseñar una estrategia de acción que las haga factibles y eficaces. Porque en el arte del liderazgo, más difícil que “saber” es utilizar lo que se sabe; cuestión que traza un límite infranqueable para el teoricismo intelectual que suele ser inocuo, y aún contraproducente, en materia estrictamente política o de organización.

La  comunidad es “una sociedad del afecto”, o no es comunidad: su declinación espiritual entraña su decadencia material. Conservar la integridad solidaria, en consecuencia, es el resultado de un propósito elevado, pero que se define más allá de las buenas intenciones, en el  acierto de los mejores procedimientos para concretarlo por la vía de un humanismo eficiente. No es, como dijimos, ni el puro argumento académico, ni el tecnicismo de los especialistas, ni la erudición de los juristas; y mucho menos la abrogación de la justicia por los “tribunales” irresponsables del poder mediático parcializado por sus intereses sesgados.

El espacio se abre en perspectivas fructíferas con el tono del equilibrio y la armonía que ensayen predicadores y realizadores del bien común, difundiendo sus principios y los ejemplos exitosos que pueden emularse. Por eso, del núcleo de la comunidad como propuesta surge la conducción con la jerarquía de una categoría filosófica, para generar algo más que el rol de las jefaturas y las dirigencias de los aparatos. Recién desde un sistema de persuasión superior, pueden operar las disciplinas particulares encargadas de la ejecución práctica; y no al revés, como en el liberalismo, donde el manejo tecnocrático y especulativo se impone a la economía y ésta a la política general, frustrando un desarrollo ecuánime e incluyente.

Existe, en consecuencia, una lógica articulada entre organización, función, misión y objetivos que se garantiza con todo un sistema metódico, superando la falsa idea del liderazgo individual, de su selección casual y de su actuación discrecional sin rendición de cuentas. La alternativa es actuar por equipos, con suficiente autonomía en el despliegue territorial para promover una descentralización responsable; y conducir a todos en el espacio y en el tiempo utilizando la planificación indicativa como herramienta directriz y de consenso.

Hay una dimensión estratégica del liderazgo que no descansa nunca, porque a diferencia de la táctica que actúa ante los hechos concretos, debe anticiparse a los problemas eventuales que puede enfrentar. En esta dimensión, pues, no basta con la astucia ya que hace falta la inteligencia. Incluso, el triunfo contundente es ocasión para la reflexión profunda y la actitud creativa, a fin de prevenir la desesperación del adversario y el triunfalismo de los propios, como factores negativos que pueden desordenar la escena operativa de las acciones siguientes. (21.8.11)



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